Cónclave 2025: Por qué el enfoque “liberal vs. conservador” distorsiona la realidad de la Iglesia
La verdadera “reforma” no es liberalización, sino un recentramiento de la Iglesia en sus tradiciones más profundas y plenas, y con un renovado enfoque en Cristo el Señor como el eje que lo mantiene todo unido. Esto es completamente coherente con la historia de todas las reformas emprendidas por la Iglesia a lo largo del tiempo

COMENTARIO: En este cónclave está en juego la eclesiología, no solo la personalidad. Un nuevo papa debe resistir una falsa reforma basada en el compromiso moral.
Como ocurre con cada cónclave para elegir un nuevo Papa, este está rodeado de todo tipo de especulaciones.
¿Elegirá el cónclave que comienza el 7 de mayo a un nuevo Papa en la línea de Francisco, o a alguien más tradicional en doctrina y liturgia? ¿O quizá será lo que los medios de comunicación, mal informados, podrían calificar como un “moderado” —ni conservador ni liberal, aunque ese término sea excesivamente simplificado— que busque reconciliar las diversas facciones dentro de la Iglesia Católica?
El problema con todos estos análisis es que asumen que la Iglesia es, en gran medida, una entidad “política” que refleja las dinámicas demográficas de la sociedad secular en Occidente. Esto significa que términos como “reforma” se utilizan de manera superficial, y los medios seculares suelen tratar la “reforma” como sinónimo de “liberalización”.
Vemos esto con frecuencia en la descripción estándar del Papa San Juan XXIII, a quien a menudo se considera un Papa “reformista” porque, según la narrativa, buscó armonizar a la Iglesia con el liberalismo secular moderno. Esto es, por supuesto, una narrativa falsa, ya que el aggiornamento que él buscaba no era un proyecto de liberalización, sino un impulso para que la Iglesia se relacionara con el mundo moderno de formas nuevas y creativas, con miras a una evangelización más eficaz de ese mundo.
Esto quedó claro en el discurso inaugural del Papa Juan a los Padres Conciliares, en el que imaginó el Concilio Vaticano II como un intento de expresar las doctrinas de la Iglesia en un lenguaje más nuevo y evangélico, permaneciendo siempre fiel a las verdades contenidas en ellas.
Vista así, la verdadera “reforma” no es liberalización, sino un recentramiento de la Iglesia en sus tradiciones más profundas y plenas, y con un renovado enfoque en Cristo el Señor como el eje que lo mantiene todo unido. Esto es completamente coherente con la historia de todas las reformas emprendidas por la Iglesia a lo largo del tiempo.
Cuando la Iglesia se corrompía por el atractivo del poder y la riqueza mundanos, varios papas y concilios reformistas buscaron enderezar el rumbo enfatizando a Cristo y renovando el llamado a que toda la Iglesia viviera más plenamente los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia.
Vimos esto también en los diversos movimientos de reforma emprendidos por órdenes religiosas cuya vida interna se había vuelto laxa y mundana. Surgieron varios movimientos “descalzos” dentro de estas órdenes, buscando revitalizar la vida religiosa mediante una vivencia más rigurosa de los consejos evangélicos, es decir, una forma de vida más cristocéntrica centrada en la oración, la verdad, el amor y las obras de misericordia corporales y espirituales.
Pero la narrativa mediática moderna poco se preocupa por tales distinciones —ni por la historia de lo que realmente es la reforma— en gran parte debido a su ignorancia de todo lo católico. Hoy vemos el mismo análisis simplista aplicado a la “política” del próximo cónclave, así como al pontificado del Papa Francisco.
Francisco es retratado como un Papa “reformista” porque aparentemente deseaba una Iglesia más liberal, especialmente en cuestiones de sexualidad, en contraste con los dos papas anteriores, que son erróneamente descritos como “conservadores” y, por tanto, se presume que resistieron la reforma.
