Lecturas recomendadas

El héroe que Europa necesitaba

El heroísmo es esencial en la política. Vivimos esperando que un político se ponga de pie en la polvorienta arena de Theodore Roosevelt y reconozcamos con asombro que ahí tenemos a una persona preparada para correr riesgos, decirnos lo que no queremos oír, afrontar una posible derrota por defender sus principios, lidiar con adversidades insuperables y, al hacerlo, mostrarnos que la política debe ser no solo el arte de lo posible sino también de lo imposible. Actualmente, tenemos escasez de héroes en todos lados, pero sobre todo en la política. La primavera árabe parece haber consumido a los líderes que se alzaron en las calles de El Cairo. En Birmania, Aung San Suu Kyi ha aprendido que quizá sea más fácil ser una santa que una política. Al menos por ahora, parece haber olvidado la voz moral que tuvo cuando se encontraba en cautiverio. Los héroes políticos abundan en China pero todos están en la cárcel. En Rusia, la heroica resistencia contra la tiranía sobrevive en las oficinas de Memorial, la organización no gubernamental que ahora es víctima de persecución, mientras que en el resto del país las élites políticas se suben cobardemente al carro de Putin, aun cuando no tienen idea de hacia dónde se dirigen. En Europa, Angela Merkel es respetada por su competencia, no por su coraje; François Hollande lucha por transmitir su autoridad y David Cameron parece cómodo imitando lo que es ser un primer ministro en lugar de serlo de una forma inflexible y decidida. En cuanto al presidente Obama, alguna vez tuvo coraje en abundancia, sobre todo cuando se lanzó a esa tentativa, en apariencia imposible, de alcanzar la presidencia. Ahora, mientras elogiamos su sensatez y mesura, también nos preguntamos dónde quedó su osadía. Para encontrar coraje en el ámbito público, para recordar lo que se puede hacer en la transformación de nuestras esperanzas políticas, tenemos que volver a los canónicos líderes de 1989 y 1990. Eran tiempos que exigían valentía, y muchos líderes respondieron al desafío. Gorbachov mostró valor al no utilizar la fuerza para mantener unido su imperio. La magnanimidad y resistencia de Mandela llevaron a Sudáfrica del apartheid a un gobierno de mayoría negra. En Polonia, un trabajador de astillero, Lech Wałęsa, condujo a su país a la libertad. En Checoslovaquia, un dramaturgo llamado Václav Havel desafió la intimidación y el encarcelamiento para convertirse en el primer presidente de un país libre. Havel: a life, la magnífica biografía de Havel escrita por Michael Žantovský, nos permite apreciar de manera compleja y novedosa el tamaño de su heroísmo, al tiempo que nos ayuda a pensar en el misterio del coraje; cómo fue que, en el caso de Havel, la valentía logró imponerse en un intelectual tan introvertido y moderado, además de un ser humano con tantas debilidades. Las sorpresas del retrato de Žantovský comienzan con la fotografía de la portada. Havel tiene un aspecto desaliñado, lleva un suéter arrugado sobre una camisa con el cuello abierto y se pasa la mano por el cabello sin peinar. Parece como si quisiera que el fotógrafo lo dejase en paz. Vemos a un hombre acorralado, cansado y sin consuelo, que se ha quedado sin palabras, un hombre que piensa: “¿Qué demonios me ha ocurrido?” Ver a un héroe desastrado produce una fuerte impresión. Antes preferiríamos recordar las imágenes triunfantes de una era desaparecida, cuando Havel habló ante una abarrotada Plaza de Wenceslao en noviembre de 1989, cuando “el poder de los sin poder” lo catapultó de la prisión a la presidencia checoslovaca. Para los miembros de mi generación, que llegamos a la mayoría de edad en 1968, Havel definió lo que significaba, por usar sus propias palabras, “vivir en la verdad” y lo que era ejercer el poder sin ser destruido por él, o eso creíamos. Žantovský, que fue amigo y secretario de prensa de Havel, nos pide que dejemos atrás la imagen heroica y que lo sigamos fuera del escenario. Así, retira el telón para revelar al Havel que conocieron sus más cercanos colaboradores, y que a veces tuvieron que soportar. Poco a poco se va aclarando el retrato de un mortal que fumaba un cigarrillo tras otro, que a menudo tenía resaca y a veces se entregaba al desenfreno, un hombre con frecuencia nervioso que tuvo problemas con las exigencias del poder y con una vida personal indisciplinada. Nos enteramos de que a menudo le fue infiel a su esposa Olga, la valiente mujer a la que consideraba su luz y guía moral. Havel intentó cuadrar el círculo confesándolo todo, si no antes después de sus repetidos abandonos. Olga aguantó sus infidelidades en silencio, haciéndose, de vez en cuando, con un amante propio y, al fin, forjando una personalidad pública independiente como primera dama de Checoslovaquia. Poco después de la muerte de Olga, en 1997, Havel desconcertó a sus amistades casándose con la joven actriz que había sido su amante a lo largo de la enfermedad terminal de su esposa. Los héroes decepcionan inevitablemente. Lo que vuelve a Havel muy interesante es que se decepcionó a sí mismo. Nadie fue un juez más despiadado que él con sus fracasos, tanto políticos como personales. El país que quería mantener unido se dividió durante su ejercicio presidencial, en las repúblicas Checa y Eslovaca, y la cultura política del país se apartó mucho de las convicciones morales de Havel sobre la vida pública. Una valoración de la trayectoria de Havel es una valoración de toda una generación de disidentes de Europa del Este, de la revolución que encabezaron y de la venganza que la historia se ha cobrado con sus sueños. Havel nació en un hogar privilegiado en 1936, hijo de un prominente empresario inmobiliario de Praga que había hecho su fortuna con la construcción del complejo comercial y de entretenimiento Lucerna, en la Plaza de Wenceslao. Para cualquier interpretación de la valentía de Havel es crucial recordar que nació en una Checoslovaquia moldeada por la presidencia de Tomáš Garrigue Masaryk. Sin Masaryk, otro intelectual liberal que condujo a su país a la democracia, quizá no habría existido Havel. Asimismo, sin la seguridad infundida por una educación privilegiada, quizá Havel habría dudado de su derecho a ser valiente. A los dos años del nacimiento de Havel, la Checoslovaquia de Masaryk fue traicionada en Múnich. Luego vinieron la ocupación alemana, la guerra y, después, 41 años de dictadura comunista. La familia Havel sobrevivió a los alemanes y conservó algunas de sus propiedades tras la toma del poder por parte de los comunistas en 1948, pero los orígenes burgueses de Havel le impidieron desarrollar una carrera en la sociedad checoslovaca de la posguerra. La exclusión era dolorosa pero tenía sus ventajas. Quizá lo ayudó a mantener su honestidad. En 1990, en el discurso que dio para aceptar un doctorado honorario de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Havel se preguntó sobre lo que ser excluido como un “enemigo de clase” le había ocasionado a su psique: “El motor oculto que impulsa todos mis obstinados esfuerzos es precisamente esta sensación interna de estar excluido, de no pertenecer a ninguna parte, un estado de desheredación, por así decirlo, y de no pertenencia fundamental.” Aquí la palabra clave es “desheredación”. Nacido en la élite gobernante de la Checoslovaquia de Masaryk, Havel siempre trató a