Testimonios

Don Mario Briceño Iragorry y la identidad trujillana

Un pueblo no puede construir un buen presente y un futuro promisorio, sin nutrirse de las fortalezas de su pasado y sin salvar sus debilidades

Francisco González Cruz:

 

“No os dejéis aplastar por el mundo ni su avance, marchad con él, pero siempre volviendo la mirada hacia el pasado para escuchar la voz antigua de la tierra, que nos nutra la savia de las raíces dormidas en lo más profundo de nuestra región. No olvidéis rescatar lo nuestro para poder proyectarnos en el futuro con un rostro sólido y firme”.

Mario Briceño-Iragorry. Carta a la juventud valerana. 1958

 

Así como el corazón de Don Mario Briceño-Iragorry está en la catedral de Nuestra Señora de la Paz de Trujillo, ponemos afirmar que el corazón de su pensamiento está en un mensaje: un pueblo no puede construir un buen presente y un futuro promisorio, sin nutrirse de las fortalezas de su pasado y sin salvar sus debilidades.

Por ese convencimiento se mete a historiador, con el fin se buscar el balance que pueda servir de aval a las virtudes que deben alimentar las estrategias de desarrollo. Las fuentes nutricias que le darán vigor y seguridad al presente y al futuro.

Y se hunde en el pasado trujillano y venezolano para poner de relieve esas fuentes. En el pasado indígena y, sobre todo, en el hispánico, encuentra suficientes bases para que los trujillanos, los venezolanos y los latinoamericanos encontremos los valores para construir con éxito un proyecto de futuro.

También indaga en las debilidades pasadas. Cómo los trujillanos de antes, y los venezolanos en general, descuidaron testimonios humanos y patrimoniales que debieron haberse preservado como tesoros para justamente alimentar una identidad madura y plena de autoestima. Y a ese descuido, a esa indolencia, y sobre todo a la ignorancia de esas fortalezas y de esas debilidades las llamó “crisis de pueblo”.

Coincide nuestro ilustre intelectual con la mayoría de los expertos en procesos de desarrollo económico y social. No puede ser exitosa una estrategia que quiera dirigirse a superar los problemas de hoy, para construir una sociedad mejor, si no se parte de la cultura de esa sociedad, que es fruto de su evolución colectiva en el marco de la complejidad de sus múltiples relaciones y en una realidad geográfica concreta.

Se pueden traer muchas citas para corroborar estas afirmaciones, pero basta con la del Cardenal Bergoglio, el actual papa Francisco, cuando en un artículo científico publicado en el número 47 de la prestigiosa revista Humanitas de la Pontificia Universidad Católica de Chile en mayo de 2007 titulado: “Buscar el camino hacia el futuro, llevando consigo la memoria de las raíces”. Allí el autor de ese portento que es la Carta Encíclica “Alabado seas”, plantea diversos problemas a enfrentar cuando se trata de planificar el desarrollo integral de cualquier sociedad. Uno es la dimensión de la discontinuidad de la memoria, relacionada con el tiempo y la historia. La discontinuidad la entiende como la pérdida o ausencia de los vínculos en el tiempo y el entretejido socio-político que constituye a un pueblo. “Somos parte de una sociedad fragmentada que ha cortado sus lazos comunitarios. Esta realidad se debe a un déficit de memoria, concebida como la potencia integradora de nuestra historia, y a un déficit de tradición, concebida como la riqueza del camino andado por nuestros mayores”.

El otro problema es la dimensión del desarraigo: espacial, existencial y espiritual. “Lo podemos ubicar en tres áreas: espacial, existencial y espiritual. Se ha roto la relación entre el hombre y su espacio vital, fruto de la actual dinámica de fragmentación y segmentación de los grupos humanos. Se pierde la dimensión identitaria del hombre con su entorno, su terruño, su comunidad. La ciudad va poblándose de “no-lugares”, espacios vacíos sometidos exclusivamente a lógicas instrumentales, privados de símbolos y referencias que aporten a la construcción de identidades comunitarias”

Estas realidades ya las denunciaba con firmeza y audacia Briceño-Iragorry. Sin identidad, sin sentido de pertenencia, sin bases sociales, sin relaciones entre personas que sienten que son parte de un mismo proceso histórico, sin instituciones que hayan sido fruto de la fragua colectiva en el tiempo histórico, sin esa argamasa colectiva, no hay ni presente ni futuro. Habrá espectáculo, “pan y circo”, rochela e improvisación, pero serán eventos privados de la utopía que genera la acción colectiva con propósito compartido, sólo habrá la marcha desordenada e improvisada del día a día sin sentido de proyecto compartido. Serán eventos, más no procesos que construyan en medio de la diversidad, un destino.

