Maoz Inon: «No podremos perdonarnos si no trabajamos para construir un futuro en el que podamos encontrarnos»
En el aniversario de las masacre provocada por Hamás, Maoz Inon, un israelí que perdió a sus padres el 7 de octubre de 2023, ha optado por la reconciliación en lugar de la venganza. Junto con su amigo palestino Aziz Abu Sarah, promueve la paz entre israelíes y palestinos. El testimonio de Maoz, recogido en un libro, destaca su compromiso con el diálogo y la superación del conflicto a través del turismo sostenible y la colaboración
En el aniversario de las masacres de Hamás que abrieron la dramática guerra que parece extenderse cada vez más en Oriente Medio, las Iglesias de todo el mundo han celebrado la jornada de oración y ayuno invocada por el Papa Francisco, haciendo suya una invitación que partió del Patriarcado latino de Jerusalén.
No todo es odio en Tierra Santa. Ofrecemos el testimonio significativo de Maoz Inon, un israelí que sufrió en carne propia la brutalidad de las masacres del 7 de octubre de 2023, pero decidió no optar por el camino de la venganza como respuesta.
En mayo, Maoz, junto con su amigo palestino Aziz Abu Sarah, también afectado por este largo conflicto, se reunió con el Papa Francisco en Verona, en un abrazo que ha dado la vuelta al mundo. A continuación, publicamos amplios fragmentos de su relato, recogido en el libro Los irreducibles de la paz, publicado recientemente por Edizioni Terra Santa, donde la periodista italiana Chiara Zappa presenta «las historias de quienes no se rinden ante la guerra en Israel y Palestina».
«Aquella mañana, mientras aún estaba en la cama, consulté los mensajes de mi teléfono móvil. En el chat familiar, papá había escrito que había sonado la sirena de alarma en su comunidad agrícola de Netiv HaAsara y que él y mamá se habían refugiado en la habitación segura. No me preocupé demasiado porque, por extraño que parezca, allí es bastante normal». Maoz Inon lo sabe bien: de joven, él también vivió en ese moshav del noreste del Néguev, el pueblo israelí más cercano a la Franja de Gaza, a apenas cien metros de la ciudad palestina de Beit Lahiya. Entonces era tranquilo, pero en las dos últimas décadas se han vuelto frecuentes los ataques con cohetes desde más allá del enorme muro de hormigón que separa ambos lados.
«Bajé a hacer café», recuerda Maoz, «y mientras tanto encendí la televisión y oí que Hamás había invadido varias comunidades israelíes de la frontera. Llamé a papá —eran sobre las 7:30— y me dijo que se oían sirenas y disparos desde el refugio. Le dije que estuviera tranquilo, que me despidiera de mamá y que hablaríamos pronto. Colgamos. Poco después, consultando las actualizaciones de una página palestina de Instagram, vi cómo los camiones de las milicias derribaban las vallas que rodean Gaza y reconocí algunos lugares que conocía muy bien. Volví a llamar a papá, pero esta vez no contestó. A las cinco de la tarde, mi cuñado consiguió por fin hablar con el responsable de seguridad del moshav: la casa de mis padres había quedado reducida a cenizas por un cohete, y en su interior se habían encontrado dos cadáveres carbonizados».
Veinte personas, de un total de 900 residentes, murieron el sábado 7 de octubre de 2023 en Netiv HaAsara. Algunos milicianos de Hamás atravesaron en parapente el muro de separación, en el que, en el lado israelí, se había instalado un mosaico colectivo titulado «Camino hacia la paz». Entre los muertos se encontraban Yakovi y Bilha Inon, de 78 y 76 años, respectivamente. «El fuego hizo que el cuerpo de mi madre fuera imposible de identificar oficialmente», relata Maoz. «Ese día perdí a tantos amigos de la infancia, a sus padres, a sus hijos… Sentí que me hundía en un océano de sufrimiento y dolor. Estaba destrozado».
Maoz Inon, de 49 años, ojos claros y barba canosa, vive actualmente con su esposa y sus tres hijos —dos niños y una niña— en Binyamina, al sur de Haifa, pero nació y creció en el kibbutz Nir Am, cerca de Sderot, antes de trasladarse a Netiv HaAsara a los 14 años. A los dieciocho recibió la carta de reclutamiento para el servicio militar. «Tuve que marcharme durante tres años, la época más dura de mi vida. Salí muy afectado. Sin embargo, en ese tiempo conocí a quien luego sería mi esposa. Ella fue un rayo de sol en aquella época oscura. Justo después de licenciarme, me fui con ella a dar la vuelta al mundo como mochilero. Durante un año viajamos entre Nueva Zelanda, Australia y Nepal. A nuestro regreso, nos instalamos en Tel Aviv y al cabo de unos años decidimos formar una familia. Pero antes queríamos hacer otro viaje, esta vez para conocer mejor nuestra patria». La pareja optó por el Sendero Nacional de Israel, un recorrido de cuarenta días que une el país desde el norte, cerca del Líbano, hasta el Mar Rojo.