sus perseguidores comunistas como usurpadores sin experiencia. Su origen privilegiado también ayuda a explicar su famosa cortesía, así como algo menos obvio: su impotencia aprendida, que su biógrafo entiende con astucia como el atributo que Havel utilizaba, a sabiendas o no, para lograr que otros se le unieran: Ya fuera por su constitución pequeña, un tanto frágil, por su actitud delicada o por sus reconocimientos explícitos de impotencia, ignorancia, confusión, fatiga y desesperanza, parecía tener una constante necesidad de ayuda e irradiar una permanente señal de auxilio, provocando que una gran cantidad de personas corriera a rescatarle, a ofrecerle apoyo, asistencia o afectuosa atención […] A veces parecía que era la más alta encarnación del poder de los “sin poder”, un hombre que podía conseguir cualquier cosa dejando clara su absoluta incapacidad para hacerlo solo. Solemos pensar en el heroísmo como algo misteriosamente individual, pero la vida de Havel nos enseña que en realidad se trata de una virtud social, alimentada por lealtades hacia la gente que uno sabe que debe defender si quiere vivir en paz consigo mismo. Havel, el burgués renegado, encontró su primer hogar real en los teatros disidentes de Praga a principios de los años sesenta. Ahí se enamoró de ese mundo tras bambalinas de la utilería, los tramoyistas, los iluminadores, las maquillistas y los malolientes camerinos, además de las fiestas posteriores a la función en bares, restaurantes, clubs y cafés de la Ciudad Vieja. Este fue el mundo donde forjó las lealtades que hicieron posible el heroísmo y donde escribió las obras teatrales que, como Una fiesta en el jardín, lo convirtieron en una celebridad nacional y luego europea. El público que acudía en masa a ver su trabajo en Alemania y Austria celebró a Havel como el último exponente de la vanguardia europea. Pero para el público joven de la Praga de los años sesenta, sus obras ponían el dedo en la llaga al ser astutas parodias de la surrealista burbuja de propaganda en la que el Partido Comunista buscaba encerrarlo. Havel tenía talento cómico para satirizar los fatuos clichés del partido. Esta lucidez artística, este buen entendimiento de la vacuidad del aparato del miedo, contribuyó a volverlo audaz. Al darse cuenta de que el régimen totalitario podía infundir el miedo de la gente, pero no su confianza, Havel encontró la esperanza de la que se alimenta el coraje. Más tarde apuntó: “¿Acaso no es el momento de mayores dudas el que da a luz nuevas certezas? Quizás el desamparo es el suelo que nutre la esperanza humana; quizás uno no pueda encontrar jamás sentido a esta vida sin experimentar primero su absurdo.” Para mediados de los años sesenta, en menos de dos kilómetros cuadrados de la Ciudad Vieja, una brillante generación de artistas, dramaturgos, novelistas y cineastas (Jiří Menzel, Milan Kundera, Miloš Forman o el filósofo Jan Patočka) había creado un público de jóvenes checos que estaban, de hecho, viviendo en la verdad, en lo que el disidente Václav Havel llamó una “polis paralela”, fuera de la burbuja de la propaganda. Las autoridades, con la condescendencia propia de los poderosos, permitieron que esta polis emergiera, pues nunca imaginaron que quienes la integraban habrían de derrocarlos. Esta falta de cálculo resultó fatal. En 1968, la polis paralela se había vuelto tan poderosa que orilló a las autoridades comunistas, lideradas por Alexander Dubček, hacia esa apertura limitada conocida como la Primavera de Praga. Havel tuvo una participación menor, más allá de una noche en un bar, en la que bebió de más y sermoneó al sorprendido Dubček a propósito de sus reformas. Rehusó darle la mano porque no sentía sino desdén hacia quienes pensaban que el comunismo podía reformarse como un “socialismo con rostro humano”. En esto mostró tener un juicio más astuto que el de Milan Kundera. Luego de que la Primavera de Praga fuera aplastada por los tanques soviéticos en agosto de 1968, Kundera escribió un ensayo que llevaba por título “El destino checo”, donde urgía a los checoslovacos a perseverar en el esfuerzo de reformar el comunismo. Havel fue cáustico en su respuesta: sería mejor, dijo, “enfrentar un presente cruel pero de final abierto” que permitirse sueños sin sentido. Havel y Kundera, quien se exilió en París poco después, jamás arreglaron sus diferencias. En enero de 1969, Jan Palach, un estudiante de filosofía, murió al prenderse fuego en la Plaza de Wenceslao como protesta por la invasión de los tanques soviéticos. A diferencia de la mayoría de sus compañeros disidentes, Havel no reaccionó a la muerte de Palach con lágrimas, exasperación o ira desesperanzada. En cambio, como el político en que habría de convertirse, dio una entrevista televisiva en la que declaró, con extraña y, hasta ese momento, poco característica bravura: “Para nosotros hay un solo camino abierto: llevar nuestra batalla política hasta el final. Entiendo la muerte de Jan Palach como una advertencia contra nuestro suicidio moral.” El suicidio moral (aceptar un trabajo del régimen, informar sobre los antiguos amigos disidentes) se convirtió en un modo común, si bien deprimente, de colaboración durante los años setenta. La polis paralela colapsó, dejando que los pocos disidentes restantes tuvieran que enfrentar solos la presión completa del régimen. Sobre esa larga década, dice Žantovský, “pocos pueden imaginar el ánimo apesadumbrado, el letargo, que se parecía a un estado de semianestesia”. Sorprendentemente, esta fue la época en que Havel se transformó poco a poco en el líder de la resistencia checoslovaca. Su evolución no fue inmediata ni inevitable. De hecho, tomó algunos extraños vericuetos. En lo que parece un intento por refutar las acusaciones del régimen acerca de que era un parásito burgués, Havel trabajó durante nueve meses moviendo barriles en una cervecera, al tiempo que se trasladaba en un Mercedes negro. La labor era fría, anestesiante y mecánica, pero la escritura lo salvó, y le permitió convertir una experiencia embrutecedora en resistencia y revuelta. En la temporada que pasó en la fábrica de cerveza escribió una obra titulada Audiencia que, después de su estreno en Viena en 1976 (el régimen checoslovaco le prohibió asistir), fue aclamada como una sátira sobre el “paraíso de los trabajadores”. En 1975, Havel le escribió una desafiante carta abierta a Gustáv Husák, el secretario general del Partido Comunista, donde señalaba que la “normalización” de la sociedad después de la Primavera de Praga solo había resultado en “la calma de la morgue o de la tumba”. Y luego agregó: “Así, al tratar de paralizar la vida, las autoridades se paralizan a sí mismas y, a la larga, se incapacitan para seguir paralizando la vida.” Después de esta declaración de guerra, el régimen intentó mantenerlo apartado de los teatros de la ciudad y de sus amigos. Como un anticipo de la intimidación que vendría, la policía acampó delante de su departamento de Praga y de su casa de campo, y tanto él como sus amigos fueron sometidos a interrogatorios de forma rutinaria. Durante esta época, cuando nadie podía imaginar que un desafío al régimen podría tener éxito, Havel descubrió (en las palabras por las que se le recuerda mejor) que “la esperanza no es la convicción de que las cosas saldrán bien, sino la certidumbre de que algo tiene sentido, sin