Opinión

Festín de contrincantes

El amor al poder se ejerce en nuestra confrontación con los demás, en un instintivo pique creciente enfocado en imponernos sobre compañeros de trabajo, cónyuges, hermanos… pareciera que la palabra “prójimo” se tradujera en “contrincante”

Bernardo Moncada Cárdenas:

«Cuando el poder del amor sobrepase el amor al poder, el mundo conocerá la paz»
(Jimi Hendrix)
En el fondo, las palabras del insuperable guitarrista de rock pueden transferirse a la
arrogancia, el narcisismo que impide con creciente eficiencia el diálogo y el acuerdo
entre quienes tienen diversos puntos de vista, diversos intereses, a la escala que sea,
al nivel que sea. Y es un egoísmo “con el piquete al revés”, un narcisismo
autodestructivo que ensaya en los demás lo que quisiéramos aplicar a nuestro
frustrado ego.
Ese amor al poder se ejerce en nuestra confrontación con los demás, en un instintivo
pique creciente enfocado en imponernos sobre compañeros de trabajo, cónyuges,
hermanos… pareciera que la palabra “prójimo” se tradujera en “contrincante”.
«Somos tan duros, coriáceos, con los demás, somos tan impermeables, tan ariscos,
porque somos inhospitalarios para nosotros mismos. Los tipos más decididos, más
jactanciosos, a menudo, psicológicamente, son extraños de sí mismos porque tienen
miedo de sí mismos o, mejor dicho, no se perdonan a sí mismos», lúcidamente nos
indicaba Luigi Giussani, sacerdote, teólogo y maestro.
Esa extroversión y proyección de nuestros defectos más hirientes en los demás, ese
victimismo persistente, nos motiva a la intransigente combatividad que tiende a
arrojarnos unos contra los otros. Empeoramos los defectos que pillamos en los otros,
adjudicándoles los nuestros propios, una norma de conducta que se va difundiendo y
que puede transformar un grupo en campo de batalla.
Volviendo a la frase del gran Jimi, tal norma cunde verticalmente hasta las más altas
esferas institucionales, sin ahorrarse ámbitos ni roles. El poder de la camaradería entre
colegas, del respeto al colega y al competidor, del afecto, de la mutua valoración, la
consagración a objetivos comunes, que posibilitan el funcionamiento de gobiernos, las
relaciones internacionales, acuerdos interreligiosos, alianzas estratégicas, va siendo
sustituido por el afecto al poder, con su consecuente atmósfera de individualismo
competitivo, ambiente tóxico repleto de desconfianza.
¿Cuántos conflictos ideológicos disfrazan autojustificación de líderes, incompatibilidad
de egos, competitividad malsana, racionalizadas en valores y principios? La
desventurada historia de nuestra política, desde los cismas en grandes partidos
tradicionales, hasta la virtual pulverización de agrupaciones en la arena partidista, la
que hoy estanca la historia de nuestra nación.Pero esta conflictividad no se reduce a nuestro territorio, ni al del continente entero;
llega al nivel de pandemia, con fricciones y conflictos que ya han desembocado en
generalizadas conflagraciones bélicas, en lo que el Papa Francisco llamó Tercera
guerra mundial a pedazos. Pareciera que los países decidieran desafiarse y combatirse
sólo por “quítame esta paja”, amenazando la supervivencia del globo entero.

En resumen, ser conscientes de la propagación de este belicoso “amor al poder” que
destruye realidades de comunidad y respetuosa confianza a todo nivel y escala y,
paradójicamente, nos separa mientras estamos más interconectados que nunca, pide
de nosotros educarnos en una manera diferente de mirarnos, valorando nuestra común
humanidad y creando oasis de concordia en nuestras pequeñas áreas de influencia. Si
las instituciones internacionales no parecen ya capaces de resolver conflictos
internacionales, seamos capaces, al menos nosotros, de resolverlos localmente, como
chispas de esperanza que alcancen a la nación y se expandan al mundo entero
poniendo fin al festín de contrincantes.-

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