Trabajos especiales

San Diego de Los Altos y “La Trepadora”

“La niebla en San Diego, todavía sigue siendo un mundo de corazón blanco, cerrado y húmedo"

Horacio Biord Castillo:

Rómulo Gallegos, en La Trepadora, novela publicada en 1925, hace la siguiente descripción del pueblo en cuya cercanía se encuentra “Cantarrana”, la hacienda donde se desarrolla gran parte de la trama de la novela:

“Entre lomas herbosas y laderas pobladas de cafetales, en torno a una iglesia pequeñita levantada sobre un altozano, de humildes muros de bahareque enlucido, espadaña a un costado y atrio de ladrillos musgosos, está acurrucado el pueblecito: unos cuantos ranchos, unas tantas casas, una sola calle que pronto vuelve a convertirse en camino y se va serpenteando por lomas y laderas, entre setos de pomarrosos.

Por detrás de la iglesia y a lo largo del pueblo, la alta y sombría cortina de los guamos y bucares que cobijan los cafetales; frente a ella, la cuesta suave y tapizada de grama del altozano, asendereada por el paso de las recuas que por allí bajan de las haciendas y de los montes vecinos, las negras techumbres de paja de los ranchos y los tejados patinosos de las casas; y a un costado, la dilatada perspectiva de un hoyo de montaña que viene bordeando el camino que conduce al pueblo: verdes lomas, laderas tendidas y hondonadas silenciosas, lomas azules, serranías lejanas.

Paredaña al templo, la casa parroquial y más allá la Jefatura Civil, frente a la cual, arrellanado en una silla recostada al muro, hallábase don Lisandro, viejo corpulento, bonachón y pacienzudo, que llevaba varios años ejerciendo la jefatura de aquel poblado, cuyos moradores, sencillos y pacíficos, poco le daban que hacer. Apenas tenía que afanarse y salirse de su habitual mansedumbre por tiempos de cosecha, cuando de los campos y pueblos del contorno acudían en gran número a las haciendas vecinas los “cogedores” de café, pues entonces todas las noches había joropos que generalmente terminaban en riñas”.

Es una descripción de un pueblo cercano a Caracas, entre Los Altos, quizá, y los Valles del Tuy. No se corresponde exactamente con Charallave, de donde era nativa doña Teotiste Arocha Egui, la esposa de Gallegos y adonde tantas veces fue la pareja a visitar a los parientes. Mariano Picón-Salas en Formación y proceso de la literatura venezolana (Caracas: Editorial Cecilio Acosta, 1941), señala que el ambiente de la novela “es el de la campiña próxima a la capital página” (p. 218).

Llama la atención que la descripción que hace Lucas Guillermo Castillo Lara de San Diego de Los Altos en su libro Una tierra llamada Guaicaipuro (Los Teques: Biblioteca de Autores y Temas Mirandinos, 54 (colección Cecilio Acosta, número 1,) tercera edición) se parezca tanto al pueblo de La Trepadora: “El pueblo de San Diego, todavía [escribe hacia 1960] se ve hoy apretado de cafetales. En épocas anteriores lo cercaban por todos lados, y se desbordaban las haciendas, serranía abajo o arriba. Su economía era menta era netamente cafetalera. Como era grande su producción, no se daban abasto a recogerla con sus propios vecinos y trabajadores. De los Valles del Tuy traían gentes para la recolección. En la Pascua venía el remate de la cosecha, con su gran baile y jolgorio, Y entonces retornaban a su tierra los tuyeros con los reales ganados. Ponían una nota pintoresca en la tranquilidad del pueblo. Esos trabajadores tuyeros eran en general de color negro subido, todavía no se habían mezclado completamente y conservaban la raza y las costumbres bastante puras. A veces venían con ellos algunos ejemplares femeninos de gran belleza de formas como, como una célebre Negra Lucila, a quien todo el mundo llamaba “la estatua negra”, por la perfección de sus líneas. Cuando cimbreaba sus caderas el ritmo de su airoso caminar, la perseguían las miradas largas.

Los tuyeros se hospedaban en los Caneyes. Cada hacienda grande tenía el suyo. El del Prado estaba en el sitio de La Cañada, donde hoy está un grupo Escolar, frente por frente a la quinta del apreciado amigo doctor Manuel Cardozo. Allí vivían con sus mujeres, de las cuales unas cocinaban y otras también recogían café. Los sábados ponían sus grandes bailes de tambor, y durante toda la noche resonaban en aquellas frías montañas el seco y ardiente ritmo alucinante. Los lugareños oían desde sus casas los sonidos del tambor, quizás con deseos de ir al baile, pero en general se abstenían de ello, a fin de evitar posibles riñas de fatales consecuencias. Los domingos llegaban hasta la plaza del pueblo, a curiosear y a comprar los corotos de la semana” (pp. 96-97).

Continúa Castillo Lara con su prosa de gran valor poético, “La niebla en San Diego, todavía sigue siendo un mundo de corazón blanco, cerrado y húmedo. Cuando asciende lenta y pausada desde las cañadas y los riscos, el pueblo se cubre de un airoso de un aire algodonoso. Destilan lentos tinajeros de árboles. Los hombres se evaden en la niebla hacia el silencio, y una soledad toda vestida de blanco llena la calle. Entonces el pueblo tiene una magia leve y gris” (p. 100).

Y de nuevo precisa: “Las casas todavía no han llenado totalmente la calle. A sus bordes llegan a veces los cafetales. Por encima de los tejados se asoman los guamos y bucares, añosos y enredados de piñas y barbas de abuelo. Por entre los árboles, se contempla a lo lejos las mirandinas regiones tuyeras. San Diego es un balcón abierto en la altura. Abajo Paracotos y todavía más allá Tácata. Por el Sur-naciente las tierras ocumareñas. La mirada va entre lomas y barrancas, siempre en descenso abrupto. En el fondo corre el Tuy. Más allá de los valles la tierra vuelve a escaparse, y otra cadena montañosa cierra el horizonte” (pp. 100-101).

El pueblo, hace poco más de medio siglo, ya empezaba a cambiar su rostro bucólico: “El pueblo de antaño, pequeño y cafetalero, de paz callada y humilde traza, se comienza a transformar con el progreso. Las casas y quintas invaden poco a poco los cerros […] El pueblo mismo también comienza a cambiar su rostro. Por el Prado se acaban los cafetales y surgen las quintas” (p. 104).

Parece una coincidencia. San Diego y el pueblo innominado de La Trepadora guardan grandes similitudes. Tal vez Gallegos se inspirara en los predios de San Diego y plasmara sus contornos en La Trepadora, mostrándonos cómo la realidad alimenta la ficción, pero esta la perfecciona, idealiza o transforma.

Como San Diego de Los Altos, también los pueblos interioranos y la Venezuela toda cambió. La ilusión del “Progreso” nos ha llevado por caminos no siempre halagüeños ni apacibles. Recordar los antiguos modos de vida nos facilitará reconfigurar el país y su porvenir.-

 

Publicado en El Nacional. Caracas, viernes 31 de enero, 2025

URL: https://www.elnacional.com/opinion/san-diego-de-los-altos-y-la-trepadora/

Horacio Biord Castillo

Escritor, investigador y profesor universitario

Contacto y comentarios: hbiordrcl@gmail.com

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