Iglesia Venezolana

Carta Pastoral de Monseñor Enrique Pérez lavado

 Desde la Comisión Episcopal para la Liturgia, presentamos algunas reflexiones sobre el Sacramento de la Eucaristía

 

CARTA

CON MOTIVO DEL 125 ANIVERSARIO

DE LA CONSAGRACIÓN DE VENEZUELA

AL SANTÍSIMO SACRAMENTO

 

 

“¡Bendito y alabado sea Jesucristo en el Santísimo Sacramento del altar!”.

 

Hermanas y hermanos todos en Cristo, les deseo salud y paz en el Señor.

 

Con motivo de la conmemoración de los 125 años de la consagración de Venezuela al Santísimo Sacramento y en el contexto de la renovación de la misma en nuestro hoy eclesial, nacional, y mundial que, como nos insiste frecuentemente Su Santidad el Papa Francisco, se trata de un verdadero “cambio de época”;  en una Iglesia urgida a salir a evangelizar hasta las periferias (“Iglesia en salida”), a reformarse en una Iglesia pueblo de Dios, donde todos los bautizados somos igualmente responsables de la misión, llamados a caminar juntos (“Iglesia sinodal”), en un contexto pluralista y secular, muy distinto a la “cristiandad” de hace 125 años, y de una Venezuela en proceso hacia una nueva gestación como nación, es necesario un verdadero discernimiento para comprendernos a la luz del Evangelio y responder a la llamada que Dios nos hace en el presente y nos proyecta hacia el futuro.  La conmemoración de aquella alianza con Cristo Eucaristía no puede quedarse en una suma de actividades celebrativas y actos piadosos, debe ir más allá: debe impulsarnos a una profunda conversión personal y eclesial movida por la fuerza transformadora que emana de la presencia viva y vivificadora del Señor en el “Sacramento de nuestra fe”.

 

Desde la Comisión Episcopal para la Liturgia, presentamos algunas reflexiones sobre el Sacramento de la Eucaristía, que pueda ayudarnos a una recepción integral del Sacramento que nos motive a la conversión personal y eclesiológica y nos impulse a ser constructores de una nueva sociedad, que hoy se nos propone como la “refundación de nuestro País”.

 

 

  1. UNA RECEPCIÓN INTEGRAL DEL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA.

 

Para no pocos católicos, el concepto “Eucaristía” suele reducirse a la reserva de las especies consagradas en el sagrario o tabernáculo, o al mismo acto de la comunión sacramental; sin embargo, resulta muy necesario que los católicos descubramos todas las dimensiones del principal Sacramento de nuestra fe, para que podamos recibir y vivir con todo beneficio sus frutos; a esto nos referimos cuando hablamos de “una recepción integral del Sacramento de la Eucaristía”.

Qué significa “eucaristía”.

La palabra “Eucaristía” denota, no una cosa, sino una actitud básica de la relación del creyente con Dios vivo; es la respuesta de la fe del creyente y del pueblo a la manifestación de Dios que actúa en “su” historia. Por eso, desde que empezó la Historia de la Salvación, comenzó la acción eucarística (contemplación, adoración, exultación, alabanza, acción de gracias a Dios, por las obras que realiza). Ella caracteriza la religiosidad del Pueblo Bíblico, su culto, su liturgia. Dios “habita en la eucaristía de su pueblo”, acontece en medio de él(cf. Sal 22,4) y, por medio de ella, los beneficios de las acciones salvadoras de Dios, ocurridas en el pasado, se renuevan o actualizan en el presente y se proyectan a un futuro garantizado por la fidelidad de aquel “cuya misericordia es eterna” y “su fidelidad dura por siempre”. Esta actualización de las acciones de Dios cada vez que el pueblo hebreo, lo invoca, le rinde alabanza y acción de gracias, es lo que es llamado “memorial” ( en hebreo, zikaron).

 

La Eucaristía de Jesús.

El Señor Jesús, como todo judío creyente y más, por su intimísima relación con su Padre, vivía en continua eucaristía, practicando las alabanzas (berakot) propias de los momentos del día, en la liturgia comunitaria (sinagoga, templo) y en momentos claves de su vida pública donde se manifestaba claramente la acción divina. Es en este contexto de la eucaristía y del memorial, tan esencial de la religiosidad del creyente bíblico, desde donde podemos comprender mejor el acontecimiento de la Última Cena, cuando él instituye su “Eucaristía” y su “memorial”.

