SIC, Venezuela y su democracia
¿Es posible trascender en medio de las convulsiones sociopolíticas de una sociedad democrática naciente? Una mirada al contexto histórico donde se ha forjado una institución consolidada hoy como el medio más antiguo del país, cuya línea editorial permanece vigente, es lo que sigue
Guillermo Tell Aveledo – Revista SIC:
Era imposible prever, cuando la revista SIC apareció en el horizonte de prensa venezolano, que esta se convertiría en el medio de comentario social, político y económico más longevo del país. Apareció en un momento de transición, en medio de una tímida apertura política que terminaría siendo trascendente.
El relativo clima de libertades que se disfrutaba bajo el régimen de Eleazar López Contreras suscitó la aparición de revistas, periódicos, y otros medios de masas, en medio del torbellino ideológico de ese tiempo. Proyectos de país que se contrastaban, opuestos en la polarización casi osificada entre «derechas» e «izquierdas». Las unas, y desde el orden, eran señaladas positivamente como «fuerzas vivas», continuadoras de la obra de rehabilitación nacional iniciada durante el gomecismo; negativamente, como elementos reaccionarios ante los cambios de la hora. Las otras, variables exponentes de la inclinación revolucionaria, celebradas como vanguardia de una nueva época, o acusadas de imponer una idea extranjerizante, radical y marxista.
SIC ofrecía en su primer número una alternativa y una advertencia: era un medio de derecha, sí, en defensa del catolicismo y la libertad religiosa, ante las amenazas del materialismo socialista, pero esta crítica tenía un límite, y la derecha tradicional, oligárquica, no podía ser indiferente ante la cuestión social que, al amparo de la estabilidad dictatorial y la emergente prosperidad petrolera, mostraba evidencias de una Venezuela atrasada que no alcanzaba su potencial. Un país paupérrimo fuera de algunos enclaves extranjeros y pocos centros urbanos modernos, con una sociedad que en su mayoría era analfabeta, palúdica y raquítica, cuya desatención podía terminar en una dictadura colectivista, y hacer de “Venezuela una colonia de Moscú” 1.
Este aporte cristiano será significativo: de los círculos de discusión de la Doctrina Social de la Iglesia, y los debates entre estudiantes religiosos y seculares de colegios católicos y el propio Seminario Interdiocesano de Caracas que acogía la publicación, se expresaba con vigor una crítica que trataba de ir más allá de ambos materialismos. Es el tiempo de la Unión Nacional Estudiantil (UNE), germen de lo que será el partido socialcristiano Copei, y junto con los fundadores religiosos de la revista como Manuel Aguirre Elorriaga, redactarían notas de comentario sociopolítico algunos jóvenes uneístas, como Rafael Caldera y Pedro Lara Peña. Era una voz exótica en nuestro horizonte ideológico: debía irse muy atrás para ver, en Acosta o Toro, a figuras cristianas demandando probidad pública y justicia social. Del debate de los liberalismos igualitarios y conservadores pasamos sin solución de continuidad al positivismo dominante en las clases pudientes, frente al emergente socialismo marxista en sus diversas facetas. En este primer tiempo, el aporte político hacía énfasis en los límites de la democracia formal como crítica de los peligros comunistas y de las carencias del Estado liberal, asomando la opción corporativa y antiparlamentaria que hoy es problemática.
La verdad es que, del debate de estas tres corrientes, decantaríamos eventualmente en el proyecto modernizador que encarnó la democracia representativa, en la larga y convulsa etapa que coincide con las primeras décadas de la revista. De la “democracia socarrona” pasamos al trienio revolucionario de Acción Democrática (AD) –calificado en estas páginas como la “noche blanca”– a la opacidad del régimen militar. Con el segundo debut de la democracia, la crítica socialcristiana se hace parte del sistema, en la conciliación de clases de Puntofijo y el sistema de consultas corporativo consagrado en la Constitución de 1961. A los pocos años, la Doctrina Social de la Iglesia habría abandonado su indiferencia hacia la democracia representativa liberal, condenando dictaduras de todo signo ideológico, como habían planteado ya sus colaboradores laicos. Pero incluso esto era ya insuficiente: la crítica social era consistente incluso con las mejoras en calidad de vida generadas por el régimen de partidos. Cuando la academia y el derecho planteaban que el sistema era estable, SIC anunciaba nubarrones en el horizonte: frente a la conseja de que en “Venezuela no pasa nada”, el problema social estaba aún sin resolver: “Las formas existentes de organización humana […] no están respondiendo las expectativas del hombre actual por lo tanto se imponen la necesidad de transformarlas en otras que respondan mejor” 2.
La insatisfacción con la democracia que aparece en la década de los sesenta, y la decepción de los entonces jóvenes religiosos, que partían de las versiones ortodoxas o radicales de la Doctrina Social –ya en los exhortos de la Conferencia de Puebla, ya desde la teología de la liberación– era correlativa a la profundización de la acción pastoral y comunitaria en las poblaciones marginadas del proyecto de modernización venezolana. Superada la amenaza directa del poder revolucionario que representó la lucha armada, para SIC, así como para la Iglesia en general, era evidente que el país contaba con recursos que podían satisfacer las anheladas demandas sociales. La bonanza económica de la Venezuela saudita en su auge y crisis, con su estructura económica de desarrollo incompleto y sus consabidos incentivos a la corrupción entre unos pocos “… que disfrutan precisamente las actuales distorsiones” 3, era objeto particular de la crítica en estas páginas, como advertencias al sistema.
