Encuentros 21
¡Cristo ha resucitado! ¡Él vive y acompaña el quehacer del hombre!
Nelson Martínez Rust:
¡Bienvenidos!
¡Cristo ha resucitado! ¡Él vive y acompaña el quehacer del hombre! ¿Quién es ese “Cristo”? ¿Quién es ese que acompaña a la humanidad? ¿Qué significado tiene escucharle y seguirle?
Existen testimonios cristianos muy antiguos que muestran no solo la profunda fe en el misterio del Resucitado sino también la vivencia que los cristianos tenían. Vivencia que, en ocasiones, los conducían hasta la entrega de la vida: la muerte. Ejemplo de ello es el caso de lo que los estudiosos entienden con el nombre de “Himnos cristológicos”. Son composiciones literarias, algunos de ellos utilizan un género poético. Encontramos “Himnos cristológicos” anteriores a los documentos neotestamentarios – Evangelios, cartas y escritos – que, posiblemente, eran recitados o cantados por los cristianos en sus celebraciones litúrgicas. Se encuentran ejemplo de ellos en los escritos paulinos (Rm 1,3-4; Flp 2,6-11; Col 1,15-20; Hb 1,3-4).
Con la finalidad de brindar una respuesta a las interrogantes anteriores, utilizaremos el himno de Filipenses 2,6-11, ya que, es hecho admitido, de que el himno es el compendio más original y antiguo de la cristología paulina. Este escrito ciertamente fue retocado por Pablo para consignarlo posteriormente en su carta a los cristianos de Filipo. En la actualidad, la liturgia nos lo ofrece a nuestra consideración en el “Domingo de Ramos” como la segunda lectura. Para facilitar su estudio, comprensión y vivencia dividiremos el himno en dos partes: la primera: los versículos 6-8 y la segunda: los versículos 9-11.
Versículos 6-8
El himno desde su mismo inicio, señala “la trascendencia de Cristo”: “El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios…”. Este versículo constituye el clímax de la primera parte del himno. En efecto, la afirmación se entiende plenamente al vincularla con la expresión del v. 8 hacia donde tiende toda esta primera parte: “…y muerte en cruz”. En ningún momento el autor quiere señalar la divinidad de Cristo, solo busca enmarcar el contenido hímnico.
En esta primera parte del himno, que se podría denominar de “anonadamiento” o “abajamiento”,
se establece una especie de arco que, partiendo de la confesión de fe “…siendo de condición divina…”, desemboca en la afirmación “…hasta la muerte y muerte en cruz…”. Este arco, así constituido, encierra los siguientes elementos de fe: a. Cristo es Dios, b. No tomó en cuenta su condición divina, c. Se despojó de su divinidad, d, Asumió una condición de “esclavo”, e. Se hizo “hombre” y f. Murió crucificado. El contraste que se establece es por demás grotesco y repugnante: ¿cómo es posible que aquel que es de “condición divina” termina de manera inesperada muriendo crucificado, soportando una muerte despreciable? La explicación más obvia a esta afirmación es la siguiente: el que poseía la condición divina – Cristo era Dios -, no quiso aferrarse avaramente a esta posición, por el contrario, se entregó libremente, a un estado de abajamiento, de auto despojo que incluía la muerte más vergonzosa que podía sufrirse. Viene a la mente la afirmación paulina: “siendo rico se hizo pobre por nosotros” (2Cor 8,9). Ahora bien, siendo este abajamiento un “aceptar” o, más exactamente, un “asumir” el querer de su Padre-Dios no significa que se elimine el primero y originario modo se ser y existir: Cristo, en su realidad humana, sigue siendo Dios. Esto significa que en Cristo persiste su ser divino y elige con su humanización, un modo de ser que oculta su verdadero ser.
El ”despojarse a sí mismo” – el “hacerse pobre” – debe ser entendido, pues, desde una perspectiva humana, no divina: Cristo quiso abajarse ante nosotros, en conformidad con la voluntad de Dios-Padre. El abajamiento – el anonadamiento – se manifiesta en el hecho de asumir la condición de “esclavo”, de hacerse “hombre”. En esta situación, la cruz, que es un signo de extrema impotencia e infamia, pone de manifiesto la absoluta renuncia de Jesús a su poder y gloria divinos y su total entrega en la obediencia a Dios-Padre. Sin embargo y de manera paradójica, la muerte en cruz se convierte en la meta de toda la vida de Cristo. En otras palabras, y asumiendo el pensamiento del evangelista San Juan: “la cruz se transforma en el trono” de la realeza de Cristo. En otras palabras: “Cristo se constituye “Rey” al dar su vida por la salvación de la humanidad”.
