Vale la pena leer esta carta
"A los 75 años, uno piensa que ya ha vivido lo que tenía que vivir. Que lo que queda es memoria, no destino. Pero la historia se ha encargado de corregirme"

MENSAJE DE NUESTRO PRESIDENTE
Edmundo González Urrutia:
No lucho por una investidura. Lucho por casi ocho millones de personas que marcaron una papeleta. Por los que no pudieron hacerlo. Por los que están dentro y por los que se fueron. ¡Somos la mayoría!
Yo era un funcionario jubilado del servicio exterior. Tenía el hábito de observar desde mi balcón el amanecer y las ruidosas guacamayas que llegaban a comer. Me reunía con mis amigos para tener una peña política. Era la cabeza de la tarjeta del partido Mesa de Unidad Democrática (MUD), la de la manito. Además, compartía y cuidaba de mis nietos, conversaba con mis hijas y cenaba con Mercedes, mi esposa.
365 días después, a un año de haber aceptado la postulación de los principales partidos de oposición, soy el presidente electo de Venezuela, con casi ocho millones de votos. Soy un perseguido político, un exiliado como tantos otros. Tengo un familiar desaparecido, como cientos más; tengo una familia separada, como millones más.
Cuando Omar Barboza, quien presidía en ese entonces la Plataforma Unitaria Democrática, me prestó su saco para tomar la foto del tarjetón electoral, nunca pensé que de candidato tapa pasaría a representar la esperanza y el hambre de democracia que se había avivado en mi país. Ese gesto improvisado, casi doméstico, me puso al frente de un país entero que estaba decidido por el cambio.
Nunca antes me postulé a algún cargo de elección popular. Diplomático de carrera, mi experiencia había sido representar a Venezuela en misiones complejas, a veces tensas. Esta vez no había protocolo. Había una necesidad. Mi candidatura fue, al principio, un acuerdo de urgencia. Venezuela necesitaba una voz que representara los consensos de los partidos políticos y, a la vez, que lograra conectar con la gente.
La campaña no fue tradicional. Fue una sucesión de encuentros con una nación rota, pero con aspiraciones legítimas por una vida mejor. Acompañé a María Corina Machado por pueblos donde no llegaba el transporte, pero sí la gente. En muchos lugares no había tarima ni sonido ni prensa. Pero había oídos atentos, brazos alzados, ganas. Y también había gestos que no olvidaré: militares que abrían paso pese a las órdenes contrarias, niños que repetían consignas, ancianos que lloraban al vernos y el olor a cambio.
El 28 de julio nos confirmaron lo que ya intuíamos: habíamos ganado. Lo sabíamos nosotros, lo sabía el país. Pero esa victoria trajo su precio: la persecución y la amenaza. Debía resguardarme. El primer lugar al que acudí me cerró las puertas, nunca lo olvidaré. Toqué otras, con Mercedes esperando en casa, en vilo. La embajada de Países Bajos se ofreció para acogerme, y allí pasé 37 días. Sin salir. Sin abrir una ventana.
Después vino un traslado discreto, en un carro diplomático, hacia la embajada de España. Comenzó una negociación agotadora de 48 horas. Las condiciones que ponía el régimen eran inaceptables. Querían imponer el olvido. No lo permití. Pero hubo que firmar, porque había que salir. Lo entendí como se entienden los retrocesos tácticos: no se renuncia, se avanza por otro camino.
La tensión del traslado a Maiquetía hizo que no pudiera despedirme con un abrazo de mis nietos. Llegué a una escena que nunca antes pensé vivirla: un avión militar extranjero, que necesitó hacer escala en un país amigo, para repostar combustible, por miedo a sabotajes en mi país. Ese era el ambiente de guerra y dolor.
Desde entonces, he recorrido 59.070 kilómetros: una vuelta y media al mundo. Más de 90 horas de vuelo, lo que equivale a tres días y 17 horas en el aire. En algunos países apenas estuve unas horas. El cuerpo se queja. La voz, no.
Me he reunido con presidentes, reyes, cancilleres, ex presidentes, diputados, fiscales de cortes internacionales, cardenales, embajadores, organismos multilaterales, defensores de derechos humanos, organizaciones de migrantes venezolanos y con migrantes venezolanos obligados. En cada encuentro he entregado un mensaje preciso, directo: robaron la elección del 28 de julio. Se violó la Constitución. Se tortura. Se fuerzan desapariciones. Se encarcela. Y, mientras todo eso ocurre, millones resisten.
