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Encuentros 17

Nelson Martínez Rust:

¡Bienvenidos!

El número nueve de “Lumen Gentium”, apoyándose en 1 P 3,5-6, le atribuye al “Pueblo de Dios” el carácter “sacerdotal” explicitándolo posteriormente en los números diez y once. El calificativo de “profético” lo conseguimos en el número doce: “El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo”. Igualmente hace alusión a la función “regia” cuando afirma: “…el mismo Espíritu Santo no solo santifica y dirige al Pueble d Dios mediante los sacramentos y los ministerios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Cor 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia” (LG 12). De esta manera el Concilio nos presenta al “Pueblo de Dios” revestido de una triple función. Para comprender esta afirmación conciliar en todo su alcance es necesario estudiarla en la persona de Cristo que es de quien dimanan.

1º.  Cristo es sacerdote

Los valores sacerdotales del Antiguo Testamento adquieren su plenitud en Cristo. Cuando Jesús habla de su muerte, sus enemigos ven en ello el castigo por la blasfemia; sus discípulos un fracaso estruendoso, pero para Jesús es un sacrificio que Él describe con figuras del Antiguo Testamento: “Siervo de Dios” (Mc 10,45) y la evocación del “Cordero Pascual” (Mc 14,24). Acepta su muerte y la ofrece como un sacerdote que ofrece una víctima. Para Pablo, la muerte de Jesús es el acto supremo de su libertad, el sacrificio por excelencia, un acto sacerdotal, ofrecido por él mismo. Para la “Carta a los Hebreos”, este sacerdocio se enraíza en su mismo ser que lo convierte en mediador por excelencia. De esta manera, Jesús se revela sacerdote por la ofrenda de su sacrificio – su persona – y por el servicio que presta a la Palabra. Los apóstoles representarán este sacerdocio como una liturgia mediante la cual el cristiano participa insertándose en este único sacerdocio.

2º.  Cristo es profeta

Lo que la función profética revela no se reduce a la dicción de unas simples palabras, la vida del profeta debe siempre acompañar la participación simbólica en el gesto de Dios que siempre ejecuta lo que dice. Por tanto, el mensaje no es algo de lo cual se puede disponer; por el contrario, es la manifestación del Dios vivo, del Dios santo que se da a conocer. Los verdaderos profetas tienen conciencia de que otro les hace hablar. En Jesús se dan los elementos propios del profeta: revela el contenido de los “signos de los tiempos” y anuncia su fin (Mt 16,2; 24-25); es severo para con los que impiden el acceso al Evangelio; va contra la hipocresía (Mt 15,7) y desenmascara la mentira. Su mensaje es rechazado (Mt 23,37s; 1 Tes 2,15), y en la medida en que se acerca su fin en este mundo, lo anuncia y explica su sentido. Jesús se convierte en su propio profeta, de esta manera muestra que es dueño de su destino y que lo acepta gustoso ya que así lleva a cabo el designio del Padre. San Pablo admira el carisma del profetismo. Lo sitúa por encima del don de lenguas. Sin embargo, exige que se lleve a cabo dentro del orden y para el bien de la comunidad. El profeta del Nuevo Testamento no tiene por función predecir el futuro: el profeta edifica, exhorta, anuncia la voluntad divina y consuela. La Iglesia ejerce la misión profética al anunciar la realización del “Reino de Dios” en esta vida.

3º.  Cristo es rey

A lo largo de todo su ministerio, Cristo nunca se presentó como rey. Sin embargo, se deja aclamar rey de Israel en la entrada triunfal de Jerusalén (Lc 19,38; Jn 12,13). Jesús les habla a sus allegados de un reino, pero desde una perspectiva escatológica, vinculándolo siempre a su pasión, muerte y resurrección (Lc 22,29s). En efecto, el juicio religioso previo a la pasión versa sobre su condición de “Mesías” y de “Hijo de Dios”, no sobre su reinado; mientras que, en el proceso civil, frente a Pilato, lo afirma claramente (Mt 27,11; Mc 15,2; Lc 23,3; Jn 18,37). La realeza de Cristo se manifiesta el día de su muerte y resurrección y, alcanzará su manifestación plena y definitiva al final de la historia (Lc 19,12-27). Cristo resucitado entra en su reino. Pero la naturaleza de este reino no consiste en la restauración del reino de Israel (Hch 1,6). No es de naturaleza material. Este reino se establecerá mediante la predicación del Evangelio, por el cumplimiento de la justicia (Sal 45,7 // Hb 1,8), será un reino de sacerdotes (Sal 110,4 // Hb 7,1). No será de este mundo (Jn 18,36), aun cuando se inicia en este mundo. Los súbditos serán los cristianos cuando Dios los “libere del poder de las tinieblas y los traslade al Reino de su Hijo querido” (Col 1,13); mientras esto acontece la Iglesia muestra en la solemnidad de “Cristo, Rey del universo”, las notas constitutivas de este Reino que debe ser realizado por los hombres de fe: “…entregará a su majestad infinita un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” (Prefacio de “Cristo, Rey del Universo”).

De esta manera la Iglesia, en cuanto que es el “Cuerpo Místico de Cristo”, se convierte en Profeta, Sacerdote y Rey. Los sacramentos de “la iniciación cristiana” insertan al nuevo cristiano en la Iglesia y, por medio de ella, en la persona de Cristo, convirtiéndose en Sacerdote, Profeta y Rey.

 

Valencia. Marzo 20; 2022

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