Entrevistas

«La Universidad es un lugar donde se aprende a ser, y no simplemente a hacer»

El doctor Gustavo Garduño Domínguez, jurista y académico, reflexiona sobre la esencia y misión de la Universidad, su papel en la formación integral y en la transmisión de virtudes, los retos actuales derivados de la tecnología y la masificación, y la necesidad de preservar su sentido humanista y orientado al bien común

Doctor Gustavo Garduño Domínguez. Es doctor en Derecho, cum laude, por la Universidad de Navarra, así como maestro en Derecho Procesal Constitucional, maestro en Derecho Económico, especialista en Antropología Filosófica y licenciado en Derecho por la Universidad Panamericana, campus México. Ha realizado diversos cursos de posgrado en la Universidad Austral y la Universidad de Buenos Aires, y posee tres certificaciones internacionales en mejora continua.

 

Ha practicado su profesión en el Poder Judicial y ha sido catedrático de licenciatura, maestría y doctorado en diversas universidades públicas y privadas, como la Panamericana, la Autónoma de Tlaxcala y la Anáhuac, entre otras, y colabora activamente con el Centro de Ética Judicial A. C., mediante la generación de diversos contenidos audiovisuales y escritos, y el dictado de decenas de conferencias, talleres y cursos relacionados específicamente con el trabajo jurisdiccional y la reforma del Poder Judicial. También ha dirigido una treintena de tesis de licenciatura y posgrado en Derecho.

 

Ha sido entrevistado por diversos medios de comunicación, como el Canal Judicial-JusticiaTV, Televisión Azteca, CNN Expansión, Agencia EFE y el Diario de Aragón –de España–, así como por diversas estaciones de radio y periódicos de circulación nacional, tanto de México como de España. También ha sido ponente en casi tres centenares de conferencias, mesas redondas y debates, así como en congresos nacionales e internacionales.

 

Es autor de numerosos trabajos sobre Derecho Constitucional, Derecho Internacional Público y Derechos Humanos, y coautor de cinco libros colectivos, publicados por la Editorial Notas Universitarias, el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y la Editorial de la Universidad de Navarra. Actualmente, coordina dos obras colectivas internacionales que serán editadas por la UNAM.

 

¿Por qué usted ama la Universidad y considera necesario conversar sobre este tema?

 

Porque se trata de una de las instituciones más nobles que hay, pues está llamada a mejorar el futuro de la humanidad, naturalmente detrás de la familia, que es formadora inicial y principal de la persona. También porque me identifico en su misión de pulir la vocación profesional y formar, así como en su objetivo principal: hacer uno lo diverso, y lograr que el conocimiento disperso, aislado y oculto se transforme en un saber que sirva a todos. De modo parecido a John Henry Newman, pienso que la vida y el espíritu de la Universidad se hunden en la tradición, pero su actitud permanente es de jovialidad y apertura. Esos rasgos combinados la hacen inspiradora y esperanzadora, pues preparan para tener un encuentro intelectual y virtuoso con los demás. Si realmente se valora y entiende efectivamente esa realidad, es fácil enamorarse de la Universidad.

 

Es necesario reflexionar sobre la Universidad porque cursa un proceso de crisis y transformación, a causa de los actuales cambios sociales y tecnológicos. Es imperativo hablar de ella para preservar su esencia, revisar qué se le debe cambiar y cómo tendría que ser en el futuro para que siga cumpliendo su fin –o retorne a él–.

 

¿Qué es para usted la Universidad o mejor dicho que debería de ser?

 

Ante todo, es –o debería ser– una comunidad en la que se forjan virtudes, se aprende a ser sabio y se orienta a la trascendencia mediante el servicio. Enseña a ser mejor cada día y a dialogar con quienes piensan diferente, siempre con la vista puesta en descubrir la verdad, fomentando la curiosidad, la creatividad y el desarrollo de soluciones para los problemas permanentes y nuevos de la sociedad, partiendo de las virtudes, especialmente de la prudencia.

 

Para alcanzar su meta, la Universidad debe alejarse de adoctrinamientos, ahuyentar toda ideología y evitar restricciones al pensamiento. Al mismo tiempo debe labrar el ejercicio de la libertad con responsabilidad –pues, como decía León XIII, la libertad no es licencia–. También debe impulsar el sentido común, así como el salto a la adultez que se demanda, precisamente, de un universitario.

 

Eso es lo que debería ser, pero, ¿qué no debe ser la Universidad?