Para esa cultura del encuentro Don Mario ve grandes fortalezas, en la historia, en la geografía, en el lenguaje, en la espiritualidad cristiana, en las tradiciones, en los valores familiares. También en una economía humana que era capaz de generar buen trabajo y adecuada satisfacción de las necesidades humanas. Unos procesos productivos basados en las propias habilidades de la gente, en la disponibilidad de sus recursos naturales y ambientales, y en su orientación a la vida sana.

Se dedicó con esmero a destacar ese patrimonio colectivo con el cual Trujillo y Venezuela debían contar, para tener como bases sólidas para el gran proyecto compartido. Trujillo como parte de la gran de gran unidad nacional, que es la suma sinérgica de las diversas regiones federales y locales.

Como en todo sistema complejo, existen múltiples elementos interrelacionados. Y coexisten elementos y relaciones que iluminan y generan valor, y otros que oscurecen y malogran el sistema. Hay “ángeles y demonios” en los sistemas humanos, que se encarnan en personas concretas que son espíritus esclarecidos y también en individuos malignos. También procesos que por pequeñas acciones estimulan “bucles” sistémicos que desencadenan procesos virtuosos, o que igualmente liberan procesos tóxicos de inauditas consecuencias.

Mario Briceño-Iragorry pone su lupa en ambos, y con su “sinceridad imprudente” pone en dedo en la virtud o en la llaga, señalando personajes como, en el caso nacional el regente José Francisco Heredia para la virtud, y el marqués Antonio Fernández de Casa León para la maldad.

Para el caso trujillano también lanza sus mensajes de sinceridad imprudente, pisando insignes y consagrados callos, como cuando denuncia la indolencia de sus paisanos al descuidar los restos de los dos muy ilustres obispos Fray Alonso de Briceño y Fray Antonio González de Acuña, el primero uno de los intelectuales más ilustres de toda la América Hispana que fue Obispo de Caracas despachando desde Trujillo sin haber nunca conocido a la ciudad sede; y el segundo su sucesor en esa mitra, igualmente un intelectual de singulares méritos y fundador del Colegio Seminario Santa Rosa de Lima, antecedente de la Universidad Central de Venezuela.

O al destacar las virtudes del gran intelectual trujillano Rafael María Urrecheaga y cómo, al morir, “su obra no tuvo quien la cuidara. Ninguno de los prohombres del Trujillo de entonces se preocupó por la conservación de sus manuscritos y de su famosa biblioteca. Yo vi vender en cestas, como en Trujillo se vende el amasijo, los volúmenes de su librería”. O cómo se perdió la sede del Colegio Federal de Varones, la primera universidad trujillana, convertida en un cuartel, hasta desaparecer. ¿Cómo no vincular estas realidades con las vividas recientemente con el asalto al Centro de Historia, al Ateneo de Trujillo y al Ateneo de Valera? ¿Y con los propios legados a su tierra de natal?

Mario Briceño-Iragorry no escribió La Alegría de la Tierra como un canto a la agricultura alimentaria vigente, sino una apología, como su subtítulo dice, a la agricultura antigua, es decir la abandonada, la que fue sustituida por la agricultura de puertos trayendo alimentos procesados y dañinos a la salud. “Olvidamos lo pequeño, lo urgente, lo ordinario de cada día. Olvidamos la tierra. Estas notas mías no constituyen sino una débil campanada entre las tantas como suenan en las torres prevenidas del patriotismo: son apenas recados, memorias, recuerdos de la alegría que mana de nuestra dulce patria”.

