Nada que reprochar a la vejez
Hasta tiempos recientes, en todas las culturas se veneraba a los mayores. Los ancianos eran reconocidos y respetados, tanto en las propias familias como en la sociedad. Hoy parecen generalmente arrinconados, como si estorbasen cualquiera que sea la esquina en la que los coloquemos.
«Saber envejecer constituye la obra maestra de la sabiduría y es una de las partes más difíciles del arte de vivir». Henri-Frédéric Amiel.
Vivimos, siempre ha sido así, en un mundo donde los seres humanos se encasillan según su nacionalidad, el color de su piel, sus creencias religiosas, su ideología, el estatus social, su orientación sexual o su edad. Aun cuando la igualdad y la interdicción de la discriminación sea una general aspiración de la humanidad y su proclamación forme parte de los derechos fundamentales consagrados en las modernas constituciones de los estados democráticos desde que las constituciones liberales del siglo XVIII las reconocieran por primera vez –así en el artículo 14 de la Constitución española del 78, que declara justamente la igualdad de todos sin discriminación–; lo cierto es que, social y psicológicamente, tendemos a encasillar a las personas en un grupo o en otro, a etiquetarlas sin conocerlas y, una vez etiquetadas, a mirar con recelo a todo aquel que, de manera predispuesta y aprendida, consideramos diferente.
En La naturaleza del prejuicio (1954), el psicólogo social norteamericano Gordon Willard Allport –quien estudió las causas que conducen a la formación de prejuicios en contra de determinados grupos–, define el prejuicio como «una actitud hostil o desconfiada hacia una persona que pertenece a un grupo, simplemente debido a su pertenencia a dicho grupo».
Una de las etiquetas que utilizamos sin ni siquiera darnos cuenta del sesgo discriminatorio que puede conllevar es la de viejo. Concretamente en el mundo de las relaciones laborales se amplía el ámbito subjetivo de la etiqueta, incluyendo dentro del mismo a personas que, aún estando en plenitud de facultades, ni siquiera son tenidas en cuenta a la hora de participar en procesos selectivos de personal.
Llevamos décadas en que la franja de edad útil para el mercado laboral se acorta, siendo particularmente frustrante las posibilidades de acceso al empleo tanto de los más jóvenes como de aquellos que han alcanzado los cuarenta y tantos años. Por otra parte, muchas empresas prejubilan a sus trabajadores en edades no ya provectas sino en plena madurez. La prejubilación no es más que un despido indemnizado, muchas veces con la prohibición de realizar otra actividad. En suma, la muerte laboral de muchas personas que pasan a engrosar el cada vez más numeroso grupo de los inactivos.
«El trabajo es algo más que un medio de obtener los recursos necesarios para poder vivir de manera autosuficiente»
Nada nuevo diremos si hacemos mención al hecho, que empieza a alcanzar ciertos tintes dramáticos, de que las sociedades del llamado primer mundo están experimentando un proceso de progresivo envejecimiento –con tasas de natalidad insuficientes para asegurar el reemplazo de una población que cada vez tiene una esperanza de vida mayor–, sin que desde los centros de decisión política se adopten los cambios necesarios para abordar el problema.
El problema no es solo la falta de reemplazo de mano de obra y el peligro de que el sistema de pensiones quiebre antes que después, es también el despreciar al jubilado o prejubilado por considerarlo improductivo. En las sociedades occidentales más aún las luteranas y calvinistas que las católicas, el «ganarás el pan con el sudor de tu frente» ha sido una frase grabada a fuego en nuestra conciencia colectiva. El trabajo es algo más que un medio de obtener los recursos necesarios para poder vivir de manera autosuficiente: el oficio de cada uno –probablemente el rol que mejor nos defina en sociedad–, y lo realizado laboralmente en la vida quizá sea lo único que nos haga merecedores de ser recordados cuando pase el tiempo.
