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Dios-naturaleza-persona-libertad

La secularización radical y un relativismo creciente se revelaban cada vez más como la visión dominante que se mostraba como camino auténtico a seguir, pero que privaba cada vez más al cristianismo de su espacio vital

Nelson Martínez Rust:

 

Con la conclusión del Concilio Vaticano II, surgió y se extendió, con cierta rapidez en el mundo católico, una lectura unilateral del mismo, la cual era portadora del germen demoledor de lo que había existido anteriormente. Se pretendía hacer creer que era necesario superar lo que hasta ese momento había existido con la finalidad de que el “Espíritu Conciliar” consiguiera el terreno abonado en dónde crecer. A tal extremo llagó esta pretensión, que, en determinados ambientes, se comenzó a hablar, con cierta ironía, del fin del catolicismo tradicional, y de la espera de su necesaria desintegración. A tal efecto, es necesario señalar que el Concilio Vaticano II en ningún momento careció de un “Espíritu”; claro está, siempre acompañado de la “Revelación” y la “Tradición” en cuanto que ambas son garantía de encontrarse en “La Verdad”.

En medio de esta percepción sesgada de la enseñanza conciliar y acrecentada por una visión muy reduccionista o miope de las filosofías de corte existencialistas y personalistas en el continente europeo, y aupadas por el marxismo o socialismo en el continente latinoamericano, se quería hacerle ver al hombre, que no tenía por qué vincularse a una “naturaleza” dada, la cual, de alguna manera, determina su espacio y su libertad en el mundo. Se decía: “El hombre ya no tiene una naturaleza previa, no nace con una determinada naturaleza, sino que se hace a sí mismo en el tiempo y de acuerdo a las circunstancias que le rodean. Ya no existe una naturaleza humana, es él quien debe decidir lo que debe y quiere ser con entera libertad prescindiendo de lo sobrenatural y sin coacción social”. El principio así enunciado se presentaba apetecible al intelecto humano. Sin embargo, este ha sido el inicio de una situación moral que ha desembocado en lo que hoy en día se vive: la ausencia de una ley moral clara y precisa. Todo se permitido y aconsejable, siempre y cuando es del agrado o gusto del consumidor. Esta creencia ha conducido, entre otras muchas cosas, a la desintegración familiar, y, por consiguiente, al tejido social, ya que, sin familia, no hay sociedad.

Fue la firme determinación de Pablo VI y Juan Pablo II de aplicar el Concilio Vaticano II siguiendo los criterios hermenéuticos antes citados – de la “Revelación” y la “Tradición” -, lo que logró asegurarle a la Iglesia su propio espacio en el momento histórico que le tocó vivir y en la historia vivida recientemente. Con todo lo que se pueda decir de estos Pontífices sus enseñanzas señalaron un camino a seguir.

Cuando Juan Pablo II fue elegido Papa, algunos pensaron que se verificaría una apertura con el mundo socialista o, por lo menos, habría una reconciliación, una “reductio ad unum” = “hacer de dos cosas contrarias una sola” entre el cristianismo y el marxismo. La insensatez de esta postura se hizo evidente rápidamente. No había pasado mucho tiempo de la elección cuando se pudo apreciar que, un Papa venido de un mundo socialista, conocía perfectamente las injusticias de ese sistema. Fue así como Juan Pablo II pudo contribuir al sorprendente giro que ocurrió en el año 1989 con el fin del gobierno marxista en Rusia.

Sin embargo, se tornó evidente que con el declive de los regímenes marxistas no se había alcanzado de manera plena la victoria. La secularización radical y un relativismo creciente se revelaban cada vez más como la visión dominante que se mostraba como camino auténtico a seguir, pero que privaba cada vez más al cristianismo de su espacio vital.

¿Cuál ha sido el inicio de dicho pensamiento? Dichos inicios podrían ser ubicados a finales del siglo XII, con su llamado a la autonomía del hombre, separando la razón de la fe (Cf.: Guillermo de Ockham 1295-1350). Esta postura se vio acrecentada con el énfasis dado por Martín Lutero y La Reforma – solo las Escrituras – y el humanismo de Erasmo de Rotterdam – la diosa razón – en los siglos XV y XVI. Sin embargo, fue solo en la época reciente de las dos guerras mundiales, cuando en su versión marxista y liberal, se extremó de manera dramática, dando origen a dos nuevos movimientos que llevaron las ideas de la libertad y el modernismo a un radicalismo inimaginable hasta lo que se ve hoy en día.

De hecho, la realidad es que ahora se le niega al hombre, en cuanto dotado de libertad, el estar vinculado a una “naturaleza” que – se dice – le determina y, al mismo tiempo, le coarta en el ejercicio pleno de dicha libertad. Según esto, el hombre ya no tiene una naturaleza que lo sitúa y encasilla – hombre o mujer -, sino que es un ser que “goza” de la capacidad de “hacerse a sí mismo” – “de autodeterminarse” -, de acuerdo a su real entender, saber y querer. Su destino ya no proviene de las manos de un Dios creador sino del laboratorio de invenciones humanas o de un quirófano de algún famoso centro quirúrgico que lo configura como “Hombre” o “Mujer” o le brinda el derecho a vivir o morir plácidamente con la “Eutanasia”, o dictamina quien vive o muere dependiendo de los intereses personales o grupales por medio del “Aborto”. En el tiempo que se vive, ¡El hombre juega a ser dios: señor de la vida o de la muerte! ¡No existe la moral!

Es aquí en donde radica el gran desafío que se le presenta al cristiano y a la Iglesia: La abolición del Creador que, en definitiva, también conlleva la negación del hombre en cuanto tal. Esta realidad se ha convertido en una auténtica amenaza para la fe de manera alarmante en los países de Occidente. Es este el gran desafío que se le presenta hoy a la reflexión teológica y al quehacer eclesial. Al final del camino, lo que está en juego no es solo la realidad divina – ¿Quién o qué cosa sea Dios? -, sino la misma concepción de lo que es “El hombre”, o, si se quiere, de una “Antropología” – ¿Quién o qué cosa sea el hombre? -.

¿Cómo responder a este desafío?

Se hace necesario reflexionar sobre los siguientes puntos:

1º.-  La naturaleza que le viene dada al hombre no es distinta de su libertad. Solo son dos momentos inseparables y fundamentales del mismo ser. Por consiguiente, su naturaleza y su libertad no son entidades opuestas e irreconciliables. La naturaleza del hombre es pensamiento y como tal, es una realidad espiritual: toca lo divino. Lo que equivale a decir que en ella se da “El Logos” – “La Palabra” -. San Atanasio de Alejandría concebía la creación como la coexistencia de “La Sabiduría Divina” – Dios – en una “Sabiduría Creada” – el hombre -. Ello nos conduce a la necesidad de considerar, valorar, estudiar y hermanar a la cristología – el misterio de Cristo – con la antropología – el misterio del hombre. Sólo en una recta concepción cristológica es en donde se va a encontrar la verdadera y real naturaleza humana, y la verdadera y real libertad. La(s) respuesta(s) a las interrogantes que plantea el hombre se encuentran en la cristología.

2º.-  Se ha dicho: “La naturaleza humana está enferma, necesita corrección”. Es cierto. Esta afirmación se origina en la experiencia cotidiana que, a su vez, se fundamenta en la realidad del “Pecado Original”. Este hecho la coloca en oposición con relación al espíritu, a su libertad. Sin embargo, en términos generales, dicha naturaleza también está redimida en un doble sentido: Dios en Cristo ha hecho lo suficiente por los pecados cometidos – el Misterio Pascual – y porque, al mismo tiempo, esta corrección puede ser otorgada actualmente siempre, mediante el arrepentimiento sincero y el sacramento del perdón.

El hombre es una realidad que necesita sanación, redención, perdón. Ahora bien, el hecho de que el perdón exista y no sea solo un bello sueño de primavera pertenece a la esencia misma de la Iglesia, del ser cristiano a la cual está llamado el hombre. Es aquí en donde la doctrina de los sacramentos celebrados en la Iglesia y con conocimiento de causa por los cristianos alcanza su valor supremo y su justo lugar. El hombre de nuestro tiempo necesita con urgencia del Bautismo, de la Penitencia, de la Eucaristía, del Matrimonio y del Orden, pero recibidos de mandra consciente.

3º.-   Partiendo de estos dos puntos enunciado previamente se hace necesario plantearse el problema de la imagen cristiana. ¿Qué “Imagen del hombre” para esta cultura o civilización? ¿Cuál es la imagen a seguir en los tiempos presentes? No existe una imagen determinada del hombre cristiano. No existe un cliché. Existen múltiples y variadas imágenes. Me atrevo a decir que cada quien tiene que descubrir su imagen cristiana y trabajar por alcanzarla. Existen muchas posibilidades, tantas como variados son los caminos y los hombres. En donde siempre habrá que poner la prioridad será en “la pobreza”, entendida esta como “pequeñez”, como “necesidad profunda de Dios”, como “búsqueda incesante e incansable de la eternidad”.

Para comprender la verdadera vocación – imagen – a la cual nos llama Dios es necesario examinar y meditar en profundidad en la estrecha relación existente entre la “Thora judía” y el “Sermón de la Montaña”.

En líneas generales, solo se podrá enfrentar este dilema si el ejemplo de la vida de los cristianos es mucho más fuerte que el poder de las negaciones que le rodean prometedoras de una falsa libertad.-

 

Valencia. Mayo 11; 2025.

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