Lecturas recomendadas

Yo Soy la Vid Verdadera

No se trata de anular la voluntad humana, sino de comprender que solo en comunión con la fuente de vida es posible dar fruto verdadero

Rosalía Moros de Borregales:

Egō eimi

 

“Yo soy la vid verdadera” es la séptima declaración del conjunto de todas las afirmaciones que comienzan con las palabras griegas ἐγώ εἰμι (Egō eimi), traducidas como “Yo soy”. Estas palabras nos remiten a la revelación del nombre divino en Éxodo _“Yo soy el que soy”_ estableciendo de esta manera un vínculo entre Jesús (el Hijo) y la identidad eterna de Dios (el Padre): “Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros”. Éxodo 3:13-14.

 

La séptima declaración

 

“Yo soy la vid verdadera” fue una de las últimas palabras de Jesús antes de emprender el camino a la cruz. Habían salido del aposento alto; la cena había terminado. Judas ya no estaba entre ellos. El tiempo de la despedida había llegado; sus corazones rotos. Con la intención de consolarlos, ante la inminencia de la obra del enemigo de sus almas, Jesús les mostró su amor hablándoles tiernamente; no les aconsejó sobre cómo aplicar la fuerza. Tampoco les habló de conquista, ni de defensa. Sus palabras expresaron claramente un mensaje de unión, de permanencia, de dar fruto.

 

Esta declaración no surge en un contexto público, como solía pasar, sino durante las últimas horas que Él comparte con sus discípulos, justo antes de su arresto. Ya habían salido del aposento alto y caminaban hacia Getsemaní. El silencio entre ellos gritaba mil palabras de amor; del amor que no eran capaces de expresarle a su Maestro. Jesús, consciente de que su hora había llegado, no les habló en parábolas, como hablaba ante multitudes, en la confianza de su círculo más íntimo se dirigió directamente al corazón.

 

La caminata entre sombras

 

Mientras caminaban hacia el huerto de Getsemaní, Jesús insistía en su plática, sembrando en sus corazones las semillas que sostendrían la fe de sus discípulos cuando el miedo y la confusión los rodearan. Atravesaban las pequeñas calles de Jerusalén, descendiendo por el torrente de Cedrón, probablemente una zona de olivares y viñedos, tan comunes en su caminar diario. Bajo la tenue y plateada luz de la luna, Jesús se detuvo, los discípulos lo siguieron. Quizá tocó una rama cargada de hojas. Tal vez sus dedos rozaron un racimo con uvas maduras. Y allí en medio de ese paisaje tan cotidiano, tan real, les habló, con la ternura de quien les había prometido amarlos hasta el fin: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador”. Juan 15:1.

 

Él les había dado testimonio de su relación con el Padre. ÉL no era cualquier vid. No la vid que brota y luego se seca. No una vid estéril. ¡Él es la auténtica, la eterna! Y el Padre es el labrador; las manos con las tijeras que podan y salvan. Él ve lo que nosotros no vemos. Conoce el fruto que aún no ha brotado. Corta lo seco, sí. Pero también poda lo vivo, para que dé más fruto. Podar no es un castigo, es el trabajo del labrador. Cada pérdida, cada espera, cada noche oscura puede ser una poda. Cada vez que algo que creíamos esencial nos es quitado, quizá sea el labrador con sus tijeras…

 

Una nueva dimensión de comunión con Dios

 

En esta última declaración con Yo soy, la metáfora de la vid se convierte en una imagen poderosa para expresar la relación vital entre Cristo y quienes lo siguen. La elección de la vid como símbolo no es casual ni novedosa. En algunos pasajes del Antiguo Testamento, Israel es comparado repetidamente con una vid plantada por Dios. Te invito a leer: Isaías 5:1–7, Salmo 80:8–16, Jeremías 2:21. En estas representaciones se denuncia la infidelidad del pueblo de Israel, su falta de fruto, y la intervención del Señor, como el labrador que limpia la viña. Al declararse a sí mismo como la “vid verdadera”, Jesús no solo se identifica como el cumplimiento de la figura del Israel santo, sino que introduce una nueva dimensión de comunión con Dios: Una unión personal, continua y transformadora entre Él y cada creyente.

 

La vid verdadera: cumplimiento y contraste

 

“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto. Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí”. Juan 15:1-4. En esta declaración Jesús ofrece una relectura de toda la tradición profética sobre la vid y establece un nuevo marco espiritual para la relación entre Dios y el ser humano: No mediada por el linaje o la nación, sino por la unión personal con Él. El adjetivo “verdadera” (griego: alēthinē) no tiene aquí solo un sentido moral, sino teológico. Jesús no está diciendo simplemente que Él es una “vid auténtica” frente a otras falsas. Está afirmando que Él es la vid de la cual fluye la savia del Padre; por esa razón, si no permanecemos en Él es imposible llevar fruto; fruto que alabe y honre al Padre, fruto con carácter de eternidad.

 

Permanecer

 

‘Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer”. Juan 15:5 Permanecer” (menō, en griego). Jesús repite esta palabra con insistencia; la convierte en un eco que se incrusta en la consciencia del que escucha atentamente. Se trata de una invitación al corazón del discípulo. Se trata de entrelazar nuestra vida con Él y no separarnos nunca más. El permanecer que Jesús nos pide es absolutamente relacional y transformador. No es una doctrina que se memoriza, ni un rito que se repite, sino una vida que se entreteje con la suya. El creyente no solo cree en Jesús, vive en Él y por Él, como la rama que no tiene vida ni fruto si se separa del tronco.

 

Separados de mí, nada podéis hacer

 

Esta declaración contrasta radicalmente con la ideología de la autosuficiencia tan extendida en la cultura contemporánea. Jesús no nos dice que se nos hará difícil “hacer” sin Él; declara que no podremos hacer nada; nada con esencia, con propósito, con capacidad de dar fruto que glorifique a Dios. Reconocer esta dependencia no es debilidad; es sabiduría. En un mundo que exalta la autonomía, el permanecer en Cristo es un acto contracultural de humildad, fe y entrega continua. La fecundidad espiritual del creyente hace visible la obra del Dios invisible. La paciencia en la prueba, un corazón perdonador, la obediencia perseverante, una vida de oración, un acto de amor callado, una lágrima ofrecida junto a una oración, una palabra de consuelo… Todo eso es fruto que da testimonio de la evidencia de la fuente divina fluyendo en la vida del creyente. No se trata de anular la voluntad humana, sino de comprender que solo en comunión con la fuente de vida es posible dar fruto verdadero. Permanecer no es resistir por fuerza propia sino descansar en Su amor.

 

“Nosotros somos los instrumentos. Él es el que hace el trabajo. La rama no dice: Yo soy el fruto. Solo permanece unida y el fruto ocurre”. Madre Teresa de Calcuta.-

 

Rosalía Moros de Borregales

rosymoros@gmail.com

https://rosaliamorosdeborregales.com/ 

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