 

Por supuesto, hay una contrapartida. Para empezar, no puede convertírsele en un centro de capacitación técnica en el que, simplemente, se enseñen habilidades prácticas profesionales o se entreguen títulos habilitadores para ejercer ciertos empleos. Eso se debe a que la Universidad es un lugar donde se aprende a ser, y no simplemente a hacer. Para ello, se necesita, antes que otra cosa, profesores que den un buen ejemplo, y no solamente cursos lectivos. Por ello, es fundamental que el gobierno universitario y el cuerpo de catedráticos se componga por buenas personas, en el sentido más estricto de la palabra, y no por funcionarios que hagan de la gestión institucional una actividad lucrativa o una carrera de vida, pues se corre el peligro de que terminen obedeciendo al interés económico, más que al interés superior de formar personas.

 

En conexión con lo anterior, ¿cómo deben ser los profesores?

 

Esto es de naturaleza muy grave. Empiezo por decir que la Universidad es formadora moral, además de intelectual, eso implica que los maestros deben ser respetados porque viven la virtud o aspiran realmente a vivir la virtud, no por ser líderes de popularidad, influencers de redes sociales, investigadores top, profesionistas famosos o personajes adinerados.

 

Los profesores, aunque parezca una obviedad, deben ser buenos enseñando. No conviene que disfruten más la investigación o la gestión que la enseñanza, pues verán en la docencia un mal necesario, es decir, algo que deben soportar, en aras de conservar una plaza institucional que constituye su modus vivendi. No me malinterprete, lo que quiero decir es que deben ser guías de los alumnos para alcanzar su gradual crecimiento personal, por eso, los maestros deben disfrutar su labor y tener liderazgo moral, además de profundos conocimientos en su especialidad. Eso es lo principal, todo lo demás es accesorio y absolutamente prescindible.

 

Por lo anterior, se excluye de la Universidad a un profesor al que no le guste la enseñanza o que no viva cotidianamente las virtudes que se pretende transmitir en ella. Por muy doloroso que sea, no deberían caber en una Universidad profesores de ética cuestionable o que, objetivamente, sean malos ejemplos, pues lo importante de la educación universitaria no es qué se enseña, sino quién y cómo.

 

Pero, ¿no se quedarían sin profesores las universidades? Parecería que no habría ser humano alguno que resultara apto para ser catedrático universitario.

 

Hombre, hay que ver… Aunque nadie puede declararse moralmente impoluto, dentro de las imperfecciones humanas hay algunas que, siendo públicas o escandalosas, se vuelven incapacitantes para ser profesor universitario: las adicciones graves –como al alcohol o a las drogas–, el adulterio, la propensión a la injusticia, la cobardía para defender la verdad y muchos vicios más. Me refiero, en suma, a defectos que impiden ser un buen profesor universitario, pues por más que el médico enfermo también pueda curar, la realidad es que algunos médicos pueden contagiar enfermedades incurables.

 

Hablando entonces de virtudes, hay que abordar la influencia de la Iglesia Católica en la creación y sostenimiento de las Universidades.

 

Como lo mencioné, la Universidad es, entre muchas cosas, una escuela de solución de problemas. En ese sentido, si, como decía san Pablo VI, la iglesia es experta en humanidad, entonces a ella corresponde identificar los retos que debemos superar como comunidad y como individuos para alcanzar el bien común. La definición de ese concepto como un conjunto de condiciones que permiten a la sociedad y a cada uno de sus miembros conseguir su perfección, es mérito de la iglesia, como también lo ha sido identificar los elementos esenciales del bien común: el respeto y la promoción de los derechos fundamentales, el desarrollo de los bienes de la sociedad, así como la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros. Eso deja ver que la Universidad parte de la expertise católica para identificar problemas y proponer herramientas que respondan a los retos de la humanidad.

 

La Universidad debe predicar con el ejemplo que la persona es centro de la acción, tanto individual como grupal. También debe formar la prudencia y el sentido común, para resolver las innumerables disyuntivas, dificultades y encrucijadas humanas encontrando las oportunidades detrás ellas, y no pasando por encima de las personas, porque las instrumentalizaría. Para ello, es indispensable contar con las enseñanzas doctrinales católicas, que humanicen las relaciones sociales, que enseñen a vernos como fines -no como medios-, y que orientan hacia la verdad y el bien más perfectos, con mayúsculas.

 

Además de la Universidad de París o de Salamanca, aquí en España, ¿Cuáles podríamos destacar?

 

Me vienen varias decenas de ellas a la cabeza, públicas y privadas, religiosas y laicas, españolas y extranjeras. Hacer una nómina de instituciones nos llevaría mucho tiempo, y aun así dejaría muchas fuera injustamente.

 

¿Qué es lo que ha aportado la Universidad a la difusión del saber en la humanidad?

