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Jesús era la vida de María (Jn 20,1-2.11-18)

Hermosa reflexión del P Pedro Trigo

P. Pedro Trigo, sj: 

JESÚS ERA LA VIDA DE MARÍA

(Jn 20,1-2.11-18)

 

I

María va instintivamente al sepulcro.

Cree que su Señor es un muerto

que ya no puede relacionarse con ella

y con el que ella tampoco puede relacionarse;

pero como ahí está su cuerpo,

se hace la ilusión de que sigue estando él.

Por eso cuando al llegar al sepulcro y ver la piedra corrida

comprende que ha desaparecido ese último vestigio de su amado,

cae en la cuenta de que no puede vivir sin él

y corre donde los discípulos a decirles que no está

y regresa nuevamente al sepulcro, vacío de Jesús como ella,

con la esperanza imposible de encontrar alguna pista de su rastro.

María sabe que empezó a vivir cuando entró Jesús en su vida;

lo de antes no era vida,

y no concibe la posibilidad de vivir sin él.

¿Es sensato ligar de esa manera absoluta la vida propia

a la relación con otro ser humano?

¿No se dice en el desposorio que sigan unidos

hasta que la muerte los separe?

El amor, como todo lo humano ¿no está ligado al tiempo,

en definitiva, a la muerte, que es el final de todas las cosas?

Tú, Padre, que nos creas con tu relación constante de amor

sabes que el amor, si es verdadero, aunque se realice en el tiempo,

tiene un germen de eternidad.

Por eso una persona puede seguir amando a otra en la ausencia

y hasta en la distancia infranqueable de la muerte.

Pero el amor de María a tu Hijo

pedía una relación verdadera y actual,

una relación mutua y no sólo el recuerdo de María.

María supo al ver que había desaparecido su cuerpo,

que no podía vivir sin Jesús,

que una vida sin Jesús era más cruel que la muerte,

porque era vivir con un vacío infinito,

que sólo Jesús podía colmar.

Por eso desde que vio la piedra abierta,

su única relación con todos,

con los discípulos, con los ángeles, con el tenido por hortelano,

fue hablarles de esa ausencia de su Señor

y pedirles rastros de él.

 

Padre de nuestro Señor Jesucristo, María fue

una verdadera cristiana.

Fue la que llegó a experimentar

que la vida que da la relación con Jesús

es tan humanizadora, tan infinitamente superior

a la que dan las demás relaciones,

que si falta, no merece la pena vivir,

porque cualquier otra manera de vivir en la que él esté ausente,

no merece llamarse vida.

Por eso María no paraba de llorar.

Por eso estuvo abstraída de todo

lo que no tuviera que ver con Jesús.

Por eso, su irreparable desconsuelo.

Por eso se quedó pegada donde se le había perdido el rastro

con la esperanza imposible de que apareciera.

Padre de nuestro Señor Jesucristo, te pedimos

con todo nuestro pobre amor

y por el amor de nuestro Señor Jesucristo,

que también nosotros lleguemos a experimentar

la vida que da Jesús y no puede dar ningún otro ser humano;

que también para nosotros llegue a ser él nuestro Señor

de esa manera absoluta como lo fue para María;

que todo en nuestra vida salga de la relación con él,

que todo lo miremos con sus ojos,

que todo lo sintamos y deseemos con su pecho,

que todo lo amemos con su corazón;

que en todo lo que hagamos reluzca

nuestra condición de enviados suyos.

Ese modo de existir no será una vida alienada,

sino la realización de nuestras mejores posibilidades,

porque Jesús no nos mediatiza, no nos acapara,

no nos extrae el jugo;

él nos lanza a ti y a los demás;

propicia que actuemos nuestras mejores posibilidades

y las aumenta sin cesar.

También nos descubre nuestras limitaciones y flaquezas

para que andemos en la verdad y tengamos cuidado

y desde esa condición de necesidad y debilidad

fraternicemos con los demás

y demos de nuestra pobreza,

con la fe de que él nunca nos faltará,

porque, como tú, no se muda.

Que no nos miremos a nosotros mismos,

que vivamos con los ojos fijos en él,

que, como nos dijo María, se lo han llevado.

Pero nosotros sí sabemos quién se lo llevó y dónde está.

No está en este mundo porque no es ya un ser de este mundo:

tú lo recreaste comunicándole tu misma vida

y te lo llevaste contigo

a tu comunidad divina, de donde salió

y adonde él está ya para siempre como nuestro primogénito

y desde donde nos atrae con el peso infinito de su humanidad.

 

II

María lo supo cuando el que ella pensaba que era

el que trabajaba el huerto

la llamó por su nombre;

le dijo María como sólo él podía decirlo,

con ese timbre inconfundible

que salía del amor con que la había recreado

y que la había mantenido en esa vida colmada,

que ella creía perdida ya para siempre.

Llamada por su recreador

renació María con un gozo incontenible.

