La violencia política como resultado del miedo
"Nuestra misión es custodiar espacios de formación donde el miedo sea reemplazado por confianza"

«No hablamos de un miedo superficial, sino de un temor profundo que se instala en las conciencias y en las instituciones. Es el miedo a la diferencia, el miedo a que el otro piense distinto, el miedo a que la propia verdad se vea cuestionada por otras verdades»
«La violencia es el camino más fácil, pero también el más estéril. La paz exige más coraje, porque supone convivir con la pluralidad, aceptar que mi verdad no anula la del otro»
«Nuestra Academia será siempre un lugar donde la violencia política sea desenmascarada como lo que es: el fruto amargo del miedo»
En estos días la vida pública se ha visto sacudida por acontecimientos que hieren y desconciertan. La noticia de muertes violentas en escenarios políticos y universitarios ha dejado a nuestras sociedades con un sentimiento de vacío y de vulnerabilidad. Los funerales, las palabras de dolor, las reacciones cargadas de tensión nos recuerdan que la democracia no es un terreno seguro por sí mismo, sino una tarea que se construye y se cuida cada día.
Este momento tan delicado invita a una reflexión muy personal sobre la violencia política como resultado del miedo. No hablamos de un miedo superficial, sino de un temor profundo que se instala en las conciencias y en las instituciones. Es el miedo a la diferencia, el miedo a que el otro piense distinto, el miedo a que la propia verdad se vea cuestionada por otras verdades. Ese miedo transforma la pluralidad en amenaza y abre el camino de la radicalización. Lo que debería ser un debate de ideas se convierte en una confrontación cerrada. Y es que cuando se apaga la confianza en la palabra, aparece la violencia como sustituto.

La violencia política no comienza con un disparo, comienza con la deshumanización. Primero se bloquea la escucha; después se ridiculiza al adversario hasta convertirlo en caricatura; finalmente, se justifica su eliminación como si fuera necesaria para salvar a la comunidad. El miedo recorre todo este camino. No soporta la diferencia y prefiere la imposición a la convivencia. Por eso la violencia política no es señal de convicciones firmes, sino de fragilidad moral.
Hemos visto cómo en América y en otras partes del mundo este miedo se ha traducido en hechos trágicos. El asesinato de Charlie Kirk en Estados Unidos, ocurrido en pleno espacio universitario, refleja la incapacidad de aceptar que alguien piense distinto. No se trata de coincidir o discrepar con sus ideas, sino de comprender que la vida nunca puede convertirse en moneda de cambio dentro del debate público.
Otro ejemplo de esta misma radicalización se encuentra en Colombia, donde la violencia contra líderes políticos ha sido una constante. La figura de Álvaro Uribe ha estado rodeada de pasiones extremas, y su nombre se pronuncia con la misma intensidad en registros de admiración y de rechazo. Esa tensión muestra un patrón común, porque cuando el adversario deja de ser interlocutor y pasa a ser concebido como enemigo absoluto, la palabra pierde su lugar y la violencia se abre camino.
La Biblia es clara en esto. “Apártate del mal y haz el bien, busca la paz y síguela” (Salmo 34,15). El mandato no es pasivo, es una exigencia. No basta con no hacer daño, hay que trabajar activamente por la paz, perseguirla, sostenerla. Y Jesús nos recuerda en el sermón de la montaña: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5,9). La paz no es ausencia de conflicto, es la decisión de enfrentar el conflicto con palabras, con respeto y con misericordia.

La violencia es el camino más fácil, pero también el más estéril. La paz exige más coraje, porque supone convivir con la pluralidad, aceptar que mi verdad no anula la del otro, y que juntos debemos buscar un bien común más amplio que nuestras certezas personales.
Aceptar la pluralidad no significa renunciar a la verdad. Significa reconocer que la verdad se busca en común y que se robustece en el diálogo. Incluso cuando no hay acuerdo, la dignidad de la persona que piensa distinto debe ser respetada. La violencia política niega esa dignidad y por eso es siempre una derrota moral. Ninguna victoria política puede justificarse si se obtiene al precio de la vida del otro.
El papel de una Academia de Líderes es, en este contexto, esencial. Nuestra misión es custodiar espacios de formación donde el miedo sea reemplazado por confianza. No se trata solo de transmitir conocimientos técnicos, sino de enseñar a disentir sin odiar, a discutir sin destruir. Debemos formar líderes capaces de sostener sus convicciones con firmeza y a la vez con misericordia. Hombres y mujeres que sepan que el adversario no es un enemigo que eliminar, sino un compañero de camino con el que hay que dialogar aunque nunca se llegue al mismo punto.
Necesitamos foros donde la palabra recupere su poder y donde la violencia no tenga cabida. Necesitamos programas de formación en escucha activa, en retórica ética y en mediación de conflictos. Una sociedad que sabe discutir es una sociedad menos propensa a matar. No se combate la radicalización con censura, sino con más diálogo. No se combate el odio con silencio, sino con palabras que abran caminos.

La violencia política no respeta ideologías ni fronteras. Puede aparecer en cualquier partido, en cualquier país, en cualquier plaza. Todos somos responsables de no alimentarla. Cada vez que deshumanizamos al adversario, sembramos la semilla del miedo. Cada vez que negamos la posibilidad de diálogo, acercamos el terreno a la violencia. Por eso el llamado es universal: a políticos, a periodistas, a ciudadanos, a instituciones. Nadie puede sentirse ajeno.
No es bueno acostumbrarse al miedo por disentir de una u otra postura. No podemos permitir que la bala sustituya a la palabra. Nuestro compromiso es con la vida, con el diálogo y con la misericordia. Sabemos que no es fácil, que el camino es largo y que las heridas son hondas. Pero también sabemos que el miedo no tiene la última palabra. La última palabra la tiene la esperanza, la reconciliación y la paz.
Nuestra Academia será siempre un lugar donde la violencia política sea desenmascarada como lo que es: el fruto amargo del miedo. Y que cada líder que aquí se forme salga convencido de que pensar distinto nunca debe ser una condena de muerte. Que ninguna idea merece una bala como respuesta. Que la vida humana está por encima de toda diferencia política.

Confiamos en la promesa de Cristo: “La paz les dejo, mi paz les doy. No se la doy como la da el mundo” (Juan 14,27). Esa paz no es ingenua ni superficial. Es una paz que exige valentía, que se construye con paciencia, que se defiende con palabras y con gestos de misericordia. Si nos dejamos guiar por esa paz, entonces podremos vencer al mal con el bien, también en el mundo político. –
| Mario J. Paredes, presidente de la Academia Internacional de Líderes Católicos/RD