Sin embargo, el modelo económico imperante sigue desdeñando a las personas cuando llegan a cierta edad. Si uno pierde su trabajo a partir de los cuarenta y cinco años le es prácticamente imposible encontrar un empleo, y no digamos nada si ponemos encima del candidato diez años más. Tengo entre mis amigos personas octogenarias en activo –empresarios, periodistas, escritores–, y he de decir que son para mí y para tantos, un ejemplo de luchadores invencibles, y que conversar con ellos es un auténtico privilegio y una fuente de conocimiento.
En todas las culturas hasta tiempos recientes se veneraba a los mayores. Los ancianos, aquellos que habían llegado a una edad que pudiera tenérseles por tales, eran reconocidos y respetados, tanto en las propias familias como en la sociedad. Hoy parecen generalmente arrinconados, parece –como el jarrón chino del que hablaba González en referencia a los ex presidentes del gobierno– que estorban cualquiera que sea la esquina en la que los coloquemos.
Quizás la pandemia haya puesto ante nuestros ojos esa realidad y quizás pudiera también ser el tiempo de un nuevo reconocimiento y valoración de nuestros mayores, personas cuya prudencia y ejemplo se ha puesto una vez más de manifiesto en estos difíciles tiempos. La ONU, consciente de la cuestión, considera que el cumplimiento de los ODS implica un compromiso con la promoción del envejecimiento saludable ya que es un elemento esencial si queremos garantizar que todas las personas tengan vidas dignas, plenas, seguras y saludables.
«El modelo económico imperante sigue desdeñando a las personas cuando llegan a cierta edad»
Además, los ODS promueven la adopción de políticas que fortalezcan las capacidades de las personas mayores y fomenten su independencia y autonomía. Por su parte, la Organización Mundial de la Salud lidera y coordina la Década del Envejecimiento Saludable (2020-2030) para fomentar el envejecimiento saludable en torno a todos los ODS, en colaboración con los estados miembros y los distintos socios nacionales e internacionales.
La OMS define el envejecimiento saludable como el proceso de desarrollo y mantenimiento de la capacidad funcional que permite el bienestar en la vejez. El envejecimiento saludable consiste, en definitiva, en mantener la capacidad funcional que nos permite hacer las cosas que queremos hacer y que valoramos. Esto significa preservar nuestra capacidad física y mental a medida que envejecemos, así como hacer cambios en nuestros entornos –vivienda, transporte o espacios públicos– para que sean accesibles y apoyen a las personas mayores y sean compatibles con –y favorecedoras de– sus diferentes necesidades y capacidades.
Algunos estudios psicológicos concluyen que la prejubilación y la jubilación forzosa suponen cambios de carácter estresante con influencias negativas en la salud física y mental para la mayoría de las personas, y estudios de psicología social hacen hincapié en la incapacidad que ha tenido hasta la fecha la sociedad para ofrecer un rol activo y útil a los jubilados. Como escribiera Cicerón, casi medio siglo antes de la era cristiana, en De senectute –obra que, como afirmaba el historiador George Minois, por el lugar que ocupa en la literatura, por la calidad de su estilo y su argumentación, representa un hito esencial en la historia de los ancianos–, «la vejez no es sinónimo de invalidez cuando se ha llevado una vida activa y noble».
Estructurada en un diálogo entre el venerable Catón el Viejo y dos jóvenes, Escipión y su amigo Lelio, en el prólogo de la obra –que Cicerón dedica a su amigo y editor Tito Pomponio Ático– escribe: «Deseo que tú y yo mitiguemos este peso, común: la inminente llegada de la vejez. Con toda seguridad sé que tú, la vives con dignidad, y eres capaz de afrontar todos los problemas que conlleva. Cuando pienso en escribir sobre la vejez, siempre acudes a mi mente como la persona más digna de este don, del que nos podamos servir cada uno de nosotros. La preparación de este tratado ha sido para mí tal motivo de alegría que, no sólo he ahuyentado todas las molestias propias de la edad, sino que he intentado hacerla más suave y llevadera».
La vejez por sí misma no supone nada más que la experiencia de haber vivido muchos años, que ya es bastante, pues todas las vidas –las más ilustres, las más humildes, las más fáciles y las más laboriosas o aparentemente injustas–, son una experiencia única de la cual se puede aprender. Sin embargo, Cicerón quiere poner en valor las vidas realmente virtuosas, y el ejemplo que aquellos que así la han vivido pueden dar, ya en la senectud, a las generaciones más jóvenes.