 

Así vemos, como en la víspera de su Pasión, estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus apóstoles el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre (Cf. 1 Co 5,7), por la salvación de los hombres: “este es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros” (Lc 22,19), “Esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos, para remisión de los pecados” (Mt 26,28). La Eucaristía que instituyó en ese momento será el “memorial” (1Co 11,25) de su sacrificio. Jesús incluye a los apóstoles en su propia ofrenda y les manda perpetuarla: “hagan esto como mi memorial” (cf. Lc 22,19). Así Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza. Así, confía a su Iglesia perpetuar su sacrificio memorial por los siglos, hasta su vuelta; memorial de su muerte y resurrección (CDIC 610,611; Cf.1323). La Iglesia, fiel al mandato de su Señor, renueva la cena sacrificial y memorial: repitiendo las acciones y palabras del mismo Jesús: “tomar” el pan y el vino, “dar gracias” a Dios Padre, “partir el pan”, declarándolo “Su Cuerpo”, tomar la copa de vino, dando gracias de nuevo, declarándolo “Su sangre derramada”, darlos a comer y a beber a los discípulos.  La Iglesia siempre reconoció la presencia verdadera y privilegiada del Señor Resucitado “En la fracción del pan” (Lc 24,30-31.35).

 

 La celebración del memorial de la Pascua de Cristo, será la máxima “eucaristía” de los cristianos, hasta el punto de llegar a ser nombrada como “La Eucaristía” por antonomasia. Se sabe que, muy tempranamente, esta acción comenzó a ser precedida por la proclamación de las Escrituras, las enseñanzas de los apóstoles; es decir, la celebración de la Palabra; llegando ambas acciones a constituir una única e integral liturgia. Desde entonces, la comunidad eclesial ha reconocido la presencia viva del Señor Jesucristo: en la Palabra y en el sacramento de su cuerpo y de su Sangre (cf. DV 21).

Siendo esta la acción fundamental del culto cristiano y el “Don inestimable” y más preciosa herencia dejada por el Señor Jesucristo a su Iglesia. Allí, donde se fue anunciando el Evangelio e implantándose la Iglesia; en la misma forma en que la fe fue “encarnándose”, o como decimos hoy, “inculturándose” (integrándose a las culturas de los pueblos que la recibieron), la acción sagrada fue asumiendo modos, ritos preparatorios, gestos de solemnidad, oraciones esplanativas  (o explicativas) y fueron surgiendo distintas formas de celebrar el único mandato del Señor; que se mantiene en lo esencial intacto, pero acompañado y adornado según los modos de los distintos pueblos donde está la Iglesia. Nosotros recibimos de nuestros primeros evangelizadores la forma de la liturgia de Roma (conocida como “rito latino”), comúnmente conocida como “Misa” o “Santa Misa”. La santa Misa es el centro y cumbre de la vida espiritual del cristiano católico. “Toda celebración de la Eucaristía es un rayo de aquel sol sin atardecer que es Jesucristo resucitado. Participar en la Misa, significa participar en la victoria del Resucitado, ser iluminado por su luz, calentado por su calor” [1]. En ella «La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual «Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado» [2] Este es el culto perfecto que se ofrece al Padre y que la Iglesia ha mantenido con fidelidad desde sus inicios hasta nuestros días.

El orden de la Celebración Eucarística, la Misa

Es muy conveniente tener presente la dinámica de toda la misa, para entenderla mejor y participar con mayor provecho en toda la acción sagrada.

Los ritos iniciales:

Al comenzar la Santa Misa, el cristiano se ubica en presencia de la Trinidad Santa, quien la ha regalado a la Iglesia; con el saludo inicial se expresa a la comunidad reunida la presencia del Señor y de manera inmediata, todos se reconocen pecadores ante el Dios de la Vida y piden en lo personal y como Asamblea, perdón por todos sus pecados, inmediatamente entonan el himno que proclama la grandeza de la Gloria de Dios;  que ante la petición de perdón, recibe con agrado nuestra disposición de rendirle ese culto, con un corazón contrito, que el Señor nunca rechaza. Luego nos ofrecemos como sacrificio vivo, junto a nuestras intenciones y somos recogidos en la oración del sacerdote, llamada “oración colecta”, que él dirige a Dios Padre, por Cristo en el Espíritu Santo.

 

La Liturgia de la Palabra:

Una vez hecha la oración colecta por el sacerdote presidente, da comienzo la “Liturgia de la Palabra”: aquí “Dios mismo habla a su pueblo, a través de las lecturas de la Escritura y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio” (IGMR, 54), esperando que la Palabra haga eco en nosotros y nos impulse a darle una respuesta precisa, amorosa, que haga perdurable el efecto de la celebración en nuestra vida. Por eso la Liturgia de la Palabra, debe ser un verdadero diálogo que provoque una respuesta desde la explicación del mensaje (homilía) que nos trae la Palabra y que dependerá siempre de la atención en la escucha.  Nuestra acogida de la Palabra la manifestamos comunitariamente con la profesión de fe hecha en el Credo y que nos mueve al abandono confiado en Dios para dirigirle la oración de petición (oración de los fieles).

