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El sol y la luna

P. Santiago Martin, FDM:

Es tradicional que, en estas fechas, los obispos escriban cartas pastorales en forma de mensajes navideños. Con más o menos calidad literaria, todas invitan a hacer de la Navidad un tiempo de paz, de familia y también de conversión. De entre ellas, una me ha gustado especialmente.

Ha sido la del obispo de Nanterre, monseñor Rouge. “Las épocas de decadencia en la Iglesia son épocas de decadencia en la fe. No hay otro camino para la Iglesia hoy que Jesucristo”, afirma el prelado francés.  Esas palabras me han hecho recordar una de las metáforas más utilizadas por los Padres de la Iglesia para referirse a la relación entre el Señor y su Iglesia: Cristo es el sol y la Iglesia es la luna. “La Iglesia no brilla con luz propia, sino con la de Cristo”, decía San Ambrosio de Milán. Ahora bien, la luna tiene fases y va creciendo hasta estar llena de luz o menguando hasta desaparecer en la oscuridad de la noche. Cuando no refleja o refleja poco la luz del sol, desaparece o apenas se ve una pequeña curva. De Lubac, teólogo jesuita nombrado cardenal por San Juan Pablo II, reflexionando sobre lo que estaba ocurriendo tras el Concilio Vaticano II en su libro “Paradoja y Misterio de la Iglesia”, usa también la simbología del sol y de la luna para referirse a Cristo y a la Iglesia y dice que, cuando la Iglesia deja de reflejar a Cristo, deja de referirse a Él, desaparece. Es lo mismo que acaba de decir monseñor Rouge: la decadencia de la Iglesia va siempre unida a una decadencia en la fe o, dicho de otro modo, a una diminución de la confesión en la divinidad de Cristo y de la aceptación incondicional de sus enseñanzas. Una Iglesia que considera que el mensaje de Cristo está anticuado es una Iglesia cuya existencia ya no tiene sentido. Es una luna oscura, porque no tiene luz propia.

Pero ¿puede ser útil la luna, incluso cuando no refleja la luz del sol? Sobre esto reflexionó también San Ambrosio y concluyó que esa luna que desaparece a la vista permite “que se llenen los elementos”. En la naturaleza, la época de la “luna nueva”, cuando no se la ve, es una época de reposo, en la que las raíces y las plantas crecen más lentas; es la época adecuada para darle mantenimiento a las siembras y a las plantas. A eso debería referirse el santo obispo milanés. Cuando la luna está apagada, buscamos con más ansiedad, casi con desesperación, la luz del sol. Y al hacerlo dejamos de mirarla a la que nos iluminaba con un reflejo de la verdadera luz, porque ya no nos da nada, para recordar la espléndida luz del sol que horas antes habíamos visto y confiar en que volverá a aparecer para darnos la vida. La época de “luna nueva” es, pues, una época para ser fieles al sol que no se ve, pero que se ha visto. Es una época de fe y de esperanza. De una fe que se alimenta de la memoria de lo que tuvimos y de una esperanza que se apoya en la promesa del que nos dio su luz.

Ahora, pues, que estamos en un cuarto menguante lunar, debemos mirar con los ojos de la fe al sol que un día nos dio la luz. Si la Iglesia ya no nos ayuda, o si no lo hace como necesitamos, si nos sentimos huérfanos en la oscuridad de la noche, tenemos que mantener la fidelidad a aquellos momentos en que fuimos iluminados, hasta que podamos gozar de nuevo de la luz que ahuyenta las tinieblas.

Además, como decía Tagore, “si lloras porque se ha ido el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas”. En nuestro caso, esas estrellas forman parte de la luna. Son los santos, empezando por la Santísima Virgen María. Y no me refiero sólo a los santos del pasado, sino a esta creciente lista de auténticos confesores de la verdadera fe, que tienen la valentía de defenderla contra los que tienen el poder. Son cardenales como Müller o Sarah, y también otros como Ladaria y Ouellet. Son obispos. Son teólogos. Son sacerdotes. Son laicos. Son defensores de Cristo en esta hora de tinieblas que se atreven a desafiar a los enemigos del Señor diciendo lo contrario de lo que dijo Pedro: “yo sí le conozco, yo creo en él, yo acepto su enseñanza”.

Con estos santos, confiamos, esperamos y defendemos. Con ellos nos dirigimos a la cueva de Belén, donde ya ha nacido la luz que viene de lo alto, sabiendo que la luna volverá a reflejarla y que la que hoy es nueva volverá a ser llena. Somos muy afortunados, porque sabemos que la luz existe, aunque ahora no podamos gozar de ella como nos gustaría y como necesitamos.

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