 

Principalmente, la formación de grandes profesores y la integración de escuelas del pensamiento, lo que ha llevado a consolidar el diálogo académico y la trasmisión del conocimiento entre diversas generaciones de universitarios. Ha enseñado que la interdisciplinariedad y la pluralidad de las ideas son una realidad, y que es la comunicación entre las diversas disciplinas y ciencias resulta indispensable, una realidad que se ha evidenciado y seguirá confirmándose con el paso del tiempo. La Universidad ha refutado la confianza que, a contramano, la ilustración tenía en la hiperespecialización para el avance de las ciencias. Lo reitero, esa idea, finalmente, hizo agua, precisamente gracias a la Universidad, que ha rescatado la idea de interdisciplinariedad.

 

Por cierto, con esta pregunta me viene a la cabeza nuevamente el cardenal John Henry Newman, quien decía que la Universidad es un lugar de encuentro intelectual, en un ambiente interdisciplinario, lo que demuestra que la ciencia y el conocimiento no son islas ni feudos aislados. También recuerdo lo que pensaba sobre el saber: si se usa solamente para aplicarlo a una profesión, se instrumentaliza, pues la formación se convierte en mera instrucción.

 

¿Se podría decir que, ahora en era de la comunicación, ha bajado el nivel de las universidades?

 

Bueno, tendríamos que analizar qué es la era de la comunicación y qué es el nivel de las universidades. En general, podríamos decir que sí, pero la disminución de la calidad de la enseñanza universitaria es un problema multicausal…

 

Las universidades, como nosotros, son hijas de su tiempo, de forma que padecen los problemas propios de su época. Entre ellos, en lo que toca al uso de la tecnología, podemos encontrar que, en ocasiones, se da más importancia al uso de implementos, accesorios y herramientas didácticas computacionales más que al contenido que se enseña. La preocupación institucional por el uso de dichos recursos puede provocar que lo principal se vuelva secundario. Con esto no digo que el uso de esas herramientas sea indebido, inconveniente o prescindible, sino que hay que priorizar lo esencial y lo verdaderamente importante, sin pensar que la forma puede sustituir el fondo.

 

Aquí se asoma otra preocupación que deriva de la tecnología: los alumnos tienen en su celular o computadora una puerta abierta a un sinfín de distracciones que los desconectan de la cátedra, y que muchas veces son medios de comunicación que, paradójicamente, incomunican. Así, el acceso continuo, automático y casi inconsciente a las redes sociales, plataformas de videos, sitios web, etcétera, constituye, posiblemente, el mayor escollo para el éxito de cualquier sesión universitaria en la actualidad.

 

Desde luego, el nivel de la enseñanza universitaria también ha bajado por el descuido institucional en la selección del profesorado, la mala criba de los aspirantes y la reducida formación familiar de las virtudes preuniversitarias, entre muchos fenómenos, pero considero que eso es algo que debería discutirse por separado.

 

Hablando sobre eso último que mencionó, ¿ahora se busca más la especialidad en un área concreta que la apertura a la sabiduría y a la cultura de manera integral?

 

Definitivamente. Se olvida que la Universidad debe pasar por las personas, no las personas por la Universidad, como desde hace mucho lo han afirmado Alejandro Llano y otros grandes universitarios. Solamente aquellos por los que pase la Universidad serán universitarios de tiempo completo, y los que solamente pasen por ella quizá lleguen a ser magníficos profesionistas en sus respectivas labores técnicas, pero difícilmente serán verdaderos universitarios y sus vidas estarán incompletas, a pesar del gran “éxito” laboral que puedan lograr.

 

Es insoslayable que en la Universidad deben aprenderse habilidades específicas para practicar una profesión o arte liberal. La opción de aprender a hacer, solamente desde la práctica y no desde la teoría, es un fenómeno que ha sido identificado por muchas instituciones educativas cuyo producto de mercado es eso, enseñar a hacer –en pocos meses o años–, y no a ser, con paciencia y detenimiento.

 

Las Universidades cuya promoción descansa en las abundantes salidas laborales que prometen para sus estudiantes se vuelven reduccionistas, pues tal vez cumplan una muy pequeña y no tan importante tarea de preparar a los estudiantes para cubrir vacantes de empleo. La Universidad tiene que empujar hacia el crecimiento personal, es decir, debe mostrar cómo gozar de la cultura y a ser mejor para el prójimo –antes que para uno mismo–. También debe enseñar a vivir virtuosamente y formar en el orden, la sobriedad, el valor de la amistad, la discreción, el amor a la familia, el cuidado en los detalles, la distinción en el estilo –la clase–, el buen comportamiento cívico y muchos, muchos etcéteras. La Universidad siembra la sabiduría porque en ella como en ningún otro lugar se aprende a pensar, a buscar la verdad y el sentido de la vida, a encontrar la felicidad por el triunfo de la justicia, y a no regocijarse en la injusticia, la traición, el egoísmo o en lo grotesco.