 

La Liturgia Eucarística:

Esta segunda parte de la Misa comienza con la presentación y preparación de los dones, donde la asamblea ofrece el pan y el vino para la Eucaristía y, junto con ellos, la contribución para el sostenimiento de la Iglesia y ayuda de los pobres, es un gesto que no debe pasar de largo, ya que simboliza que todo nuestro ser (el fruto de nuestro trabajo), no es ajeno a Dios, sino que se insertan en el corazón de la celebración para ser ofrecidos junto con y en la gran ofrenda de Cristo al Padre. El sacerdote recibe el pan y el vino y a éste le añade una gota de agua (signo de nuestra comunión en la vida divina, en la vida de la Trinidad) y lo presenta a Dios dándole alabanza. Se lava sus manos conscientes de su como gesto de humildad y purificación, antes de ofrecer el sacrificio/banquete eucarístico. Luego nos invita a orar para que el sacrificio que vamos a ofrecer (que no es el pan y el vino, sino la misma persona de Cristo muerto y resucitado) sea aceptable a Dios.

A continuación, con la invitación del presidente a levantar el corazón y darle gracias a Dios, tiene lugar la oración, dirigida al Padre, llamada “Plegaria Eucarística”, que constituye el corazón de la celebración y le da nombre. Se inicia invocando a Dios dándole gracias (Eucaristía) por su obra salvadora en nuestra historia, en especial la “entrega” de su Hijo Amado, el memorial que nos dejó la noche antes de su muerte y en ella actualizamos su Pasión, Muerte y Resurrección y le pedimos al Padre que continúe esa obra salvación en el presente: que seamos un solo cuerpo y tengamos un mismo espíritu (el don de la unidad, don de la comunión). Se nos invita a adorarlo, aclamarlo y a disponernos a recibirlo en su presencia sacramental con la aclamación del “Santo”.

El sacerdote invoca al Espíritu Santo (epiclesis) para que transforme nuestros dones de pan y vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y pronuncia las mismas palabras que pronunció el Señor en la Ultima Cena, a las cuales la asamblea responde proclamando su fe. De inmediato, recordando el Misterio Pascual cumplido en Cristo (anamnesis), se ofrece en oblación la Víctima que es Cristo y nuevamente es invocado el Espíritu (segunda epíclesis) que transformó las especies en el Cuerpo y Sangre de Cristo, esta vez sobre la asamblea, para que la congregue en la unidad del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia y se encomiendan el Santo Padre y el Obispo de la Diócesis, el orden episcopal, los presbíteros y diáconos. Igualmente, se intercede por los vivos y difuntos, por nosotros mismos, y se invoca (conmemora) a la Iglesia celestial; para que, por la intercesión de la Bienaventurada siempre Virgen María y de los santos, lleguemos a compartir la vida eterna. La gran plegaria eucarística concluye en un momento culminante que la concentra y sintetiza, cuando el sacerdote eleva el pan y el vino consagrados (Cuerpo y Sangre de Cristo) y ofrece la doxología o glorificación final a la Trinidad Santísima. Doxología que es concluida con el “Amén” del pueblo; el “Amén” más importante de toda la misa; que es, en definitiva, el asentimiento, participación y adhesión, a la Plegaria Eucarística que el Sacerdote ha pronunciado a nombre de toda la asamblea celebrante.

Al acabar la Plegaria Eucarística, comienza el rito de la comunión. Quien preside invita al rezo del Padre nuestro, la oración de los “hijos” por la cual pedimos el pan cotidiano, es decir el pan eucarístico. Seguidamente procede el signo de la paz, signo de unión y de reconciliación fraterna, de comunión con los hermanos, que nos coloca en auténtica disposición para comulgar del Cuerpo y Sangre de Cristo; en seguida tiene lugar la “Fracción del Pan”, gesto que designó a la Eucaristía en la comunidad apostólica y durante los primeros siglos. Un gesto que no obedece primeramente a facilitar la distribución y el consumo, sino que corresponde a la repetición de una de las acciones del memorial de Cristo realizadas y transmitidas a los apóstoles en la Última Cena, y que significa: el Cuerpo partido del Señor que muere por nosotros, y también la unidad de todos en Cristo; como lo dice San Pablo, explicando como “los fieles siendo muchos, en la Comunión de un solo Pan de vida, que es Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo, forman un solo cuerpo” (OGMR, 81) , rito acompañado con el canto o recitación del “Cordero de Dios”, ya que “Cristo es el verdadero cordero, que inmolado, quita los pecados del mundo” (MR. Prefacio Pascual I). La Asamblea, debidamente preparada se acerca a recibir el Cuerpo bendito del Seño. Concluida la comunión, en unos instantes de silencio, damos gracias a Dios por el don recibido y el sacerdote dirige la oración conclusiva al rito de la comunión (oración de poscomunión).