importar su resultado final”. Para decir esas palabras, uno tiene que ganarse el derecho a decirlas, y Havel lo hizo, no solo a través de su tenacidad sino del fracaso y la vergüenza. No siempre se mantuvo firme bajo presión. De hecho, alguna vez se quebró, y la dolorosa lección que aprendió de su propia debilidad lo ayudó a convertirse en un líder más humilde y resistente. En 1977, Havel y un pequeño grupo de disidentes fundaron Carta 77, una organización de derechos humanos que los soviéticos habían aceptado, en los Acuerdos de Helsinki, a cambio de que Occidente reconociera su hegemonía sobre Europa del Este. A la larga, Carta 77 se convertiría en el movimiento que pondría de rodillas al régimen pero, en sus primeros años, la lista de miembros era minúscula y la represión que sufrió fue feroz. Havel fue arrestado ese mismo mes de enero de 1977 y, luego de veinte sesiones de interrogatorio, prometió concentrarse en sus “actividades artísticas” y abstenerse de “inspirar u organizar iniciativas colectivas o declaraciones públicas”. Cuando el régimen obtuvo este compromiso de buen comportamiento, lo dejó ir. Havel no tardó en negar el compromiso, pero el daño que sufrió su reputación entre los disidentes fue severo. Quedaría profundamente avergonzado por su debilidad. El comentario de Žantovský sobre este episodio es insuperable: “Havel dejó la prisión no solo humillado sino también –y esto era posiblemente aún más importante– con una lección de humildad. Comprendió que, a pesar de toda su determinación para encarar al mal, no era un superhéroe sino un ser humano frágil que enfrentaba fuerzas situadas quizá por encima de su poder de resistencia.” Havel fue arrestado de nuevo en 1979 y, después de un juicio amañado, sentenciado a cuatro años y medio de prisión. Soportó ese tiempo con adusta determinación, como para expiar su falta anterior. Sus Cartas a Olga, escritas en prisión para esa esposa que había sufrido de todo, fueron un doloroso ejercicio de autoexamen que lo hizo más fuerte y menos tolerante a sus fallas. Para recobrar su heroísmo político tuvo que deshacerse de aquellos aspectos de su personalidad que lo habían conducido a la traición. Por eso se deshizo de “mi tendencia a confiar cuando no era oportuno, mi cortesía, mi tonta fe en las buenas intenciones de mis enemigos, mis constantes dudas sobre mí mismo, mis esfuerzos por llevarme bien con todos, mi necesidad constante de defenderme y explicarme”. Fue la prisión, reconocería Havel más tarde, la que lo preparó para el poder. Después de su liberación, en 1983, su vida personal continuó atravesada por el caos: reanudó sus amoríos con al menos dos mujeres, una de ellas la esposa de un amigo cercano. Pero, en términos políticos, su encarcelamiento había validado su autoridad moral en contra de un régimen que se hallaba en bancarrota. En su gran ensayo “El poder de los sin poder”, escrito un lustro antes, Havel había hablado por primera vez de la percepción de que el poder se estaba trasladando, sin remordimientos, de aquellos con las armas a aquellos con la verdad. En palabras de Žantovský: “La capacidad humana para ‘vivir en la verdad’, para reafirmar la ‘identidad auténtica del hombre’, es el arma nuclear que le da poder a los sin poder. Una vez que el sistema ya no es capaz de extraer de sus súbditos el respaldo ceremonial, sus pretensiones ideológicas se desmoronan como las mentiras que en realidad son.” A mediados de los años ochenta, antes de Gorbachov y la glásnost, Havel percibió que su autoridad crecía. Cuando la embajada de Estados Unidos en Praga daba una fiesta, escritores invitados como Kurt Vonnegut, Edward Albee y Philip Roth lo buscaban. Cuando Havel salió corriendo por cerveza durante una reunión en su departamento, el policía asignado a su vigilancia se ofreció a ir al pub y comprar más. Fue entonces cuando supo que el poder estaba fluyendo hacia él. En 1987, Gorbachov visitó Praga. Havel estaba paseando a su perro cuando se topó con el entonces secretario general del Partido Comunista soviético que saludaba a la multitud mientras entraba a su limusina. En una rara anticipación de lo que sería su propia experiencia, Havel imaginó cómo sería estar en el lugar de Gorbachov: Se pasa el día entero viendo los rostros poco atractivos de sus guardaespaldas, su agenda está llena de interminables informes, juntas y apariciones, tiene que hablar con una infinita cantidad de personas, recordarlas a todas y no confundir unas con otras, en todo momento debe decir cosas que sean ingeniosas pero correctas, cosas que el mundo, siempre hambriento de espectacularidad, no pueda arrebatarle y utilizar en su contra, debe sonreír siempre […] y después de un día así ¡ni siquiera puede tomarse una copa! De agosto de 1988 en adelante, los estudiantes y la policía se enfrentaron por el control de la Plaza de Wenceslao. Todos reconocían que Havel era el hombre del momento. En la metáfora química que utilizó uno de sus compañeros disidentes, Havel actuó como el carbono, fusionando todos los elementos del movimiento para crear un “compuesto de una fuerza irresistible”. Después de más de veinte años en la política, Havel había logrado sobrepasar los vicios característicos de los intelectuales metidos a políticos (prolijidad y amateurismo) y había adquirido un astuto sexto sentido sobre las fortalezas y debilidades tanto de sus adversarios como de sus amigos. Seis semanas después de dudar en público sobre si el régimen caería mientras él viviera, Havel saboreó el triunfo desde el balcón de la Plaza de Wenceslao, frente a cientos de miles de conciudadanos. Ahí también desplegó un heroísmo poco común. El 22 de noviembre de 1989 no le dijo a la eufórica multitud lo que quería oír, ni complació su fantasía sanguinaria. En cambio proclamó que su revolución debía ser diferente: “Aquellos que durante años se han enfrascado en una revancha sangrienta y violenta contra sus adversarios ahora nos temen. Pueden quedarse tranquilos, nosotros no somos como ellos.” Por un tiempo, “Nosotros no somos como ellos” se convirtió en el eslogan de la revolución. Havel no permitió que la venganza dictara la política de la victoria, ni siquiera cuando los revolucionarios rumanos fusilaban a los Ceaușescu. Aunque los odiados órganos de seguridad checoslovacos se habían infiltrado profundamente en la sociedad, incluso entre las filas de la disidencia, Havel prohibió una caza de brujas para erradicarlos. En su primer mensaje como presidente, dijo con severidad que ellos eran tan corruptos como el régimen que acababa de ser derrocado: “Lo peor es que vivimos en un ambiente moralmente contaminado. Caímos moralmente enfermos porque nos acostumbramos a decir algo diferente a lo que pensábamos, aprendimos a no creer en nada, a ignorarnos los unos a los otros, a cuidar solo de nosotros mismos.” Es raro que un líder ataque las ilusiones morales de su público, y aún más raro resistir a la tentación autosatisfactoria de la superioridad moral. No todos los primeros movimientos de Havel como presidente fueron tan acertados. Resultó ser un “microgestor” –alguien incapaz de delegar responsabilidades– que se fijaba demasiado en los muebles y las cortinas del palacio presidencial, incluso en los uniformes de los guardias. Su primer viaje no fue a Bratislava, para conservar de su lado a los eslovacos, socios involuntarios de