¿Egoísmo globalizado?

Rafael María de Balbín:
Los nexos que unen a las personas y a las colectividades se fundamentan en la solidaria comprensión y aprecio entre unos y otros. No basta el incremento de las comunicaciones y de los transportes. Una suma de muchos individualismos no produce la unión de la humanidad sino la Torre de Babel.
El amor de benevolencia o amistad sólo las personas son capaces de ejercitarlo. Ya que no es un simple sentimiento, estado de ánimo o influjo pasajero de las circunstancias. Supone esfuerzo inteligente y decisiones libres. No nos viene dado de antemano. La tendencia a la felicidad es natural y necesaria en todos los hombres: pero de por sí no supone una elección consciente y libre del verdadero bien, y del bien para las otras personas. Para querer verdaderamente a los demás necesito conocerlos, valorarlos en cuanto personas. Escribe Carlos Cardona: “Ese conocimiento espiritual (inmaterial) es lo que posibilita una volición libre, querer el bien porque es bueno, y no primordialmente porque me conviene, sino porque es bueno para el otro. Y como resultado, cuando quiero bien, cuando amo, es cuando me hago bueno a mí mismo, porque es bueno el que quiere el bien: el que desea, procura y hace –en cuanto puede- el bien a los demás. Si se lo hace sólo a sí mismo, sería –si acaso- solamente listo. Como es malo el que desea, procura y –en cuanto puede- hace el mal a los demás; porque si se lo hace sólo a sí mismo, sería fundamentalmente tonto”.
La verdadera amistad –el amor de benevolencia- es noble y generosa. Tal como advertía S. Kierkegaard, la felicidad tiene unas puertas que sólo se abren hacia fuera, y así quien intenta abrirlas hacia dentro (egoísmo) sólo consigue cerrarlas más. Cuando se busca irracionalmente, de modo pasional o caprichoso, la felicidad, ésta cada vez se va alejando más. Como hace más agudo su insomnio el que se angustia porque no consigue dormir.
Demasiado a menudo se nos enseña que lo importante es triunfar en la vida, ir cada uno a lo suyo. Sin embargo, el que vive encastillado en sus necesidades (verdaderas o presuntas) y no es capaz de darse generosamente a los demás vive todavía en un infantilismo tardío: no ha llegado a una razonable madurez. La libertad de espíritu lleva al amor electivo, voluntario, benevolente. En esta línea se inscribe el primer precepto de toda la ley ética natural: amar a Dios con plenitud efectiva y afectiva, y al prójimo como a uno mismo.
El amor de amistad o benevolencia es el único digno de la persona humana, y el que corresponde a una auténtica cultura de la vida: el aprecio hacia las otras personas comienza por querer que existan. Si no, toda filantropía es un mero juego de palabras, una gran mentira. Si en nombre de una pretendida calidad de vida, alguno defendiera la contracepción, el aborto o la eutanasia, habría que decirle: No me defienda, compadre, que yo me defiendo solo.
La persona que se encierra en sí misma, en el círculo estrecho de sus intereses, experimenta anquilosamiento espiritual, vacío, carencia de sentido, encadenamiento, tristeza y soledad. En cambio la benevolencia construye la auténtica realización de la persona y de las relaciones interpersonales hasta un nivel de máxima globalidad. Los nexos que unen a las personas y a las colectividades se fundamentan en la solidaria comprensión y aprecio entre unos y otros. No basta el incremento de las comunicaciones y de los transportes. Una suma de muchos individualismos no produce la unión de la humanidad sino la Torre de Babel.
Todos los hombres desean ser felices, tener una vida lograda, y quieren, en última instancia, por el amor de un bien supremo en el cual cifran –verdadera o engañosamente- su felicidad. Al buscar el bien, lo hacen en pos del bien que es conveniente para la naturaleza humana. El multiculturalismo, más patente en nuestros días por las tendencias globalizadoras de la economía, la información y las comunicaciones, no es razón para un relativismo escéptico con respecto al bien. Precisamente la diversidad de costumbres y culturas apremia a precisar un criterio moral acerca del bien y del mal que corresponden a la común naturaleza humana. Tal como ha afirmado R. Spaemann: “Aquél de nosotros que estima que la tortura no debiera existir no expresa con esa actitud únicamente que él no estaría dispuesto por su parte a torturar, o que la tortura representa un cuerpo extraño en nuestra civilización, sino que además quiere criticar cualquier civilización en la que la tortura no sea un cuerpo extraño”.
El conocimiento racional de la naturaleza humana permite detectar una escala normativa de bienes, que llamamos ley moral natural. Sus preceptos están al servicio de la excelencia humana, no son un freno o una cortapisa. La felicidad del ser racional sólo se realiza cuando ama lo que es verdaderamente amable: la conciencia moral detecta y aplica a la acción el orden de los bienes amables. Sólo la universalidad del bien que corresponde a la naturaleza –común a todos los hombres junto con sus múltiples peculiaridades- permitirá obrar el bien en un mundo globalizado.-