Testimonios

Las anunciaciones son frecuentes; las encarnaciones, raras

El impacto de su “fiat” inspiró a poetas y pintores, santos y eruditos

Padre Roberto P. Imbelli, sacerdote de la Arquidiócesis de Nueva York:

No pretendo que se me tenga por visionario. Pero a veces experimentamos incidentes que nos hacen detenernos y respirar profundamente; que dejan un rastro duradero de asombro y alegría.

En agosto de 1965, un compañero seminarista y yo estábamos en Israel. Decididos a no ser sólo turistas espirituales, pasamos parte de nuestro tiempo trabajando allí, en un kibutz. El nuestro, fundado por judíos franceses, estaba ubicado en el extremo norte del país, no lejos de la frontera libanesa. Cuando rezábamos las Vísperas, se podía ver el monte Hermón, brillando en el resplandor de la puesta del sol.

Nuestra asignación era trabajar en la plantación de bananos que proporcionaba una buena parte de los ingresos del asentamiento. Nos levantábamos todas las mañanas a las 4:30, tomábamos un abundante desayuno (incluido el mejor yogur que he probado en mi vida) y nos llevaban al bosque en un camión. Pasábamos unas seis horas desmalezando y cuidando las plantas, hasta que el sol calentaba demasiado, y volvíamos, como habíamos venido, en la parte trasera de una camioneta abierta.

Una tarde incipiente, indistinguible de todos las demás, mientras el camión subía la empinada colina en la que se alzaba el asentamiento, nos encontramos con una familia palestina, que caminaba penosamente por la carretera. El conductor israelí se detuvo y les hizo señas, bruscamente, para que subieran a la parte de atrás, uniéndose a mi amigo y a mí.

La familia estaba compuesta por un padre, una madre, un niño de unos diez años y una hija de unos quince. La hija estaba descalza; era de tez bronceada, ojos marrones límpidos y cabello largo bajo un pañuelo liso. Intercambiamos un superficial «Shalom», mientras tomaban sus lugares frente a nosotros. Estuvimos juntos apenas quince minutos, hasta que llegamos a un cruce donde la familia desembarcó con un circunspecto “Todah”, y continuamos nuestro ascenso.

Mi amigo y yo intercambiamos una sonrisa callada, pero llena de significado. Sorprendentemente, cada uno de nosotros había experimentado una revelación similar: habíamos visto a María. Ni una Virgen de Botticelli con galas renacentistas, ni una robusta María de Caravaggio, ciertamente no una Reina del Cielo enjoyada.

Todo esto vendría más tarde, conforme el impacto de su “fiat” inspiró a poetas y pintores, santos y eruditos. Catedrales serían elevadas en honor de María, e iglesias y santuarios innumerables; ya que personas de todas las razas y naciones, de todas las generaciones, la llamarían “¡bendita entre las mujeres!”. Pero todo comenzó con una joven de tierna edad, que en la rutina de una vida ordinaria escuchó la extraordinaria llamada de un angel. 

Denise Levertov, en su poema Anunciación, capta algo de lo que vislumbramos en el rostro de la joven adolescente, aquella calurosa tarde de agosto, en Galilea:

Ella había sido una niña que jugaba, comía, dormía / como cualquier otro niño; pero que, a diferencia de los demás, / lloraba sólo de piedad; reía de alegría, no de triunfo. / Compasión e inteligencia / fundidas en ella, indivisible.

Es comprensible que usted objete que proyecto demasiado en un escaso encuentro de quince minutos, que transcurrió casi en su totalidad en silencio. Admito la objeción. Sin embargo, el Espíritu irradia donde quiere. Y la nueva Eva conduce a una multitud de hijas (e hijos) a un ser compasivo, que se manifiesta en el comportamiento cortés y la franqueza de la mirada. María continúa encantando y retando.

En efecto, permítaseme insistir: comportamiento corporal y mirada. Porque, en una espiritualidad encarnada el cuerpo asume una dignidad e importancia que es única. No es un enrarecido asentimiento “espiritual” lo que celebramos en la fiesta de María; sino un plenamente encarnado “sí” a la llamada de Dios.

Una percepción crucial se esconde, a plena vista, en las lecturas de la liturgia de hoy. La carta a los Hebreos pone atrevidamente, en boca de Cristo, una cita del salmo 40 (salmo responsorial de la fiesta de hoy). En su apropiación del salmo, sin embargo, Cristo transforma el texto. Donde el salmista dice: “Me diste oídos abiertos a la obediencia”, Cristo dice, exultante: “Sacrificio y ofrenda no deseabas, sino un cuerpo que preparaste para mí. . . .‘Como está escrito de mí en el carrete, he aquí que vengo a hacer tu voluntad, oh Dios’”.

Un cuerpo que preparaste para mí. La obediencia de Cristo es total, de todo su corazón, de todo su cuerpo. Y ¿de quién, en términos humanos, aprendió Jesús, tanto la entrega total a la voluntad de Dios, como la compasión absoluta por la difícil situación de la humanidad, si no fue de María? Una obediencia y una compasión virginales y viscerales, a la vez.

Una creativa y saludable imaginación inspiró la tradición medieval que consideró el 25 de marzo como el día en que Dios creó el universo. Vinculó, así, el comienzo de la Creación y el comienzo de la Nueva Creación. Intuyó que individuo y comunidad, lo personal y lo cósmico, están indisolublemente ligados. Nuestras decisiones (y omisiones) tienen consecuencias que se extienden mucho más allá de lo que podemos imaginar. Nuestras personas corporales están relacionadas con el núcleo.

Es, en última instancia, una cuestión de santidad. “Santa María, Madre de Dios”, imploramos. El “fiat” de María crea un espacio, un lugar, para la acción transformadora de Dios. El fiat de María expresa su entrega al plan de Dios para la redención de la Creación, a través de su Hijo: una redención que apunta no solo a la transformación de la humanidad, sino a la transfiguración del cosmos mismo.

Pero ello supuso para María, como para cada uno de nosotros, una voluntad de trascender los confines del ego; ser liberados en ese nuevo yo que renace en Cristo. María renace en aquel a quien da a luz. Paradoja sublime que Dante cantó tan espléndidamente: Vergine Madre, figlia del tuo Figlio, “Virgen Madre, hija de tu Hijo”.

Levertov, hablando de ese “fíat”, se maravilla:

Consentimiento, / coraje sin igual,/ la abrieron completamente.

Coraje encarnado que hace real la Encarnación. Raro valor, que cuesta nada menos que todo.

San Basilio, con la sabiduría discernidora de un padre espiritual, reconoció: “Las anunciaciones son frecuentes; las encarnaciones, raras.” Lo que lamentablemente parece faltarnos a muchos de nosotros, al escuchar el llamado, al ver al ángel, es ese coraje para decir “sí”.-

VIERNES 25 DE MARZO DE 2022
Tomado/traducido por Jorge Pardo Febres-Cordero, de:

Acerca del Autor

Robert P. Imbelli, un sacerdote de la Arquidiócesis de Nueva York, es el autor de Rekindling the Christic Imagination: Theological Meditations on the New Evangelization (Reavivando la Imaginación Crística: Meditaciones Teológicas sobre la Nueva Evangelización) (Liturgical Press).

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba