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La Diferencia Judía, y la Diferencia que Esta Establece

Aunque el pueblo judío no ha reconocido en la Encarnación el cumplimiento de las promesas del pacto de Dios, sigue siendo un pueblo peculiarmente suyo

Casey Chalk, colaborador de Crisis MagazineThe American Conservative y New Oxford Review:

Para aquellos que no provienen de un entorno cristiano —y probablemente están poco o nada familiarizados con el Antiguo Testamento— el judaísmo y el pueblo judío deben parecer muy extraños. Sólo los judíos tienen una palabra que designa el prejuicio contra ellos: antisemitismo. Aunque hablamos de intolerancia contra los demás (negros, latinos, irlandeses, etc.), no existe un término equivalente en nuestro léxico público. Los judíos comprenden solo alrededor del 2,4 por ciento de la población de los Estados Unidos, pero son reconocidos por sus éxitos en todas las profesiones importantes: medicina, academia, leyes, medios de comunicación, entretenimiento. Sin duda, el judaísmo, el pueblo judío e incluso el Estado de Israel juegan un papel descomunal en nuestra vida pública.

Esto podría conducir a un gentil que no esté familiarizado con la Biblia o la historia judía a preguntarse: ¿Qué tienen de especial los judíos? La respuesta no es un qué, sino un Quién: a saber, su Dios. Fue YHWH, cuyo nombre era considerado tan santo que no se podía pronunciar, quien determinó hacer de los judíos “un pueblo de su posesión”. (Deuteronomio 26:18). El teólogo francés Louis Bouyer, en su libro clásico La Biblia y el Evangelio, nos ayuda a apreciar cómo fue que el Dios judío, y su relación con los hombres, los distinguió para siempre —y, más tarde, a los cristianos— de las otras culturas mediterráneas antiguas.

En primer lugar, tenemos el carácter de la religión, a menudo manifestada mediante profecías. El oráculo de Apolo, en Delfos, ofrecía a sus visitantes «consultas muy prácticas y realistas», con «fórmulas lo suficientemente flexibles como para que no fueren a ser rotundamente contradichas por los hechos». En Delfos “ninguna línea continua  de desarrollo, ninguna visión general de la historia del pueblo o del destino del hombre se puede discernir de entre ese conglomerado dispar de predicciones y advertencias”.

El oráculo de Delfos fue suplantado, lentamente, por religiones misteriosas, algunas de las cuales fueron importadas de culturas en lo que ahora son Irak e Irán. Estos cultos estaban definidos por extraños ritos de iniciación y oráculos que no se centraban en la adivinación de los acontecimientos cotidianos, sino en revelaciones herméticas cada vez más oscuras, que Bouyer llama “abstracciones banales”. Sus practicantes perseguían entrar en un mundo trascendente pero indescifrable.

En otras partes del Mediterráneo, por ejemplo, entre los cananeos o los asirio-babilonios, las palabras de los dioses —que se asociaban generalmente con la fertilidad, los elementos o las estrellas— eran comunicadas por una clase profesional de profetas, a través de mensajes extraños, a menudo incomprensibles. Innumerables divinidades locales podían ser explotadas a través de «el vínculo de una alianza casi mágica». Estos pactos tenían una cualidad mágica, asegurándole a un individuo, o pueblo, que su dios proporcionaría pagos materiales (por ejemplo, cosechas abundantes, campos fértiles, la victoria sobre los enemigos), los cuales «formaban la sustancia completa de la transacción». Por medio de la transacción, el dios se convierte, efectivamente, en propiedad del pueblo.

Compare esto con la forma en que el Dios de Israel se comunica con su pueblo. Los grandes profetas judíos no eran videntes profesionales, como los de otras culturas mediterráneas. Uno de los primeros profetas, Amós, era un simple pastor. “Él no pertenece en modo alguno al mundo de los que podrían llamarse profetas profesionales, practicantes metódicos de un éxtasis que los unía, por vía de procesos confusos, con una divinidad no menos confusa, como la Pitia en su trípode, masticando el laurel de Delfos”. Amós se describe a sí mismo como “no profeta, ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de sicomoros”. (Amós 7:15)

Tampoco se acercaban a Dios los profetas, buscando señal alguna. “No es el hombre quien toma la iniciativa de consultar a YHWH. Tampoco se trata de arrebatarle una respuesta”, escribe Bouyer. En vez de ello, es YHWH quien interviene, contrario a la “intención, la previsión, las aspiraciones naturales del hombre”. Jonás, por ejemplo, es llamado por Dios para predicar a la gente malvada de Nínive. Hay autonomía en los oráculos de YHWH, la cual “contradice todas las opiniones impulsivas de Israel e incluso las inclinaciones de los mismos israelitas que fueron elegidos para transmitirla”. Los temas suelen ser requisitos absolutos de justicia, demanda de arrepentimiento o la misericordia infinita de Dios.

A diferencia de los confusos y oscuros mensajes de los dioses mediterráneos, el Dios de Israel se comunica con una “claridad singular, marcada por una grandeza incomparable y una pureza sin igual”. En Sus profecías hay consistencia, riqueza y referencia a una historia que Él controla. Si el pueblo judío no coopera con Él, el Dios que gobierna el pasado y el futuro “los aplastará como un obstáculo inútil”. Él declara: “Solo a vosotros he conocido, de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras iniquidades. (Amós 3:2)

A diferencia de la naturaleza localizada de las divinidades volubles y maleables, YHWH es “Señor de todas las cosas, libre en relación con Su creación”. Él “no habita en casa construida por manos humanas, ya que los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerlo”. Él es firmemente soberano de sí mismo y de la creación. No es Dios, sino Israel, la que es objeto de  apropiación. Él no puede ser manipulado a través de encantamientos repetitivos. “No confíen en estas palabras engañosas: ‘¡Este es el templo del SEÑOR! ¡El templo del SEÑOR!’” (Jeremías 7:4)

El Dios de Israel no está atado a un contrato cuasi- mágico, sino que exhibe “libertad absoluta a través de un acto de suprema generosidad”. Él declara: “Si tuviera hambre, no se los diría: porque el mundo y todo lo que hay en él es mío: ¿Cómo yo la carne de toros? ¿O bebo la sangre de las cabras? (Salmo 50:12-13) YHWH no es un mendigo. Sus promesas eternas conllevan demandas de naturaleza ética y religiosa, que trascienden el enfoque materialista de la fertilidad y el poder.

El resultado de todo esto es una comprensión marcadamente diferente de lo divino. Para los judíos, Dios es, tanto totalmente trascendente, como inmanente. No puede ser controlado, sino que desciende graciosamente al hombre y se comunica en el lenguaje íntimo de amigo, padre y esposo. Sus convenios son eternos. Esto, más que cualquier otra cosa, explica la diferencia judía: aunque el pueblo judío no ha reconocido en la Encarnación el cumplimiento de las promesas del pacto de Dios, sigue siendo un pueblo peculiarmente suyo. Su supervivencia y presencia nos recuerdan que, independientemente de nuestras propias fallas y desobediencia, las promesas de Dios permanecen firmes.

LUNES 4 DE ABRIL DE 2022

Tomado/traducido por Jorge Pardo Febres-Cordero, de: https://www.thecatholicthing.org/2022/04/04/the-jewish-difference-and-the-difference-it-makes/

Acerca del Autor:

Casey Chalk es colaborador de Crisis MagazineThe American Conservative y New Oxford Review. Tiene títulos, en historia y enseñanza, de la Universidad de Virginia; y una maestría en teología, del Christendom College.

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