la federación checa, sino a Alemania y luego a Estados Unidos para solazarse con la adulación de sus amigos extranjeros. Entre otros homenajes, recibió una pipa del jefe de una tribu india y tuvo la curiosa idea, al llegar a Moscú para visitar a Gorbachov, de que debían fumar esa pipa juntos. Un Gorbachov perplejo solo atinó a tartamudear: “pero yo no fumo”. Havel fue un presidente errático, con visión de futuro pero distraído por la celebridad global. Cometió errores verdaderamente estratégicos, sobre todo en su trato con los eslovacos, que, bajo su mandato, comenzaron a moverse hacia la independencia. En julio de 1992, cinco meses y medio antes de que checos y eslovacos se separaran formalmente, Havel dimitió admitiendo de manera humillante su fracaso en la tarea de mantener unida la Checoslovaquia de Masaryk. Podría haberse retirado y utilizado su autoridad moral para aconsejar y censurar desde los márgenes pero, contra el consejo de muchos, y convencido de que aún era indispensable, volvió a postularse para la presidencia y ganó. Los adornos del cargo (los coches, el cuerpo de seguridad, el avión presidencial) le atraían poco. Había una tentación más sutil, de carácter existencial: la confirmación de que aún importaba. Como confesaría después: Por un lado, el poder político te da la maravillosa oportunidad de corroborar, todo el día, que existes, que tienes una identidad innegable, que con cada palabra y cada acto estás dejando una marca muy visible en el mundo. Sin embargo, dentro de ese mismo poder político […] reside el terrible peligro de que mientras intentamos confirmar nuestra existencia y nuestra identidad, ese poder político de hecho nos despoje de ellas. Aquí su por otra parte valiente lucidez lo defraudó: pareció haber creído que ser honesto respecto a las tentaciones del poder le daba, de alguna manera, permiso para sucumbir ante ellas. Una vez que sucumbió, sus últimos años como presidente (de 1993 a 2003) fueron una via dolorosa. Su salud comenzó a fallar: una vida de fumador pudo más que él. Pasó casi dos años en el hospital o recuperándose. Cumplió erráticamente sus deberes en lo que sus amigos denominaron un estado de depresión crónica y dudas sobre sí mismo, precipitado por recurrentes humillaciones a manos de Václav Klaus, el primer ministro, su némesis y sucesor como presidente. Klaus, un economista de la “zona gris” del régimen anterior, se había unido a los disidentes solo cuando parecía que los vientos habían cambiado de rumbo. En su primera reunión, en los años ochenta, Havel, que obviamente sospechaba de Klaus, lo llamaba “doctor Volf”. Cuando volvieron a encontrarse, ahora como primer ministro y presidente, los elementos químicos de sus personalidades fueron fatalmente incompatibles. Como observa Žantovský: “En una confrontación directa, Havel no podía mantener su postura contra un oponente a quien no le pesara el respeto, era el encuentro de dos mundos. Ante Václav Klaus, el defensor de la no política se enfrentó a un consumado animal político.” Havel estaba mal preparado para la economía de transición, mientras que Klaus no perdió el tiempo y comenzó a vender empresas estatales y a privatizar servicios públicos en un vertiginoso viraje hacia el capitalismo que dejó al presidente muy alarmado. En un encuentro particularmente humillante, Havel le ruega a Klaus que haga algo para salvar el trabajo de una tal señora Beranova, la gerente de Rybarna, su restaurante favorito en Praga. Su intermediación acabó en nada. La pobre señora Beranova perdió su trabajo y, junto con otros 23,000 negocios, el restaurante fue vendido a miembros del mercado negro y excomunistas aprovechados. Havel quedó reducido a dar sermones moralizantes a sus conciudadanos, rogándoles que se aferraran a su brújula ética en medio del torbellino de consumismo y capitalismo que estaba barriendo Europa del Este. Pocos lo escucharon. Y cuando se casó con una joven actriz, después de la muerte de Olga, los tabloides checos le hicieron la vida imposible. Sus jeremiadas sobre vivir en la verdad fueron desechadas entre risas maliciosas. Klaus siempre le ganaba la partida a Havel en cuestiones de política interior, pero en asuntos exteriores Havel defendía su terreno. Utilizó su prestigio para asegurar la admisión de la República Checa en la otan y la Unión Europea, anclando así a su país, de manera permanente, en la arquitectura de Occidente. Los instintos básicos de Havel en términos geoestratégicos eran sensatos. Fue uno de los primeros en advertir que la era de Putin “unía lo peor del comunismo con lo peor del capitalismo”. Al terminar su administración, en 2003, Havel continuó padeciendo el acoso de la prensa y sufrió varias rachas de mala salud. Menos feliz de lo que esperaba al lado de su nueva esposa, y demasiado honesto para solazarse en el brillo pasado de sus logros, tan solo podía lamentarse de su reputación menguante. En una entrada de su diario de 2005, confiesa: “Huyo más y más […] del público, de la política, de la gente. Quizás incluso estoy huyendo de la mujer que me salvó la vida. Y, sobre todo, es probable que esté huyendo de mí mismo.” Su deseo de vivir en la verdad, sin importar la frecuencia con la que pudiera traicionar ese ideal, fue una fuerza que jamás lo abandonó, ni siquiera al final, cuando estaba tan delgado como un fósforo, consumido por la enfermedad y resistiendo apenas. “Michael –le dijo a su biógrafo cuando se vieron por última vez–, soy una ruina.” Sin embargo, su lucidez era extraordinaria. Al final de su vida comentó que se movía solo por su casa de campo; se había convertido en un maltrecho hombre de 75 años que limpiaba y se aseguraba de que su escritorio estuviera ordenado, de que los libros estuvieran apilados de cierta manera, de que los documentos no asomaran por ningún lado. ¿Por qué hacía esto?, se preguntó, o, mejor aún, ¿para quién? “Es como si constantemente esperara visitas, pero ¿de quién? Solo tengo una explicación: me preparo todo el tiempo para el Juicio Final, para el más alto tribunal al que no se le puede ocultar nada.” Havel murió en la Navidad de 2011. Este hombre complejo, que tuvo el valor de buscar la vida pública y, de ahí, el juicio sin perdón de sus conciudadanos, no podría haber anticipado cómo lo juzgarían al final. Se habían vuelto impacientes con sus discursos presidenciales. Se habían burlado de los fracasos en su vida privada. Habían entendido que, en política, Klaus lo había vencido. Pero cuando Havel fue depositado en su capilla ardiente, miles de personas llegaron a presentar sus respetos. Era como si hubieran reconocido, en la decepcionante realidad de la vida poscomunista (que desgraciadamente combina los aspectos más vulgares y las mayores desigualdades del capitalismo con la corrupción y las conspiraciones de la cultura política del comunismo), que al menos Havel había soñado con una política más moral y edificante. Si se burlaron de sus sermones, si no lo escucharon, no fue culpa suya. Muchos de los que estuvieron ahí lloraron su pérdida, como si comprendieran de nuevo, tras un largo intervalo de duda, la suerte inusitada de haber tenido un presidente demasiado humano. ~ Traducción del inglés de Roberto Frías. © 2015 The Atlantic Media Co., publicado originalmente en The Atlantic Magazine. Todos los derechos reservados. Distribuido por Tribune Content Agency.

