Compartir la vida es Pascua
Valentía y libertad, como encuentro en abrazo concreto; aún para quienes se dicen no creyentes, es posible oír este llamado a rescatar nuestra propia humanidad, ayudando a crear una cultura que no promueva más la muerte como reacción ni como salida
Bernardo Moncada Cárdenas:
«...y a veces, un pájaro se espanta, y traza en el espacio, / volando bajo, frente a ellos, de través, / al ras de su mirada, la imagen escrita de su grito solitario.» Rainer Maria Rylke, Elegía 10
El suicidio no es tema para lucirse, ni para una lectura superficial: sin alarmismos, podemos afirmar con tristeza que nuestra entidad andina ostenta alto porcentaje de suicidios, índice que parece incrementarse en el año que corre. La garganta que el río Albarregas forma, a lo largo de la meseta, se ha destacado lúgubremente por haberse tornado los viaductos que la cruzan en escenarios públicos favorecidos por quienes deciden abandonar la vida.
Las características de los frecuentes actos suicidas, y el número de ellos, es ya “tendencia” de conversación en la vida emeritense. Organizaciones como el Observatorio Venezolano de la Violencia (OVV), CENDES, la Iglesia, así como actores políticos, se movilizan para comprender el fenómeno en crecimiento y responder al triste desafío que representa.
Si bien el incremento del suicidio como fenómeno en nuestra localidad nos alarma razonablemente, el problema reviste escala mundial. Entre nosotros, es fácil acusar la dura situación socio-económica como detonante, aunque Japón, con toda afluencia económica y posibilidades que brinda a su población, sufre también escalofriante estadística de muertes auto infligidas; algo similar ocurre en el continente europeo. En los Estados Unidos, el suicidio como acto individual se agrava con atentados a escuelas que, masacrando numerosas víctimas, finalizan con el suicidio del joven victimario.
El Papa Francisco, vocero de la humanidad doliente cada vez menos escuchada enmarca estos terribles hechos en lo que llama cultura del descarte: «Niños no nacidos, ancianos abandonados… que pueden ser tu padre, tu madre, quizás. El abuelo, la abuela, abandonados en geriátricos. Enfermos no visitados, discapacitados ignorados, jóvenes que sienten un gran vacío sin que alguno escuche de verdad su grito de dolor y no encuentran otro camino que el suicidio», una manera de ver la vida, ver a los demás y a nosotros mismos, desprovistos de toda posibilidad de incidencia frente a la realidad amenazante y ajena.
No es el único que denuncia esta hostilidad del mundo como factor activo en la percepción de nuestra aparente insignificancia, pero Francisco la pone en palabras muy sencillas: «otros jóvenes no optan por el suicidio, pero buscan una alienación, buscan dependencias, y la dependencia, hoy, es una vía de fuga de esta ausencia de dignidad», lo cual no afecta solamente a la población más joven. Es un mundo que secuestra nuestra posibilidad de madurez, llenándonos la vida de miedos y distracciones.
Recomienda Yocelis Acosta, psicóloga social desde el Centro de Investigaciones CENDES: «Hay que hacer prevención en suicidio. Que una familia sepa identificar los signos de alarma, cuando un niño presenta un cambio de comportamiento, que a una mamá no le agarre de sorpresa. Cuando alguien toma esa decisión hay detrás meses de sufrimiento silencioso.» Así, coloca, en el centro de las políticas públicas que puedan adoptarse, una revisión de la familia y de la vida comunitaria en general (escuelas, ambientes laborales, redes sociales, etc.). En éstas se vive cada vez más una cultura de competitividad individualista, resentimiento, frustración y revancha, en lugar de la cultura del encuentro capaz de resanar tantas heridas y recuperar la paz como estado espiritual y colectivo necesario para afrontar dificultades, en lugar de huir o reaccionar impulsivamente ante ellas.
Estamos en Pascua, tiempo de victoria sobre la muerte. Abracemos ese sufrimiento silencioso, ese grito solitario que resuena sin ser escuchado. Si vivimos la fe, por ejemplo, no la vivamos solamente como “vida interior”, pues, así, ni siquiera nosotros podemos vivir. La fe es cultura del encuentro, aún en soledad; «nace del encuentro personal con Cristo resucitado y se transforma en impulso de valentía y libertad que nos lleva a proclamar al mundo: Jesús ha resucitado y vive para siempre – decía Benedicto XVI el 19 de abril de 2006, un año después de su proclamación – Esta es la misión de los discípulos del Señor de todas las épocas y también de nuestro tiempo». Valentía y libertad, como encuentro en abrazo concreto; aún para quienes se dicen no creyentes, es posible oír este llamado a rescatar nuestra propia humanidad, ayudando a crear una cultura que no promueva más la muerte como reacción ni como salida.-