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Homilía del Cardenal Pietro Parolin en el segundo día de “Novendiales” por la muerte del Papa Francisco

El texto completo de la homilía pronunciada por el Cardenal Pietro Parolin, difundido por la Oficina de Prensa de la Santa Sede

Este II Domingo de Pascua, Domingo de la Divina Misericordia, el Cardenal Pietro Parolin presidió la celebración de la Misa en el segundo día de los “Novendiales”, periodo de nueve días de luto por la muerte del Papa Francisco.

La Misa se enmarcó además en el Jubileo de los Adolescentes, que congregó a decenas de miles de jóvenes en Roma.

A continuación, el texto completo de la homilía pronunciada por el Cardenal Pietro Parolin, difundido por la Oficina de Prensa de la Santa Sede:

Queridos hermanos y hermanas:

Jesús Resucitado se presenta ante sus discípulos, mientras se encuentran en el cenáculo donde se han encerrado por miedo, atrancando las puertas (Jn 20,19). Su estado de ánimo está turbado y su corazón hundido en la tristeza, porque el Maestro y Pastor que habían seguido dejándolo todo, fue clavado en la cruz. Vivieron cosas terribles y se sienten huérfanos, solos, perdidos, amenazados e indefensos.

La imagen inicial que el Evangelio nos ofrece en este domingo puede representar el estado de ánimo de todos nosotros, de la Iglesia y del mundo entero. El Pastor que el Señor donó a su pueblo, el Papa Francisco, terminó su vida terrena y nos ha dejado. El dolor de su partida, el sentido de tristeza que nos embarga, la turbación que percibimos en el corazón, la sensación de pérdida, todo esto lo estamos viviendo, como los apóstoles acongojados por la muerte de Jesús.

Y, sin embargo, el Evangelio nos dice que precisamente en estos momentos de oscuridad el Señor se presenta ante nosotros con la luz de la resurrección, para iluminar nuestros corazones. El Papa Francisco nos lo ha recordado desde su elección y lo ha repetido con frecuencia, poniendo en el centro de su pontificado esa alegría del Evangelio que —como escribía en Evangelii gaudium— «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (n. 1).

La alegría pascual, que nos sostiene en la hora de la prueba y de la tristeza, es algo que hoy se puede casi tocar en esta plaza; la vemos impresa sobre todo en los rostros de ustedes, queridos chicos y adolescentes que han llegado desde todo el mundo a celebrar el Jubileo. Vienen de muchas partes: de todas las diócesis de Italia, de Europa, de los Estados Unidos, de América Latina, de África, de Asia, de los Emiratos Árabes, etc., con ustedes se hace presente realmente el mundo entero. A ustedes les dirijo un saludo especial, con el deseo de hacerles sentir el abrazo de la Iglesia y el afecto del Papa Francisco, que habría deseado encontrarlos, mirándolos a los ojos, y pasando entre ustedes para saludarlos.

Ante los numerosos desafíos que están llamados a afrontar —recuerdo, por ejemplo, el de la tecnología y de la inteligencia artificial que caracteriza en modo particular nuestra época— no olviden nunca alimentar su vida con la verdadera esperanza, que tiene el rostro de Jesucristo. Nada será demasiado grande o demasiado arduo con Él. Con Él no estarán nunca solos ni abandonados, ni siquiera en los momentos más duros. Él viene a encontrarse con ustedes allí donde están, para darles el coraje de vivir, de compartir sus experiencias, sus pensamientos, sus dones, sus sueños, de ver en el rostro de quien está cerca o lejos a un hermano y una hermana a quien amar, a los que tenemos tanto que dar y de los que tenemos tanto que recibir, para ayudarles a ser generosos, fieles y responsables en la vida que les espera, para hacerles comprender lo que realmente tiene valor en la vida: el amor que todo lo comprende y que todo lo espera (cf. 1 Co 13,7).

Hoy, segundo domingo de Pascua, domingo in Albis, celebramos la fiesta de la Misericordia. Precisamente la misericordia del Padre, más grande que nuestros límites y que nuestros cálculos, es aquello que ha caracterizado el Magisterio del Papa Francisco y su intensa actividad apostólica, junto al deseo de anunciarla y compartirla con todos —el anuncio de la Buena noticia, la evangelización— que fue el programa de su pontificado. Él nos ha recordado que “misericordia” es el nombre mismo de Dios y, por lo tanto, nadie puede poner un límite a su amor misericordioso, con el que Él quiere volver a levantarnos y hacernos personas nuevas.

Es importante acoger como un tesoro precioso esta indicación sobre la que el Papa Francisco tanto insistió. Y —permítanme decirlo— nuestro afecto por él, que se está manifestando en estas horas, no debe quedar como una simple emoción del momento, debemos acoger su herencia y hacerla vida, abriéndonos a la misericordia de Dios y siendo nosotros también misericordiosos los unos con los otros.

La misericordia nos transporta al corazón de la fe. Nos recuerda que no debemos interpretar nuestra relación con Dios y nuestro ser Iglesia según categorías humanas o mundanas, porque la buena noticia del Evangelio es sobre todo el descubrirnos amados por un Dios que tiene entrañas de compasión y de ternura para cada uno de nosotros independientemente de nuestros méritos; nos recuerda, además, que nuestra vida está tejida por la misericordia. Nosotros podemos levantarnos después de caer y mirar al futuro sólo si tenemos a alguien que nos ama sin límites y nos perdona. Y, por eso, se nos pide comprometernos a no vivir ya nuestras relaciones según criterios de conveniencia o cegados por el egoísmo, sino abriéndonos al diálogo con el otro, acogiendo a quien encontramos en el camino y perdonando sus debilidades y sus errores. Sólo la misericordia sana y crea un mundo nuevo, apagando los fuegos de la desconfianza, del odio y de la violencia. Esta es la gran enseñanza del Papa Francisco.

Jesús nos muestra este rostro misericordioso de Dios en su predicación y en los gestos que realiza; y, como hemos escuchado, presentándose en el cenáculo después de la resurrección, ofrece el don de la paz y dice: «Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» (Jn 20,23). Así, el Señor Resucitado establece que sus discípulos, su Iglesia, sean instrumentos de misericordia para la humanidad, para aquellos que desean acoger el amor y el perdón de Dios. El Papa Francisco fue testigo luminoso de una Iglesia que se inclina con ternura hacia quien está herido y sana con el bálsamo de la misericordia; y nos ha recordado que no puede haber paz sin que reconozcamos el valor del otro, sin la atención al que es más débil y, sobre todo, no puede haber nunca paz si no aprendemos a perdonarnos recíprocamente, usando entre nosotros la misma misericordia que Dios tiene para con nuestra vida.

Hermanos y hermanas, precisamente en el domingo de la misericordia recordamos con afecto a nuestro amado Papa Francisco. Este recuerdo está particularmente vivo entre los empleados y fieles de la Ciudad del Vaticano, muchos de los cuales están aquí presentes, a ellos les quiero agradecer el servicio que realizan cada día. A ustedes, a todos nosotros, al mundo entero, el Papa Francisco nos envía su abrazo desde el cielo.

Nos encomendamos a la Bienaventurada Virgen María, a la que Él estaba tan devotamente unido que ha elegido reposar en la Basílica de Santa María la Mayor. Que ella nos proteja, interceda por nosotros, vele por la Iglesia, y sostenga el camino de la humanidad en la paz y en la fraternidad. Amén.-

Cardenal Pietro Parolin

Cardenal Pietro Parolin

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