 

El heroísmo es esencial en la política. Vivimos esperando que un político se ponga de pie en la polvorienta arena de Theodore Roosevelt y reconozcamos con asombro que ahí tenemos a una persona preparada para correr riesgos, decirnos lo que no queremos oír, afrontar una posible derrota por defender sus principios, lidiar con adversidades insuperables y, al hacerlo, mostrarnos que la política debe ser no solo el arte de lo posible sino también de lo imposible. Actualmente, tenemos escasez de héroes en todos lados, pero sobre todo en la política. La primavera árabe parece haber consumido a los líderes que se alzaron en las calles de El Cairo. En Birmania, Aung San Suu Kyi ha aprendido que quizá sea más fácil ser una santa que una política. Al menos por ahora, parece haber olvidado la voz moral que tuvo cuando se encontraba en cautiverio. Los héroes políticos abundan en China pero todos están en la cárcel. En Rusia, la heroica resistencia contra la tiranía sobrevive en las oficinas de Memorial, la organización no gubernamental que ahora es víctima de persecución, mientras que en el resto del país las élites políticas se suben cobardemente al carro de Putin, aun cuando no tienen idea de hacia dónde se dirigen. En Europa, Angela Merkel es respetada por su competencia, no por su coraje; François Hollande lucha por transmitir su autoridad y David Cameron parece cómodo imitando lo que es ser un primer ministro en lugar de serlo de una forma inflexible y decidida. En cuanto al presidente Obama, alguna vez tuvo coraje en abundancia, sobre todo cuando se lanzó a esa tentativa, en apariencia imposible, de alcanzar la presidencia. Ahora, mientras elogiamos su sensatez y mesura, también nos preguntamos dónde quedó su osadía.

Para encontrar coraje en el ámbito público, para recordar lo que se puede hacer en la transformación de nuestras esperanzas políticas, tenemos que volver a los canónicos líderes de 1989 y 1990. Eran tiempos que exigían valentía, y muchos líderes respondieron al desafío. Gorbachov mostró valor al no utilizar la fuerza para mantener unido su imperio. La magnanimidad y resistencia de Mandela llevaron a Sudáfrica del apartheid a un gobierno de mayoría negra. En Polonia, un trabajador de astillero, Lech Wałęsa, condujo a su país a la libertad. En Checoslovaquia, un dramaturgo llamado Václav Havel desafió la intimidación y el encarcelamiento para convertirse en el primer presidente de un país libre.

Havel: a life, la magnífica biografía de Havel escrita por Michael Žantovský, nos permite apreciar de manera compleja y novedosa el tamaño de su heroísmo, al tiempo que nos ayuda a pensar en el misterio del coraje; cómo fue que, en el caso de Havel, la valentía logró imponerse en un intelectual tan introvertido y moderado, además de un ser humano con tantas debilidades. Las sorpresas del retrato de Žantovský comienzan con la fotografía de la portada. Havel tiene un aspecto desaliñado, lleva un suéter arrugado sobre una camisa con el cuello abierto y se pasa la mano por el cabello sin peinar. Parece como si quisiera que el fotógrafo lo dejase en paz. Vemos a un hombre acorralado, cansado y sin consuelo, que se ha quedado sin palabras, un hombre que piensa: “¿Qué demonios me ha ocurrido?”

Ver a un héroe desastrado produce una fuerte impresión. Antes preferiríamos recordar las imágenes triunfantes de una era desaparecida, cuando Havel habló ante una abarrotada Plaza de Wenceslao en noviembre de 1989, cuando “el poder de los sin poder” lo catapultó de la prisión a la presidencia checoslovaca. Para los miembros de mi generación, que llegamos a la mayoría de edad en 1968, Havel definió lo que significaba, por usar sus propias palabras, “vivir en la verdad” y lo que era ejercer el poder sin ser destruido por él, o eso creíamos.

Žantovský, que fue amigo y secretario de prensa de Havel, nos pide que dejemos atrás la imagen heroica y que lo sigamos fuera del escenario. Así, retira el telón para revelar al Havel que conocieron sus más cercanos colaboradores, y que a veces tuvieron que soportar. Poco a poco se va aclarando el retrato de un mortal que fumaba un cigarrillo tras otro, que a menudo tenía resaca y a veces se entregaba al desenfreno, un hombre con frecuencia nervioso que tuvo problemas con las exigencias del poder y con una vida personal indisciplinada. Nos enteramos de que a menudo le fue infiel a su esposa Olga, la valiente mujer a la que consideraba su luz y guía moral. Havel intentó cuadrar el círculo confesándolo todo, si no antes después de sus repetidos abandonos. Olga aguantó sus infidelidades en silencio, haciéndose, de vez en cuando, con un amante propio y, al fin, forjando una personalidad pública independiente como primera dama de Checoslovaquia. Poco después de la muerte de Olga, en 1997, Havel desconcertó a sus amistades casándose con la joven actriz que había sido su amante a lo largo de la enfermedad terminal de su esposa.

Los héroes decepcionan inevitablemente. Lo que vuelve a Havel muy interesante es que se decepcionó a sí mismo. Nadie fue un juez más despiadado que él con sus fracasos, tanto políticos como personales. El país que quería mantener unido se dividió durante su ejercicio presidencial, en las repúblicas Checa y Eslovaca, y la cultura política del país se apartó mucho de las convicciones morales de Havel sobre la vida pública. Una valoración de la trayectoria de Havel es una valoración de toda una generación de disidentes de Europa del Este, de la revolución que encabezaron y de la venganza que la historia se ha cobrado con sus sueños.

Havel nació en un hogar privilegiado en 1936, hijo de un prominente empresario inmobiliario de Praga que había hecho su fortuna con la construcción del complejo comercial y de entretenimiento Lucerna, en la Plaza de Wenceslao. Para cualquier interpretación de la valentía de Havel es crucial recordar que nació en una Checoslovaquia moldeada por la presidencia de Tomáš Garrigue Masaryk. Sin Masaryk, otro intelectual liberal que condujo a su país a la democracia, quizá no habría existido Havel. Asimismo, sin la seguridad infundida por una educación privilegiada, quizá Havel habría dudado de su derecho a ser valiente.

A los dos años del nacimiento de Havel, la Checoslovaquia de Masaryk fue traicionada en Múnich. Luego vinieron la ocupación alemana, la guerra y, después, 41 años de dictadura comunista. La familia Havel sobrevivió a los alemanes y conservó algunas de sus propiedades tras la toma del poder por parte de los comunistas en 1948, pero los orígenes burgueses de Havel le impidieron desarrollar una carrera en la sociedad checoslovaca de la posguerra. La exclusión era dolorosa pero tenía sus ventajas. Quizá lo ayudó a mantener su honestidad.

En 1990, en el discurso que dio para aceptar un doctorado honorario de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Havel se preguntó sobre lo que ser excluido como un “enemigo de clase” le había ocasionado a su psique: “El motor oculto que impulsa todos mis obstinados esfuerzos es precisamente esta sensación interna de estar excluido, de no pertenecer a ninguna parte, un estado de desheredación, por así decirlo, y de no pertenencia fundamental.”

