Testimonios

El viaje a Coro en diciembre de 1928

Horacio Biord Castillo:

En 1923 siendo aún párroco de San Casimiro el presbítero Lucas Guillermo Castillo Hernández, hermano de mi abuelo Rosalio de los Reyes Castillo Hernández, fue nombrado obispo de Coro. Sería el primer obispo de esa recién creada diócesis, que de alguna manera pudiera interpretarse en parte como la restauración de la antigua diócesis de Venezuela que tuvo por sede a la ciudad de Santa Ana de Coro, fundada el 26 de julio de 1527.

El padre Lucas, como se le llamaba, incluso a veces con el diminutivo familiar de Luquitas para distinguirlo de su tío Lucas Castillo Arteaga de quien heredaba el nombre, tenía entonces 44 años, pues había nacido el 10 de febrero de 1879. No imaginaba, él que había planeado retirarse a una vida monacal de silencio y oración, ni aquel sorpresivo nombramiento ni mucho menos los retos que le esperaban en las tierras de Falcón, tan secas en su mayor parte como llenas de historia natural y humana.

Se trataba de una Venezuela eminentemente rural todavía, un país pre petrolero, con escasos servicios, sin grandes infraestructuras públicas, con pocas carreteras y muchas carencias. La pobreza y el atraso material contrastaban, sin embargo, con el enorme patrimonio constituido por los valores y la laboriosidad de su población, los saberes y haceres populares, los sentimientos y los afectos que fundamentaban las redes socio parentales.

Como parte de su apostolado en pro de la grey falconiana y con motivo del cuatricentenario de la ciudad de Coro, monseñor Castillo Hernández decidió organizar un Congreso Nacional Mariano que, por sus características, constituía a la vez un hermoso reto y una oportunidad para la entonces naciente diócesis coriana. Obispos, sacerdotes, religiosas, seminaristas y seglares se movilizarían hasta la cuatro veces centenaria Santa Ana de Coro para participar en el extraordinario evento. Después de varios obstáculos y retrasos, finalmente se logró realizar del 7 al 12 de diciembre de 1928 (Ver Castillo Lara, Rosalio. 2004. Monseñor Lucas Guillermo Castillo, un pastor según el corazón e dio: Caracas. Paulina Editorial e Instituto Universitario Salesiano Padre Ojeda.).

Los hermanos Lucas Guillermo y Rosalio de los Reyes, un poco mayor que él, eran muy unidos y el congreso mariano les ofreció a los hermanos la oportunidad para que Rosalio (mi abuelo), su esposa Guillermina (mi abuela), sus seis hijos mayores, pues mi madre que era la menor no había nacido aún, y otros parientes y allegados visitaran al hermano, al tío, al pariente y conocieran la ciudad de los médanos. Sin embargo, aquel viaje revestía no pocas dificultades logísticas. La familia vivía en la casa solariega de Güiripa en las montañas aragüeñas, muy próximas al límite con el estado Miranda que lo constituyen naturalmente las filas de algunos cerros.

Con la emoción del encuentro familiar se dispuso el traslado de unas once o doce personas. El viaje se hizo en varias etapas. La primera en bestias desde Güiripa hasta San Casimiro, unos 6 km. de distancia aproximadamente. De allí se continuó hasta Puerto Cabello en un autobús contratado por mi abuelo para tal fin, quizá un camión adaptado para transportar pasajeros que era propiedad de un vecino de San Casimiro.

Cuando se terminada el abordaje de los viajeros alguien se percató de que faltaba María Sequeda, una persona muy especial y cercana al corazón de mi abuela. Había sido su aya y, tras el matrimonio de mi abuela en 1918, la acompañó de la casa paterna de los Lara Peña en San Sebastián de Los Reyes a Güiripa, donde está aún la casa de mi abuelo Rosalio que desde entonces fue la residencia familiar. “María Sequeda”, la llamaban en el apuro de la salida. Alguien, tal vez el conductor del vehículo, al oír el apellido se apresuró a preguntar que por qué tenía que quedarse, que había sitio para ella en el vehículo. Quizá la misma persona que la llamaba y que había dado origen a la confusión, le indicó al hombre que María no se quedaba sino que “Sequeda” era su apellido. María Sequeda no fue solo el aya de mi abuela, sino también de sus hijos, a quienes consentía sin cesar y protegía incluso, a lo que no se atrevían otras personas del servicio, de los correazos de mi abuelo y quizá de los pellizcos y castigos de mi abuela.

El viaje desde San Casimiro hasta Puerto Cabello, en el estado Carabobo, debió seguir la siguiente ruta: pasando por Pardillal, que era la encrucijada donde el camino seguía a la izquierda por el Llano hacia Camatagua y Carmen de Cura, hasta San Sebastián de los Reyes. Desde allí a San Juan de los Morros, hoy capital del estado Guárico pero aún perteneciente al estado Aragua. De ahí por Villa de Cura y quizá por Cagua hasta Turmero y de Turmero a Maracay. Desde Maracay, bordeando el Lago de Valencia por la Península de la Cabrera que se adentra en el lago, a Mariara. De ahí a Valencia y de Valencia, por la hoy llamada carretera vieja que pasa por Las Trincheras, a Puerto Cabello, la ciudad del Castillo Libertador señoreada desde la montaña por el Fortín Solano.