Versículos 9-11
Si en los versículos anteriores hemos meditado el anonadamiento de Cristo hasta su muerte en cruz, el himno nos muestra a continuación la exaltación del crucificado por parte de Dios-Padre. En efecto, una vez alcanzado el punto más bajo de este camino con la muerte en cruz, comienza su ascenso: “Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre” (v. 9). Es interesante observar que en la presentación que se hace de esta exaltación se sigue fielmente el esquema de entronización real con el cual se proclamaban y entronizaban los mandatarios en la antigüedad. Dicho esquema es el siguiente: En primer lugar, se anuncia mayestáticamente el nombre del elegido (v. 9); en el segundo lugar se realiza la postración o veneración por parte del pueblo al elegido (v. 10) y, finalmente, se lleva a cabo la aclamación festiva de parte del mismo pueblo (v. 11). Anotamos como un hecho curioso y digno de ser señalado, que el himno en esta exaltación no hace mención de la resurrección. De hecho, el contexto no lo exige, aunque lo da por descontado.
Ahora bien, esta exaltación no es, ni debe ser considerada como una reivindicación, rehabilitación o compensación por un daño recibido y producto de un arreglo previo que tiene en cuenta la existencia de un código de leyes. El himno nos habla de una elevación mucho más allá de toda medida judicial. Esta “reivindicación” divina se indica con la imposición del título “SEÑOR”. El título de “SEÑOR”, indica la meta que todo el himno se había propuesto alcanzar. Dicha meta no era otra que la de poner en claro y, al mismo tiempo, destacar el hecho de que Dios-Padre ha elegido y establecido al Crucificado en la condición de Soberano del Universo, ante el cual todas las criaturas del cielo, de la tierra y del abismo tienen que doblar la rodilla, y al que han de ensalzar “para gloria de Dios Padre” (v. 11). La aplicación de este nombre a Cristo expresa e implica el reconocimiento de la dignidad divina que estaba oculta y que ahora se manifiesta en la “gloria” de Dios-Padre. Esta “gloria” le es debida y debe reconocérsela a nivel universal en la profesión de fe y en la vida de la Iglesia. El título de “SEÑOR” o de “EL SEÑOR JESUS” se convierte en el título mayestático más usado por el apóstol Pablo.
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¿Qué significado tiene escuchar y seguir a Cristo? En primer lugar, implica el reconocimiento y la aplicación del título de “SEÑOR” a Cristo; lo que significa que aquel que se dice cristiano debe adecuar su vida a la enseñanza de Cristo. Enseñanza, que, en el caso de la Iglesia Católica, se encuentra contenida en los escritos del Nuevo Testamento, en la Tradición viva de la Iglesia y en la Enseñanza del Magisterio eclesiástico. En segundo lugar, significa asumir “LA VERDAD” del Evangelio como norma o criterio de vida. El Evangelio se convierte entonces en “vida” para el cristiano. En tercer lugar, significa ser crítico de todas y de cada una de las realidades que la sociedad le ofrece. Significa no dejarse seducir por las ideologías del momento, sean estas económicas, políticas, sociales, psicológicas o de cualquier tipo que se erijan en absoluto para y por la humanidad. En la sociedad moderna existe un incomprensible y terco deseo de negar “la Verdad de Cristo”. Se formula de nuevo la pregunta socarrona de Pilato sobre la verdad (Jn 18,38). El único absoluto es Cristo. Los adelantos científicos y humanistas deben ser analizados y utilizados como instrumentos “adjetivos” que pueden y deben ayudar al conocimiento del Evangelio y del hombre, pero nunca pueden ser usado a la manera de “sustantivo”.
El sacramento del bautismo adquiere un puesto relevante en el hecho de “ser cristiano”. En efecto, el bautismo inserta al bautizado en Cristo, en su pasión, muerte y resurrección, constituyéndolo en un “Hombre Nuevo” (Rm 6,1-7,6). Esta “novedad” consiste en el convencimiento de que el misterio de la muerte, además de ser una consecuencia del pecado, es un tránsito hacia la “vida”, implica el vivir el tiempo presente con la firme convicción de “la resurrección al final del tiempo”. En fin, el cristiano debe ser fiel a Cristo, “El Señor”, Hijo de Dios, “que, por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo…”
Valencia. Abril 17; 2022