Voces como la de Ugalde, Sosa, Virtuoso, Trigo, tronaron desde estas páginas entre los setenta y el comienzo del siglo XXI. No sería posible hacer una historia de estas décadas cruciales sin pasar por los análisis estructurales y de coyuntura que en SIC y en los Cuadernos de Formación Sociopolítica se hacían desde el Centro Gumilla. Desde aquí se presentaban elementos de un proyecto modernizador que debía profundizar las banderas y las promesas revolucionarias de la democracia preterida: participación popular y comunitaria, redistribución económica y social, con políticas públicas expansivas e inclusivas, así como un espacio público liberado de presiones pecuniarias, apuntalado materialmente por un esquema desarrollista de orientación interventora y crítico del mercado. No es exagerado afirmar que la revista se ubicó, desde una perspectiva siempre cristiana, en el flanco izquierdo de la crítica al sistema y a las carencias de los partidos. ¿Se trataba de críticas infundadas? No, en tanto que los avances sociales e institucionales se vieron mellados con la crisis sistémica de los ochenta y noventa, acabando así con la confianza que las mayorías habían depositado en sus líderes. No fuimos un “satélite de Moscú”, pero llegamos a serlo de La Habana.
Sin embargo, puede quedar como un ejercicio de autocrítica que esta propuesta alternativa tenía un punto ciego: las libertades formales, aún del modo parcial o embrionario que se disfrutaron en el país, no eran un obstáculo sino un fundamento para su profundización. Acaso no apreciamos todos suficientemente el valor de la democracia representativa tanto como posibilidad, así como con los avances que efectivamente alcanzó.
Entretanto, la posición frente a la revolución bolivariana ha sido consistentemente la de una expectativa distante, por la posibilidad de profundización democrática que el chavismo pretendió reclamar para sí en su origen, acompañada de una crítica tenaz ante los elementos autoritarios, polarizantes e ineficientes del régimen imperante. La autoridad moral de su voz, en la etapa dirigida por Mercedes Pulido, Jesús María Aguirre, Arturo Peraza, Francisco José Virtuoso, Wilfredo González y Alfredo Infante, descansó en su contacto profundo con la voz comunitaria, y con la continuidad de aquellos reclamos expresados históricamente. También ha apuntado hacia las diversas manifestaciones de la oposición, no siempre democrática, con advertencias frente a los intentos de una restauración insensible del pasado sistema, sin el examen concienzudo de las limitaciones que fueron exacerbadas bajo el proyecto revolucionario que pretendió acabar con ellas: control de la élite política sobre las instituciones y los medios de comunicación, prácticas autoritarias desde el Estado, despilfarro de la bonanza petrolera y desigualdad social.
Esto puede hacer que se sienta a SIC como un referente inocente, naif, de una Venezuela imposible. Una voz que clama por un cambio revolucionario ante una realidad refractaria, y que en el peor de los casos debía promover una política posibilista, que se aviniera a los nuevos tiempos. Esto sería repulsivo, y contrario a lo que se constata en los hechos: el país de 2022 tiene elementos grotescamente evocativos de la Venezuela de 1938. Graves desigualdades de riqueza e ingreso de carácter estructural –con una economía que se alterna entre enclaves de consumo suntuario y espacios miserables– sostenidas por una élite patrimonialista. Quedan hasta allí las diferencias, teniendo como agravante la indiferencia de un Estado ineficaz y reducido a su mínima expresión, así como la creciente desafección ciudadana a la política en cualquiera de sus expresiones.
Ante la pax bodegónica es imposible callar. Como nunca, la realidad se aleja de las ilusiones de la población, y es alarmante que la entrega a la ilusión de una eventual prosperidad privada abata el espíritu público. La estabilidad negativa del sistema insiste en promover la idea de que aquí “no pasa nada”, que “Venezuela se arregló”, hasta que la propaganda sea tenida por cierta incluso por quienes adversan al poder. El elemento trascendente del comentario social de SIC, que ha guiado a sus distintas generaciones, se fundamenta en la convicción de la dignidad humana en torno a una concepción colectiva del bien común. Desde esta convicción tenemos la oportunidad de colaborar con un discurso emergente. Estos dos últimos años, bajo la dirección de Juan Salvador Pérez, se han abordado sin estridencia ni lugares comunes los problemas de la desigualdad y la pobreza, la violencia estatal y paraestatal, las responsabilidades del liderazgo político y social, el debilitamiento de nuestros lazos comunitarios, la depredación física del territorio, la emigración masiva y nuestra relación con la diáspora, la crisis del trabajo en el momento global actual, así como las víctimas usuales de este estado de cosas: los adultos mayores que no pueden disfrutar el fruto de décadas de trabajo, y los jóvenes que no abrigan expectativas positivas hacia su porvenir.
Sin embargo, no solo contamos con la convicción. Esta tribuna tiene la certeza del valor y la resiliencia que demuestran los ciudadanos, cuya voluntad de cambio es aleccionadora. Los temas del futuro venezolano, su futuro democrático e incluyente, seguirán presentes en SIC para quien quiera leerlos.