De igual modo, el Vaticano II suele describirse como un concilio que buscó la reforma en esa misma dirección liberal, una visión de una Iglesia más “inclusiva” que, se dice, fue interrumpida por un tiempo por Juan Pablo y Benedicto, quienes supuestamente intentaron “revertir” las reformas de los años ‘60s y ‘70.
No se hace ningún intento de comprender realmente los textos conciliares, y el proyecto conciliar cristocéntrico como narrativa general de la reforma es reemplazado por la idea de la reforma como liberalización, que se convierte en el estándar para la mayoría de las representaciones mediáticas del Concilio. Esto fue señalado por el Papa Benedicto, quien lamentó que ese “Concilio de los medios de comunicación” hubiera reemplazado al verdadero Concilio.
La distorsión esencial de esta falsa narrativa es especialmente evidente en la descripción del papado de Francisco como caracterizado por el deseo de una Iglesia más inclusiva. Es una distorsión porque la Iglesia es ahora, como siempre lo ha sido, inclusiva para todos.
Nadie que busque sinceramente a Cristo en su Iglesia es rechazado, como si la Iglesia fuera una discoteca con porteros en la puerta, permitiendo el ingreso sólo a los moralmente perfectos. Todos los pecadores son bienvenidos, siempre que busquen la conversión y el arrepentimiento, sin importar cuántas veces fallen. Por eso la Iglesia tiene confesionarios. El tipo de “inclusión” que predica la Iglesia es la inclusión que llega a través de una conversión liberadora del alma.
Lamentablemente, incluso muchos prelados influyentes parecen comprar la falsa narrativa en la que la reforma se caricaturiza como liberalización. Una vez más, las cuestiones de sexualidad humana ocupan un lugar destacado en sus cálculos. Ha surgido una idea verdaderamente perversa que dice que la Iglesia no puede ser inclusiva, y por tanto sigue “sin reformar”, hasta que se elimine la distinción entre el pecado y el pecador. Esta distinción tradicional es ridiculizada como “exclusiva”, “dura” y “juzgadora”. Esto es especialmente así, dicen, con las personas “LGBTQ”, cuya propia “identidad” está en juego; y afirman que la enseñanza moral tradicional de la Iglesia —que llama a la continencia sexual— va en contra de “cómo Dios los hizo”.
Por lo tanto, en esta narrativa, la reforma es sinónimo de borrar la distinción entre pecado y pecador, usando la palabra “inclusión” como clave para este proyecto. Pero este es un falso sentido de la verdadera reforma, que amenaza toda la tradición moral católica. Es un borrado que puede aplicarse a cualquier número de pecados profundamente arraigados. La propia naturaleza de los pecados habituales, sean cuales sean, es que tienden a volverse “naturales” para nosotros, y por eso el llamado de la Iglesia a superarlos se ve como duro y juzgador hacia “quien realmente soy”.
Las narrativas importan, como aprendimos tras el Concilio, y ahora hay una necesidad urgente de resistir la narrativa que equipara la verdadera reforma como sinónimo de liberalización e “inclusión”. Hay mucho en juego, por tanto, en el próximo cónclave, especialmente en el ámbito de la teología moral. Muy pocos piden una reforma de la cristología tradicional de la Iglesia, la doctrina trinitaria o los principios básicos del credo. Más bien, el objetivo de los falsos reformadores es alterar la eclesiología de formas que abran la puerta a cambios radicales en la enseñanza moral.
Esto debería estar en la mente de cada cardenal en el cónclave que no abrace la falsa narrativa de la reforma. El próximo Papa no tiene que ser conservador, liberal o moderado, en el sentido político de esos términos. Sino que debe ser un hombre con una comprensión aguda de los peligros que acechan en esa falsa narrativa, y la fortaleza de fe, voluntad e intelecto para resistirlos.
Traducido y adaptado por el equipo de ACI Prensa. Publicado originalmente en el National Catholic Register.
Larry Chapp/Aciprensa