«La vejez por sí misma no supone nada más que la experiencia de haber vivido muchos años, que ya es bastante»
«Las armas defensivas de la vejez, Escipión y Lelio, son las artes y la puesta en práctica de las virtudes cultivadas a lo largo la vida. Cuando has vivido mucho tiempo, producen frutos maravillosos. La conciencia de haber vivido honradamente y el recuerdo de las muchas acciones buenas realizadas, resulta muy satisfactorio en el último momento de la vida», pone en boca de Catón.
Cicerón exalta la vejez, como un momento de creatividad fructífera, si la disciplina por seguir aprendiendo y dando fruto se impone «de manera tranquila, sosegada, plácida y soportable, como hemos oído decir de Platón, quien murió a los 81 años, cuando escribía un libro. Isócrates escribió a los 94 años el libro que tituló Panatenaicos y se sabe que vivió un quinquenio más. Su maestro, Leontino Gorgias, cumplió 107 años y nunca cejó en su estudio ni en su trabajo. Cuando le preguntaron por qué quería seguir viviendo, él contestó: «No tengo nada que reprochar a la vejez«».
Pero la vejez puede ser no solo fructífera en lo referente a una labor intelectual –pensemos en escritores sexagenarios en activo como Amin Maalouf, Margaret Atwood, Eduardo Mendoza, Vargas Llosa, Philip Roth, y tantos otros–, sino también, por qué no, en los negocios. Como reflexionaba Cicerón, «nada prueban quienes afirman que la vejez no se desenvuelve en los negocios. Es como decir que el timonel no hace nada sujetando el timón, puesto que mientras él permanece sentado en popa, unos se encaraman en los mástiles, otros corren de aquí para allá, otros queman los desechos. Es verdad que no hace el trabajo que hacen los jóvenes, sin embargo el timonel hace cosas mejores y de más responsabilidad. Trabajo que no se realiza con la fuerza, velocidad o con la agilidad de su cuerpo, sino con el conocimiento, la competencia y autoridad. De ningún modo la vejez carece de estas cualidades, por el contrario estas aumentan con los años».
Un tanto optimista y sin querer ocultar las limitaciones de la edad, Cicerón, hace un encendido panegírico de la edad provecta. Sus argumentos son hoy más válidos que nunca. En una sociedad en la que las personas mayores serán el grupo más numeroso de electores y en consecuencia el que tenga capacidad de determinar los gobiernos del futuro, será preciso contar con ellos, y no solo para ofrecerles servicios específicos en materia de salud, ocio, bienestar, sino para ofrecerles la oportunidad de sentirse útiles a la sociedad a través de fórmulas imaginativas.
Si, como indican las estadísticas, la cohorte de personas de edad avanzada irá progresivamente en aumento y los avances médicos y la biotecnología determinarán sus cada vez mejores condiciones de salud, resulta plausible pensar que, debidamente organizados, los mayores pudieran alumbrar una nueva era en la que reivindicasen ocupar los lugares más prominentes en los centros de decisión política y empresarial, y en que los elegidos se rodeasen de coetáneos que pudieran seguir desarrollando su demostrada capacidad.
Como escribe Iñaki Ortega, coautor junto a Antonio Huertas del libro La revolución de las canas (2018), «siguiendo la sentencia de Keynes, la superación de una economía que envejece solo podrá hacerse jubilando esas ideas tan caducas que nos alarman sobre la nueva demografía. Nuestro modelo económico se ha hecho viejo, no porque haya aumentado la esperanza de vida, envejece porque no prescindimos de viejos dogmas que nos impiden ver las oportunidades de un nuevo mundo … El reto es rejuvenecer la economía con una población que peina canas. Aunque parezca una contradicción, la cohorte de edad situada entre los 55 y 70 años, que hoy las empresas y la legislación han expulsado del mercado laboral y que supone la nada despreciable cifra de 897 millones en el mundo, de los cuales 140 millones en Europa, y casi 8 millones y medio en España, tiene en sus manos salvar la economía.