Amor de benevolencia
Rafael María de Balbín:
“Dirigirse a lo que es conveniente para el otro, es decir, lo que satisface su propia trascendencia volitiva, es lo que llamamos benevolencia. También lo podemos llamar amor. A causa de la ambigüedad del concepto de amor, la filosofía de la Edad Media —y la de Leibniz que la sigue— distingue entre el amor concupiscentiae y el amor benevolentiae, entre deseo y benevolencia. La distinción no coincide con la que se da entre amor a sí mismo y amor al prójimo. El amor al otro puede ser amor concupiscentiae: basta con que lo quiera como parte de mi mundo, como causa del placer que su compañía me produce o por cualquier otra ventaja, como dice Aristóteles. De ese modo sólo es amado en la medida en que cumple la función que se le atribuye. De no hacerlo así, se le abandona” (R.SPAEMANN, Felicidad y benevolencia. Madrid, 1991, pp. 153-153).
La benevolencia hacia los demás es la disposición personal hacia la realidad personal del otro. Es lo que ha sido llamado amistad, que es querer a la otra persona por sí misma, no por tener alguna cualidad que la haga útil o agradable para mí. “Según Aristóteles, el referido amor amicitiae sólo es posible como benevolencia recíproca entre hombres cuyas voluntades se asimilan espiritualmente la una a la otra, puesto que se han elevado por encima del mero instinto y han acogido en sus voluntades el bien como lo general. Mientras dos personas se empeñen en querer el mismo objeto, sus voluntades permanecerán antagónicas. Mas cuando ambas estén dispuestas a que la decisión se adopte de acuerdo con un punto de vista imparcial, es decir, cuando ambas amen la justicia, las dos querrán algo común y podrán ser amigas” (Idem, p. 154) .
El amor de benevolencia es un amor excelente. Sólo la persona es capaz de ejercitarlo. Y supone esfuerzo inteligente y decisiones libres. No nos viene dado de antemano. “La tendencia a la felicidad es natural y necesaria: ‘nadie puede querer no ser feliz’, afirma Tomás de Aquino. Pero eso no es aún el amor electivo del bien en sí y del bien para el otro, que es la posibilidad esencial de la criatura inteligente y libre. Este amor de benevolencia requiere, en efecto, un conocimiento intelectual: conocimiento inmaterial del otro en -que es lo que me permite quererlo en cuanto otro-, conocimiento objetivo y no mera afección de mi conocer. Ese conocimiento espiritual (inmaterial) es lo que posibilita una volición libre, querer el bien porque es bueno, y no primordialmente porque me conviene, sino porque es bueno para el otro. Y como resultado, cuando quiero bien, cuando amo, es cuando me hago bueno a mí mismo, porque es bueno el que quiere el bien: el que desea, procura y hace —en cuanto puede— el bien a las demás. Si se lo hace sólo a sí mismo, sería -si acaso- solamente listo. Como es malo el que desea, procura y -en cuanto puede- hace el mal a las demás; porque si se lo hace sólo a sí mismo, sería fundamentalmente tonto” (C. CARDONA. Ética del quehacer educativo. Madrid, 1990, pp. 95-96).
La verdadera amistad -el amor de benevolencia- es noble y generosa: “la felicidad —como advertía Kierkegaard— tiene tales puertas que se abren sólo hacia fuera; de modo que quien intenta abrirlas hacia dentro, sólo consigue cerrarlas herméticamente (…). La búsqueda intencional de la felicidad sólo consigue perderla, alejarla; como refuerza su insomnio el que quiere a toda costa dormir (..); esa advertencia está ya en el Evangelio. Recordemos, por ejemplo, aquella exhortación de Jesucristo: ‘El que quiera ser mi discípulo que se niegue a sí mismo’; y su dramática advertencia: ‘El que quiera ganar su vida, la perderá; y el que la pierda, por amor mío, la ganará” (Idem, p. 67).
Demasiado a menudo se nos enseña que lo importante es triunfar en la vida, ir cada uno a lo suyo. Una importante tarea es mostrar la relevancia moral de la benevolencia. “Educar, formar hombres íntegros, buenas personas (…), es esto: enseñar y ayudar al niño y al adolescente a que se olviden de sí mismos y de sus apetencias, para darse generosamente a los demás. Ayudarles a salir del estadio animal de las necesidades (reales o artificiales) para entrar en el estadio espiritual de la libertad, del amor electivo, respondiendo así al precepto primordial de toda ley ética natural: amar a Dios con todo el corazón y sobre todo, y al prójimo como a uno mismo” (Idem, p.98).
El amor de benevolencia es el único digno de la persona humana, y el que corresponde a una auténtica cultura de la vida: “lo más suyo, lo más debido a toda persona por el solo hecho de serlo -y en función de lo cual se le debe y se le puede dar todo lo demás-, es el amor de benevolencia, empezando por querer que exista (y aquí cabría hacer referencia a la contracepción, al aborto, a la eutanasia, etc.), en lugar de pretender que el otro sea un bien para mí” (Idem, p. 99) .
Este amor es la única manera en que la persona puede verdaderamente realizarse. “Si quiero bien, si quiero el bien para el otro -para cada uno de todos-, uso rectamente de la libertad que Dios me ha dado. Si quiero mal, no la uso, y me repliego sobre el amor necesario que me tengo a mí mismo (es el egoísmo racional de la postmodernidad), me reduzco a cosa, pierdo mi dignidad personal. El amor benevolente es la vida misma del alma, la vida del espíritu. La pérdida de ese amor es la muerte, es lo que el Apocalipsis llama la muerte segunda, cuando se hace definitiva. Ese estado de muerte espiritual se experimenta psíquicamente como vacío e inanidad, impotencia, carencia de sentido, aherrojamiento y desolación: la soledad inmensa de un yo insustancial, errabundo, relativo sin punto de referencia, como reduplicación disolutoria de la relatividad. Es aquél mi vida no tiene sentido del suicida potencial” (Idem, n. 100).
Y así la benevolencia edifica la bondad de la persona y de las relaciones interpersonales, hasta un nivel de máxima globalidad. “Solo el amor de benevolencia cualifica radical y éticamente al hombre como bueno. Y es ese amor el que lo personaliza, el que hace de él realmente una persona, una buena persona. En tanto que su privación, la reduplicación del amor propio, la elección del amor de sí incondicionado, lo cosifica al ensimismarlo (sería el pour-soi sartriano). Y es también aquel amor de libertad el que personaliza al otro ante uno mismo; o lo cosifica intencionalmente, hace del otro una cosa -un simple objeto de placer o de utilidad- en cuanto está de mi parte” (Idem).-