Rafael María de Balbín:
Es buscar lo placentero a toda costa. Vieja tendencia del ser humano que se ve favorecida por una sociedad que progresa en la ciencia experimental, la tecnología y el desarrollo económico. Lo que hace unos años se llamaba la civilización del bienestar y ahora la sociedad de consumo. Y no es que el bienestar y el placer sean moralmente malos; únicamente que no constituyen valores supremos. El placer es una consecuencia de haber alcanzado un cierto bien, o el lubricante necesario para el buen funcionamiento de la maquinaria: como el placer de la comida se sigue del cumplimiento del deber de alimentarse para conservar la vida y la salud; y el hambre es un estímulo necesario para no descuidar ese deber y cumplirlo con mayor agrado. La excesiva búsqueda de lo placentero desquicia la vida moral y la búsqueda de los bienes más arduos, que suelen ser los mejores. El carácter se afloja y se encoge: “Tengamos los placeres de los conquistadores sin los sufrimientos de los soldados: sentémonos en sofás y seamos una raza endurecida”, escribió irónicamente G.K. Chesterton (El amor o la fuerza del sino, Madrid, 1994, p. 8).
Pareciera que el esforzado modo de vivir de Don Quijote, protector de los débiles y desfacedor de entuertos, va dando paso a los seguidores de Sancho Panza, amigos de lo cómodo y placentero, cobardes ante lo arduo o peligroso. La capacidad de abnegación y aun de heroísmo, latente siempre en el hombre cuando busca unos valores consistentes, se ve como achatada o nivelada por una búsqueda general de lo fácil o agradable. “Esto de comportarse como un caballero en los momentos importantes no tiene mucho sentido; un hombre se comporta como un caballero en los momentos que no son importantes. En los momentos importantes debería comportarse de una manera mucho mejor” (Idem, p. 114). En el momento en que se actúa como si lo bueno fuera lo que a mí me gusta y lo malo lo que a mí me desagrada, la conducta humana se ha vuelto egoísta y mezquina: hedonista.
Ello desemboca en una depravación del amor humano y la conducta sexual. La otra persona pasa a ser un mero instrumento de placer, al servicio del propio egoísmo. Desaparece la noble capacidad de amar a aquella persona por sí misma, en cuanto tal persona, más allá de la utilidad o del placer que pueda reportarnos. El sexo se convierte en un producto más en la gran feria del consumo. Deja de tener la prestancia de una donación gratuita a la persona amada, compromiso estable y fiel en el matrimonio, al servicio del plan divino en favor de la vida: la familia y los hijos. Ya en 1926, con intuición profética, escribió Chesterton: “La próxima gran herejía va a ser sencillamente un ataque a la moralidad, y en particular a la moralidad sexual. Y no viene de algunos socialistas sobrevivientes de la sociedad Fabiana, sino de la exultante energía vital de los ricos resueltos a divertirse por fin, sin Papismo ni Puritanismo ni Socialismo que los contengan (…). La locura de mañana no está en Moscú sino mucho más en Manhattan” (Idem, p. 252).-