Uno de los peores errores que se puede cometer en política lo cometieron, entre otros autócratas de izquierda, Lenin, Fidel Castro y Hugo Chávez: apenas tomaron el poder destruyeron las instituciones. Con ello, buscaban controlar todos los medios de producción económica, social, cultural, intentando asimismo «socializar el miedo»; hacer del «terror revolucionario» un arma de construcción hegemónica de un poder pensado y ejecutado para no entregarlo nunca.
Para estos autoritarios la historia se interpretará siempre como un mecanismo en el cual hay que apoderarse del pasado, manipularlo, para por esa vía destruir el presente y aherrojar el futuro. Pero ninguna de esas tres experiencias comunistas lo logró a su completa satisfacción. Hoy, la URSS desapareció, si bien una nueva forma de autocracia ha emergido en esa desgraciada sociedad, que jamás ha conocido las instituciones de una real democracia liberal. En Venezuela, millones emigran, el rechazo al régimen sigue siendo casi general, pero se lucha hoy porque surja una real oposición que supere los errores y carencias de un liderazgo cuya actitud divisionista causa irritación y pesadumbre.
Entonces en Cuba llegó el 11-J. Se producían señales anticipatorias, pero la protesta estalló cuando menos, y donde menos se esperaba. Fue el pueblo cubano, sin liderazgos de ningún tipo, quien dijo basta. Y junto al clamor por la satisfacción de sus necesidades más básicas, exigió y exige libertad, con un canto motivador que le ha dado la vuelta al mundo: «patria y vida».
La única respuesta del régimen (como en Venezuela y en Nicaragua) ha sido más represión y la utilización del derecho y la (in)justicia para castigar, perseguir y encarcelar. Pero no hay cárceles en ninguno de los tres países suficientemente grandes para encerrar la voluntad general de derrotar a una tiranía que se apoya en su brazo armado militar, en sus amigos autoritarios, como Rusia, Irán y Corea del Norte, y en una opinión pública que entre COVID y crisis ucraniana, no tiene tiempo para priorizar otros atropellos e iniquidades.
El castrismo nunca produjo teoría revolucionaria. Su marxismo era de manual, de las viejas ediciones producidas por el aparato propagandístico soviético. Ya en Cuba no se habla de materialismo dialéctico, ni histórico, o de las contradicciones de la superestructura y la estructura. El castrismo -como el chavismo, y el orteguismo- solo han producido praxis revolucionaria, es decir la consolidación del poder por cualquier medio, usualmente violento.
A las protestas del 11-J -un día domingo- el gobierno de Díaz-Canel respondió prácticamente con un llamado a la guerra civil, al alistamiento para el combate. Alentó la confrontación, no el diálogo (esa palabra de significado real tan extraño para un régimen comunista). Todo comenzó el mediodía de ese día en San Antonio de los Baños, al suroeste de La Habana. Un grupo de personas marcharon por la ciudad, con consignas contra el socialismo, y exigiendo derechos. Las redes sociales hicieron el resto. Pocas horas después comenzaron manifestaciones en otras provincias del territorio nacional. Al final del día, se reportaron levantamientos en más de 60 ciudades de todo el país.
Y todo ocurrió en el contexto de la más grave crisis del modelo castrista, de su agotamiento. La palabra crisis se ha generalizado. No hay sector económico que no se vea afectado.
Las protestas desnudaron de nuevo la orfandad ética de la izquierda radical latinoamericana; ¿cómo criticar las protestas del pueblo cubano, mientras se apoyaba las protestas en Colombia, Ecuador o Chile? Después del 11-J, y a un año de esa explosión, Cuba no es la Cuba de siempre, la de 60 años de «patria o muerte».
En Cuba -repitamos, como en Venezuela y en Nicaragua- gobierna un régimen que le niega a sus ciudadanos el derecho a tener derechos. Esa es la cruda, perenne realidad. La que al final, derrota a las tiranías y da paso a la libertad.-