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¡Feliz cumpleaños, Inmortal!

Michael Pakaluk,erudito sobre Aristóteles, y Ordinario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino:

¿Fuimos creados para vivir para siempre, y podemos discernir eso? Lo que quiero decir es que podemos hablar de la «intención del Creador», en lo que vemos. Todos morimos. «Todos los hombres son mortales», es el famoso punto de partida del silogismo más férreo. Comenzamos a morir desde que nacemos, como observó San Agustín. ¿Persistimos, no obstante, en sentir que, de alguna manera, «no estábamos destinados a morir»?

Hacer estas preguntas es lo mismo que preguntar qué significa la muerte para nosotros. ¿Es la muerte una tragedia, una especie de ruina, «no la manera en que se suponía que fueren las cosas»? ¿O es la muerte, simplemente, «un proceso natural»? Pero, si se trata de un proceso natural, ¿por qué sigue impactándonos?

Hay un famoso relato sobre el padre angustiado y afligido que fue consolado por el filósofo estoico: «¿Supusiste que tu hijo viviría para siempre?» Tal vez lo hizo a medias, aunque eso no es «razonable».

No nos sorprende —no es una tragedia— cuando alguien deja caer un vaso y este se rompe. Pero, ¿qué es más frágil que la vida de cualquier animal?

Tantas cosas me vienen a la mente cuando considero estos pensamientos. ¿Qué es ser joven, que no sea abrigar la esperanza de que la vida no tenga fin? ¿No vemos esto claramente cuando miramos, por ejemplo, El diario de Ana Frank? Sentimos un tremendo dolor y lástima, no solo porque hombres malvados estuvieran a punto de poner fin a sus sueños normales: de adultez, romance, y matrimonio.

O, cuando miro a mis hijos ahora, no veo seres «destinados a morir», sino seres destinados a vivir, sin límites, diría yo. Y yo diría esto mirándolos como animales vivos, no como almas. Es demasiado fácil —y ello fue siempre una forma falsa de cristianismo— decir que la muerte no es problemática, porque tenemos almas inmortales.

Puede parecer fácil reconciliarse con la muerte de, digamos, una anciana, que ha vivido, tal vez, noventa años, y trabajado muchos años, y formado una familia. Quizás todos sus amigos e incluso sus hijos ya estén muertos. Quizás ella esté batallando ahora, afligida por muchas enfermedades y sufrimientos corporales. Quizás ha olvidado incluso a todos los que la rodean. ¿No deberíamos pensar de ella, entonces, como que puede encontrar la paz en la muerte —la muerte, como algo «natural» después de un período completo de años?

Yo argüiría que pensar esto es presuponer, erróneamente, como establecidos y «pretendidos», todos los pasos del decaimiento. Piense ahora en esa misma anciana arrugada, como la joven y hermosa niña que una vez fue. Considérala como esa adorable hija suya, o de un amigo que usted verá hoy. O, piense en esa hermosa hija, como la envejecida mujer. ¿No siente usted ahora la injusticia ante. . . la ruina de lo que se suponía que iba a ser? No que su pretensión lo fuera por derecho, sino, ¿como si un derecho de nacimiento, que debió perdurar, de alguna manera se hubiera perdido?

Pero supongamos que podemos, después de todo, «ver», aunque normalmente nos resulta mucho más fácil negar; más fácil, querer negar, la «intención», en nuestra creación, de que no estuviéramos destinados a morir. ¿Entonces que?

Entonces, parece que el hecho de que existamos ya nos plantea una cierta opción entre una suerte de fe primitiva en el Creador, llamémosla “proto-fe”, y una actitud opuesta, de resignación. En un mundo en el que “todos los hombres son mortales”, esta proto-fe parecerá un sueño irracional; pero, para quienes la nutren, parecerá la preciosa verdad, o la única base para la esperanza.

Y entonces, aquellos que nutren esta proto-fe podrían preguntarse: ¿También El Creador reconoce que la muerte es una ruina? Por supuesto que lo hace. ¿Se contenta Él con ver frustrada su intención para con nosotros, a causa de la enfermedad y la muerte? Quizás no lo hace. ¿Ha proporcionado él un remedio, entonces, o proporcionará, algún tipo de segunda creación o camino hacia la renovación de su creación, alguna forma en la que pueda “salvar” lo que él, al crearnos, pretendía?

Es posible que, cuando yo estaba describiendo la sensación que podemos tener de que “no estamos destinados a morir”, usted haya pensado que yo estaba apelando a algún vestigio de la cultura cristiana que aún sobrevive dentro de usted y de otros. El Papa Benedicto describió muy bien el mundo sin Cristo al comienzo de Spe Salvi:

ninguna esperanza surgía de sus mitos contradictorios. A pesar de sus dioses, estaban «sin Dios» y, en consecuencia, se encontraban en un mundo oscuro, enfrentando un futuro oscuro. In nihil ab nihilo quam cito recidimus (Con qué rapidez retrocedemos de la nada a la nada): así lo dice un epitafio de ese período (Corpus Inscriptionum Latinarum VI, no. 26003).

Podemos admitir que tal desesperanza era dominante. Y, sin embargo, si esta fuera la última y única palabra, entonces nadie habría abrazado el cristianismo.

Tal es la lección que extraigo, en cualquier caso, del estudio de los primeros Padres de la Iglesia, como San Ireneo, o San Atanasio en su breve tratado sobre las razones por las que Dios adoptó la naturaleza humana, De Incarnatione (Disponible, haciendo clic aquí; con una introducción de C. S. Lewis.)

Atanasio nos provee un buen ejemplo. Los eruditos ahora creen que escribió esta famosa defensa de la fe después del estallido de la controversia arriana, una “crisis en la Iglesia”, seguramente peor que cualquiera que enfrentemos hoy. Y, sin embargo, se dirige a sus lectores judíos y gentiles como si la división simplemente no existiera.

Es el mensaje del Evangelio lo que le preocupa. La intención del buen Dios, en creando la «raza de las criaturas racionales», se habría frustrado si nos hubiera permitido caer tan rápidamente en la nada, a través de nuestro pecado y nuestra ignorancia deliberada. Por lo tanto, “Dios se hizo hombre, para que el hombre llegara a ser Dios”, restaurando la inmortalidad que era parte del diseño original.

¡Feliz cumpleaños, entonces! —y me refiero, ¡al bautismo de usted!

Tomado/traducido por Jorge Pardo Febres-Cordero, de:

Sobre el autor:

Michael Pakaluk, un erudito sobre Aristóteles, y Ordinario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino, es profesor en la Busch School of Business de la Universidad Católica de América. Vive en Hyattsville, MD, con su esposa Catherine, también profesora en Busch School, y sus ocho hijos. Su aclamado libro sobre el Evangelio de Marcos es The Memoirs of St PeterSu nuevo libro, Mary’s Voice in the Gospel of John: A New Translation with Commentary, ya está disponible.

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