Ritos Conclusivos:

El Sacerdote saluda a la asamblea, imparte la Bendición en nombre de la Trinidad Santa, tal como empezamos. Finalmente, fortalecidos por la Celebración se nos envía (missio) para proclamar el evangelio en el mundo, dando gracias, bendiciendo y alabando a Dios.

 

Los grandes aspectos de la Celebración eucarística: Acción de gracias, sacrificio Pascual, banquete de comunión fraterna, presencia real y dinámica del Señor Jesucristo. La dimensión misionera de la celebración eucarística. La adoración eucarística.

Después de haber repasado todo el orden de la celebración de la Misa, que nos ayuda a tener una visión de conjunto de su desarrollo y entender un poco el sentido de cada momento de la misma, también conviene para esa “recepción integral de la Eucaristía”, considerar otros aspectos importantes del Santísimo Sacramento. El papa Benedicto XVI, en su Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis, resaltó la importancia de la participación activa y consciente en la celebración eucarística, por ello al contemplar el misterio luminoso de la Eucaristía, somos llamados a sumergirnos en la profundidad de sus riquezas. Miremos estos aspectos esenciales de la Celebración eucarística.

 

La eucaristía es Acción de Gracias:

La Celebración Eucarística es “Acción de Gracias”, como lo expresa su nombre. La Eucaristía se revela ante nosotros como una acción de gracias sublime. En ella, la Iglesia, en nombre de toda la humanidad, eleva al Padre un canto de alabanza por los innumerables dones recibidos. En la Eucaristía, la acción de gracias se convierte en la fuente y el culmen de toda la vida cristiana (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1359); como se dijo al principio de esta carta, la Eucaristía o “Acción de Gracias”, se convierte en la actitud fundamental de toda nuestra vida cara al Dios que por su infinito amor nos ha creado, redimido, santificado; en una palabra: salvado. Cabe preguntarnos: ¿la acción de gracias es nuestra motivación al participar en la misa?

 

La Eucaristía es sacrificio:

La Celebración eucarística es “El Sacrificio Pascual de Cristo y de la Iglesia. Asimismo, la Eucaristía es sacramento memorial del sacrificio pascual de Cristo. En cada celebración eucarística, el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz se hace presente de manera real y efectiva.  Nos unimos a Él en su ofrenda perfecta, recibiendo los frutos de su amor redentor. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se hace presente no solo en el pan y el vino, sino también en la asamblea que se reúne en su nombre (cf. Sacrosanctum Concilium 7; Sacramentum Caritatis 47).  La Eucaristía es, pues un sacrificio porque representa (=hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica sus frutos. El sacrificio de Cristo y el de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio (CDIC 1366); solo que, “En este divino sacrificio que se realiza en la misa, este mismo Cristo, que se ofreció una vez de manera cruenta (sangrienta) sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera no cruenta” (Ib 1367). La eucaristía es también nuestro sacrificio, el sacrificio de toda la Iglesia: “En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de sus fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo” (Ib 1359).

 

La Eucaristía es un banquete:

La Eucaristía es el banquete de comunión fraterna. En primer lugar, la Eucaristía es el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor, banquete al que el Señor nos dirige una invitación urgente: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53). El banquete eucarístico nos invita a experimentar la comunión fraterna con Dios y con nuestros hermanos y hermanas. En la celebración eucarística, todos somos invitados a participar del banquete, en las mesas de su Palabra y la mesa de su Cuerpo y Sangre, siendo transformados en su amor y unidos en un único cuerpo, que es la Iglesia. La Eucaristía nos impulsa a vivir en comunión, compartiendo nuestros dones, el tiempo, el talento y el tesoro de cada uno, preocupándonos por los demás (Ecclesia de Eucaristia 20).

 

La eucaristía es “Presencia real” y dinámica del Señor Jesucristo:

 En la celebración eucarística, experimentamos la presencia real y dinámica de Cristo. Nuestro Señor, está verdaderamente presente de múltiples formas: en la celebración misma de la Eucaristía; en los Sacramentos, donde su poder actúa; en la lectura de la Sagrada Escritura, donde es Él quien habla; y en la oración de la Iglesia, donde prometió estar presente. En esta obra gloriosa, de la liturgia, Cristo siempre se une a su Iglesia, quien lo invoca y lo adora junto al Padre Eterno (cf. Sacrosanctum Concilium 7). Cristo, nuestro Señor, se encuentra, especialmente en el pan y el vino consagrados, no de manera simbólica, sino substancial; en cada comunión, recibimos a Cristo mismo, que se ofrece a sí mismo por nosotros. Esta presencia se denomina “Presencia Real”; no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen reales presencias del Señor Resucitado, sino como excelencia, porque dicha presencia es “substancial”, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente (Cf. Misterium Fidei 39; Cf. CDIC  1374). “El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular, eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella ‘como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos’” (CDIC 1374). Con todo, esa presencia lejos de ser “pasiva”, por tratarse de la presencia del Señor resucitado que nos hace entrar en la dinámica pascual, está comunicándonos siempre su Espíritu, actúa en nosotros, nos mueve, nos interpela, nos llama, nos habla al corazón, nos inspira, nos consuela; nos hace experimentar que su presencia es viva y nos pone en movimiento para responder a su llamada al seguimiento y al desempeño de nuestra vocación.