Aquí la palabra clave es “desheredación”. Nacido en la élite gobernante de la Checoslovaquia de Masaryk, Havel siempre trató a sus perseguidores comunistas como usurpadores sin experiencia. Su origen privilegiado también ayuda a explicar su famosa cortesía, así como algo menos obvio: su impotencia aprendida, que su biógrafo entiende con astucia como el atributo que Havel utilizaba, a sabiendas o no, para lograr que otros se le unieran:

Ya fuera por su constitución pequeña, un tanto frágil, por su actitud delicada o por sus reconocimientos explícitos de impotencia, ignorancia, confusión, fatiga y desesperanza, parecía tener una constante necesidad de ayuda e irradiar una permanente señal de auxilio, provocando que una gran cantidad de personas corriera a rescatarle, a ofrecerle apoyo, asistencia o afectuosa atención […] A veces parecía que era la más alta encarnación del poder de los “sin poder”, un hombre que podía conseguir cualquier cosa dejando clara su absoluta incapacidad para hacerlo solo.

Solemos pensar en el heroísmo como algo misteriosamente individual, pero la vida de Havel nos enseña que en realidad se trata de una virtud social, alimentada por lealtades hacia la gente que uno sabe que debe defender si quiere vivir en paz consigo mismo. Havel, el burgués renegado, encontró su primer hogar real en los teatros disidentes de Praga a principios de los años sesenta. Ahí se enamoró de ese mundo tras bambalinas de la utilería, los tramoyistas, los iluminadores, las maquillistas y los malolientes camerinos, además de las fiestas posteriores a la función en bares, restaurantes, clubs y cafés de la Ciudad Vieja. Este fue el mundo donde forjó las lealtades que hicieron posible el heroísmo y donde escribió las obras teatrales que, como Una fiesta en el jardín, lo convirtieron en una celebridad nacional y luego europea.

El público que acudía en masa a ver su trabajo en Alemania y Austria celebró a Havel como el último exponente de la vanguardia europea. Pero para el público joven de la Praga de los años sesenta, sus obras ponían el dedo en la llaga al ser astutas parodias de la surrealista burbuja de propaganda en la que el Partido Comunista buscaba encerrarlo. Havel tenía talento cómico para satirizar los fatuos clichés del partido. Esta lucidez artística, este buen entendimiento de la vacuidad del aparato del miedo, contribuyó a volverlo audaz. Al darse cuenta de que el régimen totalitario podía infundir el miedo de la gente, pero no su confianza, Havel encontró la esperanza de la que se alimenta el coraje. Más tarde apuntó: “¿Acaso no es el momento de mayores dudas el que da a luz nuevas certezas? Quizás el desamparo es el suelo que nutre la esperanza humana; quizás uno no pueda encontrar jamás sentido a esta vida sin experimentar primero su absurdo.”

Para mediados de los años sesenta, en menos de dos kilómetros cuadrados de la Ciudad Vieja, una brillante generación de artistas, dramaturgos, novelistas y cineastas (Jiří Menzel, Milan Kundera, Miloš Forman o el filósofo Jan Patočka) había creado un público de jóvenes checos que estaban, de hecho, viviendo en la verdad, en lo que el disidente Václav Havel llamó una “polis paralela”, fuera de la burbuja de la propaganda. Las autoridades, con la condescendencia propia de los poderosos, permitieron que esta polis emergiera, pues nunca imaginaron que quienes la integraban habrían de derrocarlos.

Esta falta de cálculo resultó fatal. En 1968, la polis paralela se había vuelto tan poderosa que orilló a las autoridades comunistas, lideradas por Alexander Dubček, hacia esa apertura limitada conocida como la Primavera de Praga. Havel tuvo una participación menor, más allá de una noche en un bar, en la que bebió de más y sermoneó al sorprendido Dubček a propósito de sus reformas. Rehusó darle la mano porque no sentía sino desdén hacia quienes pensaban que el comunismo podía reformarse como un “socialismo con rostro humano”. En esto mostró tener un juicio más astuto que el de Milan Kundera. Luego de que la Primavera de Praga fuera aplastada por los tanques soviéticos en agosto de 1968, Kundera escribió un ensayo que llevaba por título “El destino checo”, donde urgía a los checoslovacos a perseverar en el esfuerzo de reformar el comunismo. Havel fue cáustico en su respuesta: sería mejor, dijo, “enfrentar un presente cruel pero de final abierto” que permitirse sueños sin sentido. Havel y Kundera, quien se exilió en París poco después, jamás arreglaron sus diferencias.

En enero de 1969, Jan Palach, un estudiante de filosofía, murió al prenderse fuego en la Plaza de Wenceslao como protesta por la invasión de los tanques soviéticos. A diferencia de la mayoría de sus compañeros disidentes, Havel no reaccionó a la muerte de Palach con lágrimas, exasperación o ira desesperanzada. En cambio, como el político en que habría de convertirse, dio una entrevista televisiva en la que declaró, con extraña y, hasta ese momento, poco característica bravura: “Para nosotros hay un solo camino abierto: llevar nuestra batalla política hasta el final. Entiendo la muerte de Jan Palach como una advertencia contra nuestro suicidio moral.” El suicidio moral (aceptar un trabajo del régimen, informar sobre los antiguos amigos disidentes) se convirtió en un modo común, si bien deprimente, de colaboración durante los años setenta. La polis paralela colapsó, dejando que los pocos disidentes restantes tuvieran que enfrentar solos la presión completa del régimen. Sobre esa larga década, dice Žantovský, “pocos pueden imaginar el ánimo apesadumbrado, el letargo, que se parecía a un estado de semianestesia”.

Sorprendentemente, esta fue la época en que Havel se transformó poco a poco en el líder de la resistencia checoslovaca. Su evolución no fue inmediata ni inevitable. De hecho, tomó algunos extraños vericuetos. En lo que parece un intento por refutar las acusaciones del régimen acerca de que era un parásito burgués, Havel trabajó durante nueve meses moviendo barriles en una cervecera, al tiempo que se trasladaba en un Mercedes negro. La labor era fría, anestesiante y mecánica, pero la escritura lo salvó, y le permitió convertir una experiencia embrutecedora en resistencia y revuelta. En la temporada que pasó en la fábrica de cerveza escribió una obra titulada Audiencia que, después de su estreno en Viena en 1976 (el régimen checoslovaco le prohibió asistir), fue aclamada como una sátira sobre el “paraíso de los trabajadores”.

En 1975, Havel le escribió una desafiante carta abierta a Gustáv Husák, el secretario general del Partido Comunista, donde señalaba que la “normalización” de la sociedad después de la Primavera de Praga solo había resultado en “la calma de la morgue o de la tumba”. Y luego agregó: “Así, al tratar de paralizar la vida, las autoridades se paralizan a sí mismas y, a la larga, se incapacitan para seguir paralizando la vida.” Después de esta declaración de guerra, el régimen intentó mantenerlo apartado de los teatros de la ciudad y de sus amigos. Como un anticipo de la intimidación que vendría, la policía acampó delante de su departamento de Praga y de su casa de campo, y tanto él como sus amigos fueron sometidos a interrogatorios de forma rutinaria.