 

La Universidad, reitero, no puede ser un centro de capacitación técnica profesional, sino que debe ser Universidad, en toda la extensión de la palabra. En ese sentido, debe formar a sus estudiantes a resistirse, desde el pensamiento crítico, a los embates del relativismo y a los dictados de muchas posiciones mayoritarias actuales de la vida pública, a pesar de los costos que deban pagarse, como la censura, la persecución e, incluso, la tensión que la defensa de la verdad pueda provocar en las relaciones sociales más cercanas –con la familia, los amigos y la pareja–.

 

Aquí falta decir que una Universidad a la que le basta que sus estudiantes cumplan el mínimo de asistencias y saquen buenas notas, que acrediten los exámenes memorizando diapositivas – sin leer doctrina, documentos o libros especializados–, o que no se asegure de que sus estudiantes una vez graduados buscarán y defenderán la verdad, habrá fracasado en todas sus misiones, particularmente en las más importantes –enseñar a ser y a pensar–, y se habrá convertido en una universidad solamente de nombre.

 

¿Por qué ha bajado tanto el nivel de la ortografía?

 

Hay muchas razones. La principal es que la lectura, particularmente la de contenidos de buena calidad, se ha desincentivado. Eso ha provocado, a su vez, un acortamiento drástico del léxico y el desconocimiento del uso culto de la lengua española, oral o escrita, tanto en el plano privado como en el público. El hábito de la lectura también ha decaído por falta de insistencia familiar y escolar, por la propia desmotivación de los padres y maestros. Además, la lectura ha encontrado una sobreoferta de sucedáneos: innumerables programas y series de televisión, disponibles a toda hora por streaming, así como el apego –si no adicción– a las redes sociales y a los videojuegos. Con todo ello, se ha hecho “difícil” que la gente lea y, como consecuencia, tenga una buena ortografía.

 

¿Considera que los avances en la inteligencia artificial van a cambiar los paradigmas de la enseñanza?

 

Me parece que eso ya ha sucedido o, más bien, está sucediendo. Por eso, las preguntas que debemos hacernos son hasta dónde permitiremos que esos avances lleguen, y para qué y cómo se usarán en la Universidad.

 

Respecto de la inteligencia artificial es importante reconocer que, por sí misma, no se le puede imputar bondad o maldad, sino que su uso es el que se debe calificar, modular y regular con principios claros para delimitar su uso legítimo. Al respecto, la Universidad deberá insistir en que esta herramienta no es realmente una forma de inteligencia y que el ser humano no puede ser sustituido indiscriminadamente por máquinas, y, como aparece prescrito en Antiqua et Nova, publicada apenas en enero de este año, deberá enseñar el uso ético de esta clase de sistema computarizado.

 

Por cierto, existe la pregunta sobre si los profesores universitarios seremos reemplazados. Tengo la certeza de que ello no sucederá, pero nuestras funciones definitivamente cambiarán y tendrán que reenfocarse. Estoy seguro de que ejerceremos una labor de más acompañamiento y orientación didáctica, lo que resaltará la figura del profesor como guía, formador y ejemplo, más que de recitador de contenidos. Y eso lo digo porque las máquinas de inteligencia artificial seguramente transformarán la investigación universitaria, pero no tanto la enseñanza. Indefectiblemente habrá cambios en la forma de evaluar y la asignación “tradicional” de trabajos y tareas deberá replantearse, en parte por el potencial riesgo de que los alumnos acudan a la inteligencia artificial para hacerlos, y también porque el futuro –y el presente– demandan emplear esa herramienta no como un accesorio, sino partir de ella como objeto de estudio y recurso docente cotidiano.

 

¿Cuáles son los problemas de la Universidad?

 

Son múltiples, y cada institución específica tiene los suyos. Algunos se sufren solamente por las públicas o por las privadas, y otros por ambas. Varios de ellos ya se pueden barruntar de lo conversado anteriormente, así que voy con otros en particular.

 

Uno de los problemas de las universidades públicas, pero también del Estado y la sociedad en su conjunto, es considerar que la educación universitaria es, por sí misma, un derecho que indefectiblemente corresponde a todo mundo, por lo que cualquiera que quiera podrá tener acceso a dichos estudios. Al respecto, es necesario cuestionar si, realmente, eso puede ser así, ¿qué acaso el goce de ese “derecho” no tendría que sujetarse a la posesión de ciertos talentos y conocimientos?

