Opinión

Para que el árbol pueda crecer

Alicia Álamo Bartolomé:

 

Tiene seguidores la ciencia Gerontología que, según Xavier Reyes Matheus, acabo de fundar. Hay una ya existente, la gerontología, trata de la vejez y los fenómenos que la caracterizan, ¡cosa más sabida! Mi creación es otra cosa, es pedagoga, enseña a envejecer. Dentro de estas enseñanzas hay una que ya traté someramente en mi artículo anterior: el desprendimiento.

 

Saber desprenderse no es sólo práctica útil para viejos, sino un ejercicio enriquecedor  para todas las edades,  fortalece la  personalidad y nos hace

individuos de unión y servicio en la sociedad. Los padres que enseñan a sus hijos pequeños a no aferrarse a juguetes por considerarlos sólo suyos, sino que los compartan con sus hermanos, amigos y, en un caso dado, regalen alguno a un niño pobre, están dando a su prole una gran lección de vida. Les hacen ver al otro, a vivir en una comunidad de entendimiento y armonía, base de una sociedad sana.

 

Hay que saber desprenderse de tantas cosas en la vida. Hasta de la familia cuando una vocación lo exige. Sobre todo la religiosa. Pero no es la única. Muchas veces hay que cortar lazos para dedicarse a la ciencia, el arte, la filantropía, la beneficencia. Siempre se sentirá el desgarrón doloroso. Sin embargo, la renuncia se envuelve luego en la paz y felicidad del deber cumplido. En nuestra existencia se presentan siempre encrucijadas y hay que escoger un camino o el otro. La escogencia significa renunciar a la otra posibilidad. Ley de vida.

 

Tristes aferramientos son aquellos a objetos materiales: mi carro, mi cama mi almohada, mi traje, mi sillón, mi cuchara… ¡Ay, se quebró un plato o una taza de mi vajilla fina! ¡Qué tragedia! ¡Dios mío se nos van los seres queridos para siempre, nos dejan sólo sus peroles sin alma, ¿y vamos a  llorar por alfileres?! Así somos. Cuando se trata de propiedades más trascendentales la cosa se pone color de hormiga.

 

Porque nos creemos dueños de lo que creamos o fundamos -lo he escrito ya- y no es así. Estamos en este mundo por voluntad de Dios o no sé de qué fuerza extraña que dirán los ateos. Nos cae, por providencia o por casualidad, una misión: sea un trabajo, un invento, una fundación. Si sabemos responder, nos dedicamos con ahínco a dar forma a ese mandato. Levantamos una institución docente, económica, política, religiosa, cultural. Con el tiempo y por costumbre, la gente llegará a decir la fundación de fulano. Ahí está el quiebre. Esa institución es de para quienes se creó. Tú y yo no hemos sido sino el instrumento apto y competente para su nacimiento y crecimiento, nada de propietarios. Más bien hemos debido formar a otros para que sigan con la misión y nosotros retirarnos cuando el tiempo y la edad nos hacen declinar. Cuántos sinsabores se evitarían si  supiéramos retirarnos a tiempo, con sano desprendimiento.

 

Cuidado si algunos de esos oficiosos y aduladores, que siempre revoloteen alrededor de los que hacen cabeza, vienen con la proposición de llamar la institución con nuestro nombre. No lo aceptemos jamás. Si quieren, que lo hagan después de nuestra muerte, porque mientras vivamos no estamos exentos de equivocaciones y meteduras de pata. Triste cosa que vengan luego a quitar nombres, tumbar estatuas y en lugar de quedar elevados en la gloria, nos dejen en el estero del olvido. Por mi parte, nunca he aceptado un homenajes de ese tipo, ni siquiera una condecoración, que además están muy desprestigiadas, porque más que otorgarlas, hay mucha gente que las solicita, ¡y las consigue!

 

No. Desprendámonos tanto de honores como de objetos terrenales; de posesiones institucionales que añaden peso a nuestras alas para volar ligeros hacia la eternidad, que nos impiden saborear el delicioso néctar de la libertad. Abramos las puertas a las nuevas generaciones, ojalá formadas por nosotros, para que cumplan su misión en la sociedad, la nación y el mundo.

 

Termino con la frase que me escribió, a propósito del artículo en cuestión, mi dilecta sobrina  Dra. María Boccalandro Álamo de Mirabal, hoy víctima de la diáspora nacional, dando su talento, su trabajo y su genio a los Estados Unidos: … para que el árbol pueda crecer la semilla debe morir..

Publicado originalmente en El Impulso de Barquisimeto

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