Durante esta época, cuando nadie podía imaginar que un desafío al régimen podría tener éxito, Havel descubrió (en las palabras por las que se le recuerda mejor) que “la esperanza no es la convicción de que las cosas saldrán bien, sino la certidumbre de que algo tiene sentido, sin importar su resultado final”. Para decir esas palabras, uno tiene que ganarse el derecho a decirlas, y Havel lo hizo, no solo a través de su tenacidad sino del fracaso y la vergüenza. No siempre se mantuvo firme bajo presión. De hecho, alguna vez se quebró, y la dolorosa lección que aprendió de su propia debilidad lo ayudó a convertirse en un líder más humilde y resistente.

En 1977, Havel y un pequeño grupo de disidentes fundaron Carta 77, una organización de derechos humanos que los soviéticos habían aceptado, en los Acuerdos de Helsinki, a cambio de que Occidente reconociera su hegemonía sobre Europa del Este. A la larga, Carta 77 se convertiría en el movimiento que pondría de rodillas al régimen pero, en sus primeros años, la lista de miembros era minúscula y la represión que sufrió fue feroz. Havel fue arrestado ese mismo mes de enero de 1977 y, luego de veinte sesiones de interrogatorio, prometió concentrarse en sus “actividades artísticas” y abstenerse de “inspirar u organizar iniciativas colectivas o declaraciones públicas”. Cuando el régimen obtuvo este compromiso de buen comportamiento, lo dejó ir. Havel no tardó en negar el compromiso, pero el daño que sufrió su reputación entre los disidentes fue severo. Quedaría profundamente avergonzado por su debilidad. El comentario de Žantovský sobre este episodio es insuperable: “Havel dejó la prisión no solo humillado sino también –y esto era posiblemente aún más importante– con una lección de humildad. Comprendió que, a pesar de toda su determinación para encarar al mal, no era un superhéroe sino un ser humano frágil que enfrentaba fuerzas situadas quizá por encima de su poder de resistencia.”

Havel fue arrestado de nuevo en 1979 y, después de un juicio amañado, sentenciado a cuatro años y medio de prisión. Soportó ese tiempo con adusta determinación, como para expiar su falta anterior. Sus Cartas a Olga, escritas en prisión para esa esposa que había sufrido de todo, fueron un doloroso ejercicio de autoexamen que lo hizo más fuerte y menos tolerante a sus fallas. Para recobrar su heroísmo político tuvo que deshacerse de aquellos aspectos de su personalidad que lo habían conducido a la traición. Por eso se deshizo de “mi tendencia a confiar cuando no era oportuno, mi cortesía, mi tonta fe en las buenas intenciones de mis enemigos, mis constantes dudas sobre mí mismo, mis esfuerzos por llevarme bien con todos, mi necesidad constante de defenderme y explicarme”.

Fue la prisión, reconocería Havel más tarde, la que lo preparó para el poder. Después de su liberación, en 1983, su vida personal continuó atravesada por el caos: reanudó sus amoríos con al menos dos mujeres, una de ellas la esposa de un amigo cercano. Pero, en términos políticos, su encarcelamiento había validado su autoridad moral en contra de un régimen que se hallaba en bancarrota. En su gran ensayo “El poder de los sin poder”, escrito un lustro antes, Havel había hablado por primera vez de la percepción de que el poder se estaba trasladando, sin remordimientos, de aquellos con las armas a aquellos con la verdad. En palabras de Žantovský: “La capacidad humana para ‘vivir en la verdad’, para reafirmar la ‘identidad auténtica del hombre’, es el arma nuclear que le da poder a los sin poder. Una vez que el sistema ya no es capaz de extraer de sus súbditos el respaldo ceremonial, sus pretensiones ideológicas se desmoronan como las mentiras que en realidad son.”

A mediados de los años ochenta, antes de Gorbachov y la glásnost, Havel percibió que su autoridad crecía. Cuando la embajada de Estados Unidos en Praga daba una fiesta, escritores invitados como Kurt Vonnegut, Edward Albee y Philip Roth lo buscaban. Cuando Havel salió corriendo por cerveza durante una reunión en su departamento, el policía asignado a su vigilancia se ofreció a ir al pub y comprar más. Fue entonces cuando supo que el poder estaba fluyendo hacia él.

En 1987, Gorbachov visitó Praga. Havel estaba paseando a su perro cuando se topó con el entonces secretario general del Partido Comunista soviético que saludaba a la multitud mientras entraba a su limusina. En una rara anticipación de lo que sería su propia experiencia, Havel imaginó cómo sería estar en el lugar de Gorbachov:

Se pasa el día entero viendo los rostros poco atractivos de sus guardaespaldas, su agenda está llena de interminables informes, juntas y apariciones, tiene que hablar con una infinita cantidad de personas, recordarlas a todas y no confundir unas con otras, en todo momento debe decir cosas que sean ingeniosas pero correctas, cosas que el mundo, siempre hambriento de espectacularidad, no pueda arrebatarle y utilizar en su contra, debe sonreír siempre […] y después de un día así ¡ni siquiera puede tomarse una copa!

De agosto de 1988 en adelante, los estudiantes y la policía se enfrentaron por el control de la Plaza de Wenceslao. Todos reconocían que Havel era el hombre del momento. En la metáfora química que utilizó uno de sus compañeros disidentes, Havel actuó como el carbono, fusionando todos los elementos del movimiento para crear un “compuesto de una fuerza irresistible”. Después de más de veinte años en la política, Havel había logrado sobrepasar los vicios característicos de los intelectuales metidos a políticos (prolijidad y amateurismo) y había adquirido un astuto sexto sentido sobre las fortalezas y debilidades tanto de sus adversarios como de sus amigos.

Seis semanas después de dudar en público sobre si el régimen caería mientras él viviera, Havel saboreó el triunfo desde el balcón de la Plaza de Wenceslao, frente a cientos de miles de conciudadanos. Ahí también desplegó un heroísmo poco común. El 22 de noviembre de 1989 no le dijo a la eufórica multitud lo que quería oír, ni complació su fantasía sanguinaria. En cambio proclamó que su revolución debía ser diferente: “Aquellos que durante años se han enfrascado en una revancha sangrienta y violenta contra sus adversarios ahora nos temen. Pueden quedarse tranquilos, nosotros no somos como ellos.”

Por un tiempo, “Nosotros no somos como ellos” se convirtió en el eslogan de la revolución. Havel no permitió que la venganza dictara la política de la victoria, ni siquiera cuando los revolucionarios rumanos fusilaban a los Ceaușescu. Aunque los odiados órganos de seguridad checoslovacos se habían infiltrado profundamente en la sociedad, incluso entre las filas de la disidencia, Havel prohibió una caza de brujas para erradicarlos. En su primer mensaje como presidente, dijo con severidad que ellos eran tan corruptos como el régimen que acababa de ser derrocado: “Lo peor es que vivimos en un ambiente moralmente contaminado. Caímos moralmente enfermos porque nos acostumbramos a decir algo diferente a lo que pensábamos, aprendimos a no creer en nada, a ignorarnos los unos a los otros, a cuidar solo de nosotros mismos.”

