La herida que no cicatriza
Las democracias de las cinco naciones bolivarianas nunca consiguieron una estabilidad verdadera y real

A doña Ximena Ospina
La ininterrumpida cadena de heridas en Colombia sumó un nuevo eslabón: el magnicidio del senador Miguel Uribe Turbay. De la navidad negra de Pasto, pasando por el martirio del Abel en Berruecos, hasta el Bogotazo por el asesinato de Gaitán, medio siglo de guerra, entre guerrilla y paramilitarismo, y el azote inmisericorde del narcotráfico cuyo mayor exponente en la hermana nación fue Pablo Escobar y que los arrastró a una intensificación del conflicto, cobrándose la vida entre otros de Luis Carlos Galán, Rodrigo Lara Bonilla, Guillermo Cano y de Diana Turbay Quintero, madre del senador Uribe Turbay.
Aunque Bolívar en la debacle de su grandioso proyecto de 1830 afirmase que era la Independencia el único bien que habíamos conseguido “a costa de los demás”, el devenir histórico de las naciones liberadas por su Ejército no ha conseguido nunca la paz. En ningún sentido, ni en Venezuela ni en Colombia. Y las democracias de las cinco naciones bolivarianas nunca consiguieron una estabilidad verdadera y real. Las patotas de demagogos y de facinerosos nos hicieron muy áspero el camino, bien sea por el azote de la guerra entre liberales y conservadores en Colombia, bien sea por los patoteros del siglo XIX en Venezuela, o las dictaduras. Salvo los tan mentados 40 años de la democracia civil venezolana, que fueron claves y decisivos para aportar medianamente un poco de estabilidad a la región, es poco lo que podemos exhibir en lo que se refiere a la construcción del futuro. No hemos tenido tregua.
Y si tregua hubo alguna vez, se extinguió por completo hace veinticinco años con la llegada de Hugo Chávez al poder con la cual Fidel Castro consumaba la apropiación de la “joya de la corona” y daba inicio al proyecto expansionista que derivó en la mayor catástrofe política y humanitaria de nuestros países. Tenemos un cuarto de siglo desandando las viejas y peligrosas trochas por las que ha deambulado la historia común, dejando sembrado en ese paso violencia y tierra arrasada. Podrán ser realidades diferentes, pero los actores son los mismos por cuanto son hijos de un proyecto común de destrucción.
Huelga decirlo, pero tanta saña, tanta impunidad, tanta complicidad (quizá lo peor de todo) es realmente inmerecido. Los responsables, con nombre y apellido, envalentonados en decadentes estructuras están campantes, beligerantes provocando dolor y destrucción, aunque si bien es cierto, algunos luchando para tratar de ser ya sobrevivientes en un camino que, por inercia histórica o por acción decidida de otras fuerzas, no tiene salida.
Por convicción estoy persuadido que este cuarto de siglo de terror habrá de acabar y la justicia, fundada en la memoria, como proclamaba Camus, se realizará. Aunque el estado de indefensión al que nos redujeron como pueblos víctimas nos otorgue el desaliento necesario para pensar que no tenemos salida, y que puede más el dolor, la miseria y la muerte que se nos causa.
La insania no puede prevalecer y no prevalecerá. Habremos de retomar tarde o temprano un cauce que nos permita reconstruirnos desde el dolor que se ha sembrado con toda la saña que se es posible tener, insisto.
Colombia tiene el deber de defenderse con todas las reservas que, en lo político, lo legal y lo moral les queda. Están deambulando la delgada frontera entre el error y el horror, una muestra de ello es la ejecución política concertada desde la Casa de Nariño que tratan de hacerle al presidente Álvaro Uribe. El próximo año se tendrá que poner fin al ionesco proyecto Petro y dejar de creer que Venezuela no es editable en ningún otro lado. Y es que aquellos países que aún tienen cómo deben atajar sin vacilación y de inmediato la pesadilla a la que nos estamos enfrentando, sólo así van a cerrar estas heridas que no cicatrizan. –