 

Por otro lado, un defecto que frecuentemente se le acusa a la Universidad privada es que, de la mano de la pretendida alta calidad que ofrece, mercantiliza la educación. Por ello, es indispensable que quienes gobiernen esa clase de instituciones posean una ética intachable y vigilen que los fines de sus universidades se mantengan rectos, sin que devengan en la perversión de la misión universitaria. Un problema aparejado es la manipulación del nombre universidad, que ha provocado la proliferación de centros educativos que son simples negocios, pues tienen poco o nada de universidades, porque exigen poco académicamente, carecen de buenos profesores, o descuidan la formación moral de sus alumnos.

 

Un problema común a los dos tipos de universidades es la masificación. La necesidad que tienen el Estado y las instituciones privadas de atender matrículas cada vez mayores –en cada caso, por intereses y finalidades distintos–, conducen en muchas ocasiones a que los estudiantes pasen por la Universidad, tristemente, siendo números de un registro. No se puede pretender que todo mundo sea universitario, pues solamente quienes verdaderamente tengan los talentos y la vocación deberían aspirar a formarse en una Universidad, pública o privada. Suprimir los requisitos mínimos para el ingreso, en cualquiera de esos tipos de institución, pervierte los fines y la naturaleza de la Universidad, mientras que la aplicación de excepciones para el ingreso de personas específicas resulta contraria a la ética e, incluso, quizá ilegal.

 

Otro problema es que la universidad centre su existencia en el desarrollo de investigación científica, ¿qué no es más importante el enriquecimiento del estudiante en su encuentro personal con el profesor? Se ha dicho mucho que la Universidad debe ser generadora de conocimiento, sin embargo, esa misión solamente puede ser un agregado de la función principal, que es formar personas. Asumir a la Universidad como desarrolladora de conocimiento es parcial, pues realmente debe dirigirse a formar comunidades de estudiantes y profesores, que en su amistad y encuentro con el otro crezcan simultáneamente. La Universidad puede existir sin investigación permanente, pero no sin docencia y formación en virtudes.

 

La generación casi frenética de “productos de investigación”, a destajo –para el regocijo personal del investigador, para ganar visibilidad propia o institucional, o bien, para ponerlo al servicio empresarial– es una meta impuesta por la idea moderna de Universidad, que no puede ser una prioridad. Se trata incluso de una deformación que, ante la ausencia de un buen cuerpo de docentes –virtuosos, rectos, sabios y diestros en la didáctica–, termina sirviendo poco a los estudiantes, por más que, supuestamente, genere conocimiento para la sociedad. Aquí cabe decir que una institución que ocupa más a sus profesores en la investigación o en labores de gestión administrativa, que en la enseñanza de sus alumnos, invariablemente desconecta a las partes esenciales de la relación universitaria.

 

Y, entonces, ¿hacia dónde va la Universidad?

 

Me parece que el panorama es, en palabras simples, sumamente prometedor y de esperanza, pero al mismo tiempo se vislumbra retador. En lo personal, me emociona imaginar cómo será la Universidad en unos diez años, aproximadamente, pues creo que si se conserva su esencia seguirá dando respuestas a los problemas sociales, orientando hacia el bien común y hacia la justicia. Además, como lo dije antes, el avance en la tecnología llevará a enfatizar el verdadero papel de los profesores universitarios: ser guías en la formación de las personas, no reproductores automáticos, ni intérpretes de textos de doctrina especializada, ¡esa clase de profesores se necesitarán más que nunca!

 

Por otra parte, pienso que el futuro llevará a revalorizar el trabajo y la misión de la Universidad. Ciertamente, la tecnología servirá como potenciadora y complemento de la docencia, pero al mismo tiempo se evidenciará que hay ámbitos de la educación universitaria donde los algoritmos matemáticos y las respuestas de las máquinas de inteligencia no pueden llegar. Eso resaltará el papel de los profesores universitarios, que, a fuerza de estudio, experiencia docente y práctica profesional, serán siempre los mejores para enseñar a sus estudiantes a elegir lo bueno, lo verdadero y lo bello, separándolo de aquello que no lo es.

 

La enseñanza universitaria en el futuro confirmará que contar con la vocación del profesor es imprescindible, como facilitador de lecciones teóricas y prácticas, como formador y ejemplo de virtudes, pero, sobre todo, como partícipe de una relación única, propia de la verdadera Universidad: la sincera, desinteresada y firme amistad que se debe suscitar entre los buenos profesores y sus alumnos.-

Javier Navascués/Infocatólica

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