«Por primera vez, nos dimos cuenta realmente del enorme patrimonio histórico y religioso que conserva esta tierra. Pasamos por comunidades, ciudades y pueblos judíos y árabes, y empezamos a soñar con una red de albergues a lo largo de esta ruta para hacer Tierra Santa más accesible a los jóvenes excursionistas. Pero cuando rondábamos la treintena, nos dimos cuenta de que no teníamos ni un solo amigo palestino y no sabíamos casi nada de la cultura de nuestros vecinos… Así que nos dijimos: abramos un albergue en una comunidad palestina y derribemos el muro de ignorancia y miedo que, al igual que los muros físicos, nos rodea. Construyamos un puente a través del turismo».
En 2005, por primera vez en su vida, Maoz visitó Nazaret, la mayor ciudad árabe de Israel, donde los palestinos constituyen el 70% de sus 77.000 habitantes. En el laberinto de esas estrechas calles, el aspirante a empresario se topó con una joya: una mansión del siglo XIX con suelos de mármol, techos de azulejos y patios coronados por arcos, que se estaba deteriorando. Fue un relámpago. Contactó con los propietarios, la familia Azar, y con mucha insistencia logró convencerlos para que se embarcaran en un proyecto que parecía una locura: «Una sociedad mixta, para insuflar nueva vida al antiguo corazón de Nazaret». A pesar de los recelos de muchos vecinos árabes, que no confiaban en un judío desconocido, pocos meses después abrió sus puertas la posada Fauzi Azar, la primera casa de huéspedes de la ciudad vieja. Y fue un éxito».
Mucho ha cambiado desde aquella primera aventura. Con la misma mezcla de pasión y sentido para las oportunidades, en los últimos años Maoz ha impulsado una serie de iniciativas centradas en el turismo sostenible —también desde el punto de vista económico— y en conectar a distintas comunidades: desde la Ruta de Jesús, un recorrido de 65 kilómetros de Nazaret a Cafarnaúm, hasta la cadena de «Albergues de Abraham», que, de Tel Aviv a Jerusalén, de Nazaret a Eilat, ofrecen a los huéspedes la posibilidad de acceder a una narrativa plural de la historia y el presente. Entre los numerosos socios y colaboradores palestinos que Maoz ha conocido a lo largo de dos décadas, muchos se han convertido en verdaderos amigos. Todos ellos estuvieron presentes, desgarrados por el dolor, en el velatorio organizado para Bilha y Yakovi Inon tras la matanza de Hamás.
«Mi padre era agrónomo y se dedicaba a la agricultura. Un trabajo difícil. Recuerdo que un año su cosecha se perdió por la sequía, al año siguiente la destruyeron las inundaciones, en otra ocasión hubo una invasión de plagas. Y cada vez, al final de esas temporadas devastadoras, papá me decía: ‘Maoz, el año que viene volveré a preparar la tierra y cultivaré de nuevo mi campo, porque el año que viene será mejor’».
Bilha, en cambio, era una artista: «En sus últimos años había empezado a pintar mandalas. Realizó innumerables, pero el único que me había regalado llevaba esta inscripción: ‘Podemos realizar todos nuestros sueños si tenemos el valor de perseguirlos’. He perseguido y realizado muchos sueños en mi vida: el próximo es la paz entre israelíes y palestinos». Unas noches después de la muerte de sus padres, Maoz tuvo un sueño agitado por el dolor: «Yo lloraba y una gran multitud, la humanidad entera, lloraba conmigo. Las lágrimas corrían por nuestras mejillas y por nuestros cuerpos, heridos por la guerra. Y los curaban. Y luego volvían a bajar, al suelo, se llevaban la sangre y hacían que la tierra volviera a ser bella y brillante. Allí se abría un camino: era el camino de la paz. Me desperté temblando y me di cuenta de que ese era el camino que tenía que seguir, no la venganza sino la reconciliación».
Empecé a conocer a personas comprometidas con el diálogo, palestinos, israelíes, activistas internacionales, y estoy aprendiendo cosas fundamentales. La primera es que la esperanza es una acción, no algo que surge por sí solo, sino que debe crearse. ¿Cómo? Esta es la segunda lección: debe hacerse juntos, con otras realidades, desarrollando una visión compartida del futuro. Porque podemos perdonarnos por lo que hemos hecho en el pasado, e incluso por lo que ocurre en el presente, pero no podremos perdonarnos si no trabajamos para construir un futuro en el que podamos encontrarnos».-
(Asia News/InfoCatólica)