 

La dimensión misionera de la celebración eucarística:

Por este mismo dinamismo de la presencia del Señor, la celebración eucarística no termina en sí misma, sino que nos impulsa hacia afuera, es la dimensión misionera de la Eucaristía; enviados hacia el mundo. Al recibir a Cristo en la Eucaristía, nos convertimos en testigos vivos de su amor y misericordia, llamados a llevar la luz de su Evangelio a todos los rincones de la tierra (Cf. Sacramentum Caritatis 84).

 

La adoración eucarística:

Los ritos de la Misa, en la liturgia eucarística propiamente dicha (ofertorio, plegaria eucarística-consagración y comunión), siempre propiciaron en los fieles la adoración al gran misterio de la presencia sacramental del Señor Jesucristo; la adoración eucarística tiene su lugar y espacio original en la misma celebración de la Misa; sobre todo, porque el mayor acto de adoración es la propia ofrenda del Sacrificio Pascual de Cristo al Padre, en el cual todos los miembros de la Iglesia participamos, unidos a nuestro “Único Sumo y eterno Sacerdote”. El Sacrificio Eucarístico, además de hacer eficazmente presente el Sacrificio de nuestra Redención, es también un “Sacrificio de Alabanza” y de adoración; justamente, por esto se llama “Eucaristía” (elevar la acción de gracias), acción de gracias al único que tiene poder para realizar la gesta grandiosa de nuestra salvación y de la creación. Los Padres de la Iglesia nos recuerdan que en la Eucaristía está también la presencia de toda la creación y del mundo amado por Dios, y que en ella podemos ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno y de bello en el mundo y la humanidad. La adoración al Señor en el Sacramento Eucarístico es una práctica que se prolonga incluso después de la celebración de la Misa. En el misterio de la Eucaristía, creemos que Jesucristo está realmente presente, bajo las apariencias de pan y vino, y por lo tanto, podemos adorarlo fuera de la celebración de la Misa. La presencia sacramental se prolonga para alimentar y fortalecer a los fieles en su vida cotidiana, a través de la adoración eucarística fuera de la Misa. La adoración eucarística es un acto de amor y reverencia hacia Jesús presente en el Santísimo Sacramento.

Al pasar tiempo en oración y adoración ante el Santísimo Sacramento del Altar, estamos reconociendo la presencia real de Cristo y expresando nuestra fe en él como Señor y Salvador. En este acto de adoración, nos unimos espiritualmente a la Iglesia celestial y terrenal para alabar y glorificar a Dios. La devoción eucarística es una respuesta natural al asumir este gran misterio de fe. Nos impulsa a profundizar nuestra relación personal con Jesús en la Eucaristía, a través de la oración, la meditación y la contemplación de su presencia real. La Virgen María es un ejemplo supremo de esta devoción, ya que ella misma llevó en su seno al Verbo encarnado y fue la primera en adorarlo después de su nacimiento y a lo largo de su vida. Su vida está marcada por una profunda unión con Jesús, y ella es un modelo para nosotros en nuestra relación con él en la Eucaristía (Cf. Rosarium Virginis Mariae 10). San Pablo, en sus cartas, nos habla sobre la importancia de discernir el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía y de participar en ella con reverencia y fe (Cf. 1 Corintios 11, 27-29). Nos exhorta a vivir de manera digna del don que hemos recibido y a ser conscientes de la unidad que compartimos en el Cuerpo de Cristo (Cf. 1 Corintios10, 16-17).

Los papas San Juan Pablo II y Benedicto XVI, al exponer el Magisterio de la Iglesia, han destacado la importancia de la adoración eucarística como una forma de profundizar nuestra relación con Cristo y nutrir nuestra vida espiritual. San Juan Pablo II, nos recuerda que es fundamental que la fe del pueblo cristiano en la presencia real de Cristo en la Eucaristía se refuerce con una celebración digna y una adoración plena del Santísimo Sacramento fuera de la Misa (Cf. Mane Nobiscum Domine, 25). Además, nos invita a redescubrir el valor de la adoración eucarística fuera de la Misa como una fuente de renovación espiritual. Benedicto XVI, nos recuerda que la Eucaristía es el acto supremo de amor de Dios hacia nosotros y que nuestra adoración es una respuesta amorosa a ese don. (Cf. Encíclica Deus Caritas est, 13). La devoción eucarística, por otro lado, nos lleva a un amor ardiente por Jesús en la Eucaristía. Nos impulsa a buscar estar cerca de Él en el Santísimo Sacramento, a recibirlo con reverencia y a llevarlo en nosotros en nuestro día a día, convirtiendo nuestras vidas en una continua ofrenda a Dios.