En Puerto Cabello pernoctaron y tomaron luego un vapor hasta La Vela de Coro. El viaje se hacía al atardecer para llegar al amanecer. Costearían Morón, Boca de Aroa, Tucacas, Chichirivichi, San Juan de los Cayos y finalmente La Vela. Allí los recogió mi tío abuelo, monseñor Lucas Guillermo Castillo Hernández, en varios automóviles que seguramente le habían cedido las autoridades o familias amigas de Coro, una de las cuales prestó también su casa para albergar a la familia del obispo. Imagino tanto la emoción impulsiva de los niños, contenida por las miradas y reconvenciones de los mayores, como la actitud curiosa y llena de deleite de los adultos.

Al concluir el congreso regresaron a Güiripa, según refiere en sus memorias el cardenal Rosalio Castillo Lara, mi tío, que entonces era un niño de 6 años, pues había nacido el 04 de septiembre de 1922:

“En los primeros días de diciembre de 1928, toda la familia fue a Coro para asistir al Congreso Nacional Mariano que Mons. Lucas Guillermo Castillo había preparado para celebrar el IV Centenario de la fundación de la ciudad.

Fuimos en autobús hasta Puerto Cabello y desde allí en barco hasta La Vela. En Puerto Cabello vi por primera vez el mar y, desde el hotel, contemplé unos peces grandes que nadaban en las azules aguas y atrapaban los pedacitos de pan que les dejábamos caer. Me impresionó mucho. Durante el viaje en barco hubo un mareo general. En Coro, llegamos a una casa que nos habían puesto a la orden. Hacía mucho calor.

Del Congreso me impresionó la cantidad de Obispos, la enorme cantidad de gente, los largos discursos y una desbandada que se produjo cuando se incendió una lámpara Petromax.

Regresamos el día después de la conclusión del Congreso. Monseñor Castillo, quedó muy contento, porque el congreso fue todo un éxito.” (Castillo Lara, Rosalio. 2008. Autobiografía. Memorias desde el ocaso. Caracas: Fundación María Auxiliadora de Güiripa, p. 18).

Las lámparas Petromax funcionaban con aceite o algún líquido oleoso. Constituían una forma muy común de alumbrarse antes de la electrificación y es posible que la caída de una lámpara o el derrame del combustible hubiera ocasionado el percance. Siguiendo el testimonio de mi tío, el viaje debió haberse hecho en varias jornadas: un día de Güiripa a San Casimiro, al día siguiente en vehículo hasta Puerto Cabello, donde pernoctarían, y luego en la tarde el viaje a La Vela.

En la familia ese viaje quedó registrado como una gran proeza, como un extraordinario acontecimiento que interrumpió, enriqueciéndola, la rutina de la cotidianidad familiar y, por supuesto, su imaginario. Con mucha frecuencia se hablaba de ese viaje y las anécdotas que se derivaron del periplo y su constante evocación. Tal vez marcó el final de una época, pues el año siguiente la crisis económica de 1929 generó en adelante severas dificultades para una familia que vivía de la producción de café.

Los niños corretearon a sus anchas, tanto así que en la casa donde los albergaban, que tenía amplios corredores y es de suponer que un arbolado patio interno que daría frescor a la vivienda, los muchachos jugando al no más llegar de Puerto Cabello quebraron un aguamanil. Imagino los regaños y la vergüenza de mis abuelos. Otro día, los morochos José Antonio y José Rafael, nacidos el 28 de agosto de 1923 y por tanto de cinco años entonces, se perdieron a la salida de una ceremonia religiosa y regresaron descalzos con los zapatos al hombro, guindados con las trenzas anudadas.

El viaje a Coro siempre se invocaba en la familia para referir un hecho sin precedentes en las rutinas familiares y luego sin otros acontecimientos que pudieran comparársele. Una de las personas que más recordaba aquel viaje era Elenucha. Elena Beatriz Tovar fue una extraordinaria mujer. Había llegado en junio de 1921 a casa de mi abuela para ayudarla por 15 días tras el nacimiento el 23 de ese mes de junio de su segundo hijo, Lucas Guillermo Castillo Lara, luego extraordinario historiador e individuo de número de la Academia Nacional de la Historia. Elena se quedó con nosotros hasta su fallecimiento en Caracas en abril de 1981, sesenta años después de su llegada a la casa familiar.

Elena, todo un personaje, recordaba con íntima satisfacción aquel viaje que probablemente nunca soñó hacer en su niñez. Refiere mi prima Manzana Zamora Lara que en 1952 viviendo la familia todavía en la casa de San José, en Caracas, Elena le pidió a su mamá, mi tía abuela Carmen Elena Lara Peña de Zamora, hermana de mi abuela Guillermina y una de las viajeras a Coro en 1928, que le hiciera unos fondos con una tela que había comprado en esa ciudad para nosotros casi mítica. Al sacarla, 24 años después, aquel género se había deteriorado mucho y hubo que desecharlo.

Este viaje a Coro nos recuerda las características de esa Venezuela rural, familiar, patriarcal en el mejor sentido, que hoy parece tan desdibujada y que probablemente si no rescatamos su memoria y la preservamos pueda desleírse ante tantos cambios sociales, entre ellos la creciente emigración de venezolanos. De tanto prolongarse esta última, como ha venido sucediendo, quizá impida a las nuevas generaciones, a las segundas y terceras generaciones de migrantes, mantener no tanto el vínculo afectivo que ojalá permanezca sino la memoria menuda del país que hemos sido y por tanto, por ello mismo, por haber sido, somos ahora.-

 

Horacio Biord Castillo

Escritor, investigador y profesor universitario

Contacto y comentarios: hbiordrcl@gmail.com

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