Ese gozo fue la certificación de que María era de tu Hijo

como lo había sido su llanto inconsolable

ante la pérdida de su rastro.

María volvió a ser ella cuando la llamó Jesús por su nombre.

Pero no volvió simplemente a su vida de discípula.

La palabra del Resucitado la recreó.

María por segunda vez en su vida

se experimentaba como una mujer nueva

y en ambas ocasiones el renacimiento

había sido obra personalísima de Jesús.

Era verdad que Jesús era la vida de María

y lo era de un modo incomparablemente mayor que sus padres,

que la trajeron al mundo.

Jesús le dio la calidad humana

y se la devolvió trasfigurada,

tras la noche de su muerte que fue también la de María.

María de Jesús.

¡Qué hermoso, Señor! ¡Qué admirable! ¡Qué deseable!

¡Qué plenitud, tan excesiva que sólo puede provenir de ti!

 

Esa aparición de tu Hijo a María para colmar ese vacío

que había producido su ausencia

es única como toda relación personalizadora,

que se labra sus propios cauces;

pero es también la matriz de toda relación verdadera

con tu Hijo Jesús,

porque si él entra en nuestra vida,

nuestra vida renace,

va siendo una vida con él y desde él,

una vida entregada a él

y por tanto una vida en el mundo

con los ojos de la Palabra que lo creó,

visto no de un modo esteticista sino desde dentro,

como la naturaleza creada y bendecida por ti,

y por eso una madre nutricia,

casi inagotablemente versátil con un equilibrio dinámico

que se rehace siempre

y busca formas más complejas y autorreguladas,

imitando como puede a tu amor creador.

Por eso quien ve el mundo con sus ojos

no se pierde en el abismo

de lo inabarcablemente grande

y de lo imperceptiblemente pequeño;

no se entrega a la ebriedad ni sucumbe al vértigo

de estar en lo incontrolable,

entre dinamismos formidables sin ningún asidero firme.

Por el contrario, mira todo con confianza,

sabiendo que proviene de tu aliento creador.

Tampoco está en la humanidad incontable como un número más,

absolutamente desconocido y prescindible.

Vive en ella como en familia,

sabiendo que son las hermanas y hermanos

que tú le diste en tu Hijo único Jesús,

que nos reúne a todos en su corazón.

También sabe vivir en paz consigo mismo,

porque se sabe en tus manos,

atraído por tu Hijo e impulsado por tu Espíritu.

Y todo eso se lo debe a tu Hijo,

a que él lo llama por su nombre;

lo llama a esa existencia filial y fraterna.

Lo debe a que se sabe el tú de ese ser humano infinito y eterno,

el Hijo de María,

que no tuvo casa ni cuna donde nacer ni lecho donde morir,

que fue un trabajador de pueblo

y que cuando lo llamaste no tuvo dónde reclinar la cabeza;

que nos enriqueció con su pobreza,

con su entrega incondicionada,

la entrega de tu Hijo único y eterno.

Ése es el que nos llama a cada uno, como llamó a María;

aunque no todos tienen oídos como ella para escuchar su voz,

porque no se abren a ella.

Padre de nuestro Señor Jesucristo, que escuchemos

cómo nos llama,

que escuchemos su voz creadora, humanizadora,

la única voz que nos puede revelar a nosotros mismos

nuestro nombre verdadero,

que estemos atentos para escucharla

y que vivamos a partir de esa identidad recobrada,

que vivamos como tús de tu Hijo siguiéndolo.

 

III

María nunca se había echado a los pies de Jesús abrazándolo

ella seguía servicialmente a Jesús como discípula;

su relación con él era la misma que él tenía con los demás:

el servicio cordial y eficaz.

Vivía con él siguiéndolo y sirviéndolo.

Pero la ausencia de Jesús había creado en ella tal vacío

y tales tinieblas,

había vivido tan dolorosamente la no vida de vivir sin él,

que cuando la llama por su nombre

instintivamente se aferra a sus pies

para que no se vaya nunca más.

Por eso él le dice que lo suelte, que no lo retenga,

porque tiene que ir al Padre.

Él ya no es un ser de este mundo.

Él ha venido sólo para darle la buena noticia

de que la relación sigue

y sigue ya para siempre desde la comunidad divina,

adonde él ha ido

a prepararles lugar para que ellos estén donde él está.

Por eso le da esta encomienda

que definirá en adelante su existencia:

Dile a mis hermanos: subo a mi Padre,

que es el Padre de ustedes;

a mi Dios, que es su Dios.

Y María dejó a Jesús con una alegría

que ya nadie le podrá arrebatar

y corrió a decirles a los discípulos

lo que le había dicho Jesús resucitado.

¡Qué maravilla tan inesperada!

Jesús dice su misterio en el que estamos implicados,

no a sus apóstoles, no a Pedro, sino a María.

Ella es la que ha oído por vez primera ese mensaje,

realmente divino.