Jamás las especies consagradas deben ser tratadas como un objeto, casi mágico de sanación, ni manipuladas para realizar otras acciones distintas a la adoración; se trata de la persona misma del Señor Jesucristo, no de un objeto, y como tal merece ser tratado con sumo respeto y delicadeza.

 

  1. DISPOSICIÓN A LA CONVERSIÓN PERSONAL Y ECLESIOLÓGICA

 

La recepción integral del Sacramento de la Eucaristía la hacemos en el momento histórico que estamos viviendo como pueblo de Dios en camino y que nos pide toda una conversión en nuestra manera de concebir la Iglesia y de asumir nuestra vocación a la misión, por eso es necesario acudir a la Eucaristía “fuente y culmen” de la vida cristiana y de la Iglesia, para encontrar en ella nuestra identidad y, desde ella, responder a la llamada del Espíritu santo a través de los signos de estos tiempos: ser una Iglesia de comunión, sinodal, en salida misionera a la evangelización. A esto nos pueden ayudar las siguientes consideraciones.

 

 Comprender la Iglesia desde la Eucaristía: “La Iglesia hace la Eucaristía, la Eucaristía hace la Iglesia”

 El Concilio Vaticano II enseña: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, un signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG. 1). La Iglesia es signo, es expresión en sí misma de la comunión. Viviendo anclada en el eje comunional se presenta como referencia de lo que Dios quiere para la humanidad. Esta comunión es el fruto y la manifestación de aquel amor que, surgiendo del amor del eterno Padre, se derrama en nosotros a través del Espíritu, que Jesús nos da (Cf. Rm 5,5) para hacer de todos nosotros “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32) (CPV, CVI.38).   El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser. La Eucaristía “sigue siendo el corazón vivo permanente en torno al cual se congrega y construye toda la comunidad eclesial: de esta manera, la eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por la que la Iglesia es ella misma” (CPV, CVI, 40).  El Catecismo de la Iglesia católica nos dice que la Iglesia vive en las comunidades eucarísticas: «existe en las comunidades locales y se realiza como asamblea litúrgica, sobre todo eucarística» (CDIC 752). De esta manera, la Iglesia alcanza su plenitud, «se realiza» en la celebración eucarística.

Hoy afirmamos: “La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía”:

“La eucaristía hace la Iglesia”; porque “la Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres” (Ecclesia de Eucharistia 24). Esta expresión nos dice simplemente que en la Cena del Señor tenemos el memorial (zikaron) de la pascua de Jesús, el memorial de su pasión, muerte y resurrección; tenemos la actualización del misterio pascual en la multiplicidad de los tiempos y los lugares a lo largo de la historia. Por medio de la fuerza del Espíritu, a través de las realidades salvíficas de la Palabra y el Pan, la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, nace a la existencia y la hermandad cristiana se anima, en cada comunidad de fe y de sacramentos, como así también en las comunidades conectadas entre sí en todo el mundo (que son las asambleas sacramentales locales y las iglesias locales), es decir, la communio ecclesiarum(comunión de las iglesias), siempre en vital unidad con la Iglesia que «preside sobre la comunión en el amor» (SC 41; LG 21, 22).

“La Iglesia hace la Eucaristía”: A su vez, la Iglesia hace la eucaristía, porque si la Palabra no es proclamada (cf. Rom 10,14-15), si no hay quien celebre el memorial de la Pascua del Señor en el sacramento, en la obediencia al mandamiento del Señor, no hay entonces una eucaristía «realizada» en el tiempo y en el espacio. Por eso, la eucaristía exige, para su realización, el servicio ministerial de la Iglesia. El carácter ministerial «reúne al pueblo, proclama la Palabra, y parte y comparte el pan». La eucaristía es la fuente, el centro y la cima, la continuación de la vida trinitaria de la Iglesia, el corazón mismo de su comunión y su misión. Por eso, a todos los cristianos se les exige que lleven la presencia viva y activa del Señor crucificado y resucitado en sus corazones, al dejar la mesa eucarística, para llevarlo en el amor y el servicio, durante todos y cada uno de los días de sus vidas, para que el cuerpo eclesial-sacramental, que es la Iglesia, pueda cumplir con su destino, que es el de hacer que toda la humanidad se transforme en el cuerpo vivo de Cristo en el mundo.