Es raro que un líder ataque las ilusiones morales de su público, y aún más raro resistir a la tentación autosatisfactoria de la superioridad moral. No todos los primeros movimientos de Havel como presidente fueron tan acertados. Resultó ser un “microgestor” –alguien incapaz de delegar responsabilidades– que se fijaba demasiado en los muebles y las cortinas del palacio presidencial, incluso en los uniformes de los guardias. Su primer viaje no fue a Bratislava, para conservar de su lado a los eslovacos, socios involuntarios de la federación checa, sino a Alemania y luego a Estados Unidos para solazarse con la adulación de sus amigos extranjeros. Entre otros homenajes, recibió una pipa del jefe de una tribu india y tuvo la curiosa idea, al llegar a Moscú para visitar a Gorbachov, de que debían fumar esa pipa juntos. Un Gorbachov perplejo solo atinó a tartamudear: “pero yo no fumo”.

Havel fue un presidente errático, con visión de futuro pero distraído por la celebridad global. Cometió errores verdaderamente estratégicos, sobre todo en su trato con los eslovacos, que, bajo su mandato, comenzaron a moverse hacia la independencia. En julio de 1992, cinco meses y medio antes de que checos y eslovacos se separaran formalmente, Havel dimitió admitiendo de manera humillante su fracaso en la tarea de mantener unida la Checoslovaquia de Masaryk.

Podría haberse retirado y utilizado su autoridad moral para aconsejar y censurar desde los márgenes pero, contra el consejo de muchos, y convencido de que aún era indispensable, volvió a postularse para la presidencia y ganó. Los adornos del cargo (los coches, el cuerpo de seguridad, el avión presidencial) le atraían poco. Había una tentación más sutil, de carácter existencial: la confirmación de que aún importaba. Como confesaría después:

Por un lado, el poder político te da la maravillosa oportunidad de corroborar, todo el día, que existes, que tienes una identidad innegable, que con cada palabra y cada acto estás dejando una marca muy visible en el mundo. Sin embargo, dentro de ese mismo poder político […] reside el terrible peligro de que mientras intentamos confirmar nuestra existencia y nuestra identidad, ese poder político de hecho nos despoje de ellas.

Aquí su por otra parte valiente lucidez lo defraudó: pareció haber creído que ser honesto respecto a las tentaciones del poder le daba, de alguna manera, permiso para sucumbir ante ellas. Una vez que sucumbió, sus últimos años como presidente (de 1993 a 2003) fueron una via dolorosa. Su salud comenzó a fallar: una vida de fumador pudo más que él. Pasó casi dos años en el hospital o recuperándose. Cumplió erráticamente sus deberes en lo que sus amigos denominaron un estado de depresión crónica y dudas sobre sí mismo, precipitado por recurrentes humillaciones a manos de Václav Klaus, el primer ministro, su némesis y sucesor como presidente.

Klaus, un economista de la “zona gris” del régimen anterior, se había unido a los disidentes solo cuando parecía que los vientos habían cambiado de rumbo. En su primera reunión, en los años ochenta, Havel, que obviamente sospechaba de Klaus, lo llamaba “doctor Volf”. Cuando volvieron a encontrarse, ahora como primer ministro y presidente, los elementos químicos de sus personalidades fueron fatalmente incompatibles. Como observa Žantovský: “En una confrontación directa, Havel no podía mantener su postura contra un oponente a quien no le pesara el respeto, era el encuentro de dos mundos. Ante Václav Klaus, el defensor de la no política se enfrentó a un consumado animal político.”

Havel estaba mal preparado para la economía de transición, mientras que Klaus no perdió el tiempo y comenzó a vender empresas estatales y a privatizar servicios públicos en un vertiginoso viraje hacia el capitalismo que dejó al presidente muy alarmado.

En un encuentro particularmente humillante, Havel le ruega a Klaus que haga algo para salvar el trabajo de una tal señora Beranova, la gerente de Rybarna, su restaurante favorito en Praga. Su intermediación acabó en nada. La pobre señora Beranova perdió su trabajo y, junto con otros 23,000 negocios, el restaurante fue vendido a miembros del mercado negro y excomunistas aprovechados. Havel quedó reducido a dar sermones moralizantes a sus conciudadanos, rogándoles que se aferraran a su brújula ética en medio del torbellino de consumismo y capitalismo que estaba barriendo Europa del Este. Pocos lo escucharon. Y cuando se casó con una joven actriz, después de la muerte de Olga, los tabloides checos le hicieron la vida imposible. Sus jeremiadas sobre vivir en la verdad fueron desechadas entre risas maliciosas.

Klaus siempre le ganaba la partida a Havel en cuestiones de política interior, pero en asuntos exteriores Havel defendía su terreno. Utilizó su prestigio para asegurar la admisión de la República Checa en la otan y la Unión Europea, anclando así a su país, de manera permanente, en la arquitectura de Occidente. Los instintos básicos de Havel en términos geoestratégicos eran sensatos. Fue uno de los primeros en advertir que la era de Putin “unía lo peor del comunismo con lo peor del capitalismo”.

Al terminar su administración, en 2003, Havel continuó padeciendo el acoso de la prensa y sufrió varias rachas de mala salud. Menos feliz de lo que esperaba al lado de su nueva esposa, y demasiado honesto para solazarse en el brillo pasado de sus logros, tan solo podía lamentarse de su reputación menguante. En una entrada de su diario de 2005, confiesa: “Huyo más y más […] del público, de la política, de la gente. Quizás incluso estoy huyendo de la mujer que me salvó la vida. Y, sobre todo, es probable que esté huyendo de mí mismo.”

Su deseo de vivir en la verdad, sin importar la frecuencia con la que pudiera traicionar ese ideal, fue una fuerza que jamás lo abandonó, ni siquiera al final, cuando estaba tan delgado como un fósforo, consumido por la enfermedad y resistiendo apenas. “Michael –le dijo a su biógrafo cuando se vieron por última vez–, soy una ruina.” Sin embargo, su lucidez era extraordinaria. Al final de su vida comentó que se movía solo por su casa de campo; se había convertido en un maltrecho hombre de 75 años que limpiaba y se aseguraba de que su escritorio estuviera ordenado, de que los libros estuvieran apilados de cierta manera, de que los documentos no asomaran por ningún lado. ¿Por qué hacía esto?, se preguntó, o, mejor aún, ¿para quién? “Es como si constantemente esperara visitas, pero ¿de quién? Solo tengo una explicación: me preparo todo el tiempo para el Juicio Final, para el más alto tribunal al que no se le puede ocultar nada.”

Havel murió en la Navidad de 2011. Este hombre complejo, que tuvo el valor de buscar la vida pública y, de ahí, el juicio sin perdón de sus conciudadanos, no podría haber anticipado cómo lo juzgarían al final. Se habían vuelto impacientes con sus discursos presidenciales. Se habían burlado de los fracasos en su vida privada. Habían entendido que, en política, Klaus lo había vencido. Pero cuando Havel fue depositado en su capilla ardiente, miles de personas llegaron a presentar sus respetos. Era como si hubieran reconocido, en la decepcionante realidad de la vida poscomunista (que desgraciadamente combina los aspectos más vulgares y las mayores desigualdades del capitalismo con la corrupción y las conspiraciones de la cultura política del comunismo), que al menos Havel había soñado con una política más moral y edificante. Si se burlaron de sus sermones, si no lo escucharon, no fue culpa suya. Muchos de los que estuvieron ahí lloraron su pérdida, como si comprendieran de nuevo, tras un largo intervalo de duda, la suerte inusitada de haber tenido un presidente demasiado humano. ~

Traducción del inglés de Roberto Frías.

© 2015 The Atlantic Media Co., publicado originalmente

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