Jesús es nuestro Hermano

y por eso tú, su Padre, eres nuestro Padre,

y tú, su Dios, eres nuestro Dios.

Tú, Padre, tienes un solo Hijo, un Hijo eterno;

pero al hacerse él nuestro Hermano, de nuestra carne y sangre

y al llevarnos en su corazón,

en ese corazón humano en cuyo centro estás tú,

tú, su Padre único y eterno, llegas a ser también nuestro Padre.

Él sube a ti como nuestro primogénito,

llevándonos realmente en su corazón.

Él ya no está ante ti como únicamente referido a ti.

Él está totalmente referido a ti y totalmente referido a nosotros

y no está dividido;

no lo está porque el que se hiciera de nuestra carne y sangre

es la medida de tu amor al mundo;

tú eres el que lo has lanzado a nosotros

y él como es tu Hijo,

se ha entregado a nosotros

con toda su alma, con todo su ser, con todo su corazón.

Por eso ahora cuando, culminada su misión, sube a ti, su Padre,

te constituye a ti en nuestro Padre

como participación de su filiación;

nos constituye a nosotros como tus hijos en tu Hijo único Jesús.

Tú, su Padre, eres para él misterio absoluto, su Dios

y por eso eres para él un Padre inagotable.

El que seas su Dios no relativiza tu condición de Padre

sino que le otorga un horizonte infinito

y también ese horizonte que eres tú,

el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,

es ya para siempre nuestro horizonte insondable.

Por eso el subir Jesús a ti no es abandonarnos

sino su servicio definitivo,

que sella su amor de Hermano mayor

y que te revela a ti de quien procede.

Por eso María no intenta ya retenerlo

sino que se va a toda prisa a comunicarles

esa buena nueva,

que no consiste sólo en que tú lo has resucitado,

sino que va a ti para que participemos de su relación contigo.

Ya a María no le importa la ausencia física de tu Hijo

porque sabe que va a ti y que ella va en su corazón,

y no menos que queda también en su corazón.

Ella sabe que su Señor ha pasado a mejor vida

y que esa vida es también con ella.

Más aún, sabe que en este mundo

no está simplemente a la espera de ir con él,

sino que él la ha encomendado una misión,

la de ser testigo y heraldo del misterio salvador

que le ha comunicado:

ella tiene que proseguir en el mundo el ministerio de Jesús

con su Espíritu:

decir a todos eficazmente que tu Hijo único

se ha hecho nuestro Hermano

para introducirnos a todos en su relación filial;

y eso lo tiene que decir fraternalmente

para que la palabra haga lo que dice

y los interlocutores experimenten que lo que dice es convincente.

Una vida para hacer hermanas y hermanos de tu Hijo,

que se hizo el Hermano universal.

Ésa será la nueva vida de María

hasta que, llamada por él, suba con tu Hijo

para estar en tu comunidad divina con él y los hermanos,

arropados para siempre por tu amor infinito.

¡Qué existencia tan hermosa y tan fecunda!

¡Qué bien hace las cosas tu Hijo

cuando confiamos tanto en él que le dejamos hacer

y nos entregamos a corresponder!

 

Nosotros, Padre de nuestro Señor Jesucristo, sabemos de memoria

el mensaje que dio Jesús a María al subir a ti.

Te pedimos con toda el alma que lo recibamos en el corazón,

que aceptemos ser hermanos de tu Hijo,

que lo actuemos tanto

y con tanto convencimiento y tan repetidamente,

que lleguemos a definirnos como sus hermanos,

de tal manera que tú, el Padre de nuestro Señor Jesucristo,

seas realmente nuestro Padre

y que tú, su Dios, llegues a ser realmente nuestro Dios.

Tú ya lo eres

porque nos has aceptado incondicionalmente en Jesús;

pero si nosotros no vivimos como hermanos suyos,

no podemos recibir ni actuar esa condición de Hijos.

Te pedimos, pues, por eso que lleguemos a vivir

como hermanos suyos.

Te pedimos que no se frustre en nosotros

tu amor infinito al mundo,

que no se frustre la venida de tu Hijo único

a nuestra carne mortal,

que no se frustre su amor,

mostrado en esa capacidad inagotable

de llegar a cada uno porque vivía volcado sobre nosotros,

olvidado de sí;

que no se frustren tantos trabajos, tantos sufrimientos,

esa manera suya de vencer al mal a fuerza de bien.

Te pedimos que la existencia del más hermoso

de los hijos de los hombres

sea por fin fecunda:

que se abran los corazones endurecidos

como la tierra de un camino trillado,

que se vuelvan generosos los corazones mezquinos

como la tierra entre piedras,

que se unifiquen los corazones divididos

como la tierra entre semillas y zarzas,

que todos los corazones humanos lleguemos a ser tierra buena,

entregada completamente a la semilla,

que es la palabra de tu Hijo

y tu Hijo mismo,

que es tu Palabra eterna hecha carne humana,

palpitante de amor por los hijos de los hombres.

 

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