Por eso, desde esta consideración de la Eucaristía, como “cena o banquete” de unidad y comunión; en el cual el Espíritu Santo que ha transformado el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, también se derrama sobre los creyentes, haciendo posible la Eucaristía, estamos llamados a comprender el ser y misión de la Iglesia; lo que los teólogos contemporáneos llaman: “la comprensión eucarística de la Iglesia” (“eclesiología eucarística”). Por eso es necesario volver a comprendernos como Iglesia comunión (comunidad fraterna) y en misión, desde esta perspectiva. Esto requiere de todos nosotros un verdadero cambio de mentalidad o conversión (metanoia), tanto a nivel eclesial (“Conversión eclesiológica), como personal.

La conversión personal, eclesiológica y misionera.

Esta “Conversión personal, eclesiológica y pastoral” que hoy nos pide el Espíritu Santo desde los signos actuales de los tiempos, requiere de todos nosotros un cambio hacia: la Comunión, la participación y la misión (evangelización); hacia transformarnos en una “Iglesia sinodal” y “en salida”, en una “Iglesia de los pobres”. Para ello es urgente y necesaria una verdadera iniciación a la vida cristiana (la catequesis de itinerarios catecumenales de fe) y a la pedagogía (mistagogía o formación litúrgica) que nos disponga a todos a una participación, “plena, consciente y fructífera” de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía. También se hace necesario en estos tiempos, la conformación de la comunidad cristiana en torno a la Palabra de Dios y a la celebración viva y participativa de la Eucaristía, desde la cual pueda el Pueblo de Dios vivir la nueva vida en Cristo, por el Espíritu, en una dimensión de auténtica relación interpersonal fraterna o de comunión, desde la cual podamos avivar un verdadero sentido de  pertenencia a la gran comunidad eclesial y encontrar la dimensión o el espacio de nuestra participación y corresponsabilidad en la vida y misión de la comunidad cristiana, que nos permita caminar juntos (sinodalmente), para lo cual se requiere la organización de instancias y estructuras de participación. No existe mejor paradigma y escuela de esa comunidad cristiana y, más que modelo, “fuente y meta” de ella, que la celebración eucarística en sí, extendida a la adoración del gran Misterio de caridad y comunión, desde el cual nos sentimos enseñados y enviados por el Señor, resucitado y presente, a salir en misión hacia las periferias geográficas y existenciales y abrir nuestras comunidades eclesiales a todos los heridos, enfermos, descartados y a los pobres de todo tipo de pobreza o carencia humana.

 

 

  1. LA CONSTRUCCIÓN DE UNA NUEVA SOCIEDAD, “REFUNDAR EL PAÍS”.

 

Todos nosotros, Iglesia Pueblo de Dios que camina en Venezuela, desde el llamado y el impulso que Cristo el Señor nos hace desde la Eucaristía, tenemos la misión de impregnar de la vida y la luz del Evangelio todos los ámbitos de la vida nacional, para construir en nuestra patria el Reino de Dios; “reino de justicia, amor y paz”, ese Reino que, en su fase terrena, el papa San Pablo VI llamó “La Civilización del Amor” (Homilía de Navidad de 1975).

 

La edificación de este Reino de Dios en nuestro País, tan herido o más, que hace 125 años, cuando Mons. Juan Bautista Castro recibió de Jesús Sacramentado la inspiración de consagrar la República al Santísimo Sacramento, la edificación de esa “Civilización del Amor”, en nuestro contexto actual podemos concretarla en aquella que nos hiciera el Episcopado Venezolano: a cumplir con el desafío de la “refundación de nuestro País”.  Esta «refundación de la nación» implica la inclusión de los desfavorecidos, recuperar la convivencia fraterna, la promoción del diálogo; realizar negociaciones claras y justas en favor del pueblo; promover la familia y la educación y «renovar los partidos políticos y los liderazgos que no han permitido un discernimiento político centrado en las exigencias actuales», todo esto, «haciendo uso de los mecanismos previstos en la Constitución Nacional y las leyes». (Cf. CEV, Exhortación del 13 de enero 2022).

 

Este gran desafío que en los tiempos actuales se nos plantea como nación nos invita en este presente tiempo de grandes dificultades, pero también tiempo de gracia (Kairós), a sintonizar con aquel momento de gracia, que tantos bienes y bendiciones trajo para nuestro País y para la Iglesia en Venezuela, que fue la consagración de la República de Venezuela al Santísimo Sacramento en el año 1899.