No cargo ese mensaje como una consigna. Lo vivo. Tengo un familiar desaparecido. Tengo amigos presos. Tengo el país partido en las maletas de quienes se han ido. En este año he perdido mucho. No solo por la distancia y el exilio, sino por las personas que formaban parte de mi vida cotidiana, de mis conversaciones más profundas. Perdí a dos de mis mejores amigos, Joselin y Norman, quienes siempre fueron los primeros a quienes acudía para consultar cualquier duda, para hablar del país, de la familia, de la vida. No pude estar ni en su despedida. La ausencia de esos amigos pesa de una forma que las palabras no alcanzan a describir. También he perdido a aquellos con quienes compartía mis peñas políticas, aquellos amigos con los que debatía, con los que compartía el fervor de una Venezuela libre, la esperanza de una sociedad distinta. Ya no conversamos. El tiempo y las circunstancias nos han distanciado de una forma que no esperaba. Y, por supuesto, he perdido el día a día con mis nietos. Ese contacto cercano, el poder verlos crecer, el compartir esos momentos simples que hacen la vida. La vida, en su injusticia, nos arranca muchas veces lo que más queremos.
Pero he ganado también. No solo en las elecciones, sino en algo mucho más profundo: la convicción de que esta era mi tarea. Mercedes, siempre tan sabia, me lo recuerda constantemente: «¿Cuántos años nos quedan de vida? ¿Cinco, seis? Dios nos dio esta misión para que nuestros nietos, y todos los venezolanos, tengan un país libre». Esas palabras de Mercedes no solo me acompañan; me reafirman en cada instante. Esa convicción que ella me brinda empieza a sanar el dolor y el duelo. Me recuerda que todo lo perdido, si tiene un propósito, puede ser soportado.
Escogí España por razones personales: aquí vive mi hija menor. Aquí han nacido dos de mis nietas. Aquí, Mercedes y yo, aún podemos abrazar algo de lo que somos: abuelos.
En uno de los vuelos que tomé, el piloto era venezolano. Con voz de capitán, dio la bienvenida a los pasajeros y les explicó la ruta. Luego añadió: «Tenemos el privilegio de transportar en este vuelo al presidente legítimo de Venezuela, Edmundo González Urrutia». Todo el avión estalló en aplausos; algunos pasajeros comenzaron a llorar. Fue emocionante ser capitaneado por un venezolano de una línea internacional, quien hizo sentirnos en casa. En cada vuelo -todos comerciales-, en cada aeropuerto, sucedía algo similar: la gente se acercaba a saludar, a pedir una foto, a dejarnos un recuerdo. Esos pequeños gestos nos daban fuerzas para seguir adelante, para no rendirnos.
En otra ocasión, durante un vuelo de cuatro horas, un grupo de personas coreó «¡Presidente, presidente, Edmundo, Edmundo!» durante todo el vuelo. Esa demostración de cariño, de apoyo, hizo que el tiempo pasara más ligero, y nos recordó lo grande que es la esperanza en Venezuela y lo importante que es seguir luchando. Nos sacó sonrisas.
En una estación de tren en Estrasburgo, mientras corríamos para el abordaje, en un viaje que por razones técnicas haríamos de pie, de repente, escuché: «¡Presidente Edmundo!» con un intento de español. Cuando me di la vuelta vi que eran tres personas que me dijeron ser del Centro Carter. Estaban emocionadas de encontrarnos en un lugar tan alejado. Eran las personas que documentaron y testificaron el triunfo del cambio el 28-J. Ese gesto nos hizo sentir que la lucha tenía pruebas de nuestro triunfo.
Estábamos en el Congreso de EEUU cuando mi hija me llamó para decir: «Se llevaron a Rafael». Ese momento desgarrador, de dolor profundo, marcó otro de los muchos sacrificios que hemos hecho. Aún hoy, no hay palabras para describir lo que sentí.
A los 75 años, uno piensa que ya ha vivido lo que tenía que vivir. Que lo que queda es memoria, no destino. Pero la historia se ha encargado de corregirme. Hoy soy el presidente electo de una nación a la que no le reconocen su voluntad de cambio. Y, aunque parezca una paradoja, esa responsabilidad me da sentido.
No lucho por una investidura. Lucho por casi ocho millones de personas que marcaron una papeleta. Por los que no pudieron hacerlo. Por los que están dentro y por los que se fueron. Por quienes aún creen -y eso es lo más difícil- que vale la pena seguir creyendo. ¡Somos la mayoría!
Edmundo González Urrutia
Presidente electo de Venezuela