 

Que nos sirvan de inspiración estas palabras, con las que el Dr. J.M. Núñez Ponte, en su libro “Nuestro gran apóstol” (Biografía de Mons. Juan Bautista Castro) explica los motivos que fundamentan la oportuna consagración del País al Santísimo Sacramento:

 

“Las desgracias de todo orden que han afligido a Venezuela: las pestes, las guerras intestinas, los malos gobiernos, las miserias morales, signos de carácter decaído y hasta despreciable con que nuestro país se ha ofrecido en veces a los ojos de los demás pueblos, todas esas calamidades que algunos creyeron incurables, sonaban con eco intenso en el corazón del Padre Castro. Con frecuencia se le oía predicar sobre el tema ‘las naciones son sanables’; y una de sus ideas fundamentales, céntricas para los argumentos con que confundía los errores modernos, versaba sobre la soberbia, que fue el origen del pecado y de la muerte. El Doctor Castro no vacilaba en mostrar el remedio a tales perturbaciones en la única institución que posee poder para encausar las rugientes soberbias aguas: la Eucaristía. Porque la eucaristía contiene y reconcentra la vida de Dios, aquella vida abundante que Jesucristo trajo al mundo. Ella es la fuente de toda abnegación, y en tal razón el remedio providencial para la profunda crisis que en todos sentidos atraviesa la sociedad moderna. En medio de una horrible peste de viruela que había invadido varias regiones de nuestro territorio, y en medio de una revolución por la cual tenían resentirse muchas ciudades y pueblos, como también negocios e industrias, el Dr. Castro expuso al Episcopado y a la nación entera su sublime pensamiento, el cual, acogido por todos los prelados y esperado por los fieles. Llegó a una extraordinaria y consoladora realidad en el mes de julio del expresado año… en medio del mayor contento del clero y fervoroso entusiasmo del pueblo, fue consagrada la República”.

 

En las condiciones actuales por las cuales atravesamos como país, volvemos nuestra fe y esperanza hacia “la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos” (San Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 1968), movidos por la fuerza de su inagotable caridad que nos comunica en el “Augusto Sacramento”, nos lanzamos, imitando su incomparable humildad y en profunda actitud de servicio como la suya, a promover la renovación de la Iglesia en Venezuela y como venezolanos de fe, nos unimos a todos los conciudadanos de buena voluntad en la tarea de la refundación del País. Lo hacemos acogiendo una vez más la afirmación de Mons. Juan Bautista Castro “apóstol de la eucaristía”: “Todas las naciones son sanables”, palabras estas de profunda esperanza cristiana, esperanza que siempre fundó en la presencia viva y vivificadora del Señor Jesucristo en la Eucaristía y que nosotros hoy asumimos al renovar la consagración de nuestra Patria al Santísimo Sacramento.

 

Conclusión

 

Hermanos y hermanas, por medio de la Eucaristía Cristo nos reúne en comunión de hermanos, convocándonos desde nuestras diferencias personales, desde las riquezas y desde nuestras pobrezas, desde nuestras distintas formas de pensar y de actuar, desde nuestras distintas razas, edades, culturas; la diversidad, que para el mundo se presenta como impedimento para la unión, para el orden, para la organización, para el Señor son riquezas que hacen de su Cuerpo, la Iglesia, ese gran “Sacramento de unidad y fraternidad. No podemos tener miedo de ser diferentes; Dios no nos quiere “uniformes”, nos quiere tal cual como somos porque él es Trinidad, comunión perfecta de las tres Divinas personas, ese es su diseño de la familia humana, ese es su diseño de Venezuela, de la sociedad, de la familia y del Cielo. La comunión de todos los diversos en Uno, en el amor que nos acoge y envuelve a todos.

Esta comunión, de muchos en uno, se forja en la comunión eucarística “signo de comunión y vínculo de unidad fraterna” (MR. Introducción al Padre Nuestro IV.) No dejemos de conocer, amar, celebrar, nutrirnos de Jesús nuestro “Pan de Vida” y de adorarlo siempre como nuestro Dios, como “el Amor de los amores”. Renovemos nuestra alianza hagamos nuevamente la consagración de nuestro País a Cristo Sacramentado, dejemos que él nos una en torno a su presencia viva y haga, también de nosotros una Iglesia viva y renovada, que se entiende e identifica como la comunidad de comunidades vivas, fraternas, misioneras, comprometidas a llenar, haciendo gala de la humildad y respeto que Jesús nos enseña en la Eucaristía, con la vitalidad de su Evangelio, todas las realidades de Venezuela y del mundo.

 

Hagámoslo junto con nuestra Madre, la Virgen María de Coromoto, que desde los inicios de nuestra historia nos llamó a participar en el Bautismo: “para que vayan al cielo” y, ¿por qué no entender también esta llamada como: “para que lo llenen todo de cielo?” Con ella, testigo fiel de amor eucarístico, traigamos a Venezuela y al mundo al Sacramento de la vida, de la fraternidad y la unidad.

 

Hermanos y hermanas: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre, y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes”.

 

Maturín, 1 de mayo de 2024.-

 

+ Enrique Pérez Lavado

Obispo de Maturín

Presidente de la Comisión Episcopal de Liturgia, Música y Arte Sacro, Pastoral de Santuarios, Peregrinaciones y Causas de los Santos, de la Conferencia Episcopal Venezolana.

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