Todo esto y mucho más es el corazón de Don Mario. En ese mucho más cuenta su espiritualidad cristiana, el humanismo y la doctrina social de la Iglesia y su definición de la caridad como “Dios mismo en función social”, como cita Wagner Suárez en su documentado trabajo sobre el pensamiento teológico de nuestro paisano. Esa espiritualidad en muchos casos, como en el de Trujillo y Venezuela, puede estar perfectamente articulado a la identidad y en el caso de la tierra natal a ser la tierra de María Santísima y su advocación a la Virgen de la Paz.

La advocación mariana está vinculada a los valores matrizticos como la solidaridad, la confianza y el cuidado, frente a los valores patriarcales basados en la jerarquía, la obediencia, la competencia y otros cercanos al militarismo, que tanto criticaba. El catolicismo de Don Mario es auténtico y fruto no solo de sus herencias culturales, sino de sus estudios y reflexiones, pues habiendo sido ateo en su juventud, encontró en Cristo muchas de las respuestas que buscaba.

Su fe en Dios, y en Cristo como su encarnación, constituye una referencia fundamental frente a una sociedad corrompida y blanda, así como la fortaleza para enfrentar los desafíos de construir una sociedad sana y decente, sólida frente a las amenazas de la dictadura de lo banal. Exige para esa magna tarea la necesaria renovación espiritual del venezolano.

Se afirma en el pensamiento social de la Iglesia, en la Carta Encíclica Rerum Novarum del papa León XIII de 1891, y en algunos de sus filósofos modernos como Jacques Maritain (París, 1882 – Toulouse, 1973) a quien acompaña en sus ideas de que la ética debe fundarse, además de en la razón, en la consideración de la persona humana como parte de un orden superior. Así mismo en el planteamiento de un humanismo integral, lejano del liberalismo capitalista y de las sociedades totalitarias como el comunismo y nazismo, que tienen en común una visión materialista del hombre.

De allí su inconformidad con la iglesia de “mesa y olla” o de “mesa y misa”, como calificó a la iglesia tan cercana al lujo y la suntuosidad y lejana al compromiso social, o como se le diría ahora “a la opción preferencial por los pobres” que exige, además de esa cercanía popular, una mayor austeridad en sus formas, aun cuando critica severamente la sustitución de obras, imágenes e incluso prácticas eclesiales de valor patrimonial, para ser sustituidas por formas modernas por razones de moda o simple ignorancia.

Don Mario Briceño-Iragorry soñó con una Venezuela de bienestar, donde todos encontraran lugar para el despliegue de sus capacidades humanas. Era un convencido que tenía las fortalezas para lograrlo, que estaban básicamente en sus raíces, en su identidad, en sus valores que partían desde lo indígena y de lo hispano incluyendo los valores cristianos; y en su generosa geografía. También era necesario exorcizar los viejos y los nuevos demonios, casi todos fruto de la codicia y el materialismo.

Soñó con una Venezuela diversa y heterogénea, cuya identidad fuese la síntesis fecunda de las identidades de sus pueblos y regiones. Abierta a las innovaciones y a la modernidad sin complejos, segura como estaba de la solidez de su conformación de pueblo, que es el conjunto de personas que conviven en un territorio y comparten una identidad, unos intereses comunes e incluso un proyecto de futuro.

Hizo bien la tarea de identificarlos y ponerlos de manifiesto en su fecunda obra literaria, admirablemente bien escrita, en un lenguaje propio e inconfundible. Y comenzando por su lugar, por su tierra y su gente, por Trujillo, del cual escribió numerosas páginas, llenas de amor filial, pero no exentas del severo reclamo.

Plantea como el principal vehículo para resolver la crisis de pueblo a la educación, desde el hogar y la comunidad, hasta la universidad. Igualmente, el modelaje de las personas más visibles de la sociedad, muchos de los cuales son justamente ejemplo de lo contrario como denuncia en La Traición de los Mejores. A la Universidad le exige un rol estelar en esta tarea, y fundamentalmente en la de formar personas, formar en valores, lo que llama el “primer piso”, las bases, los fundamentos de  la identidad. De nada vale tener diestros profesionales sino están acompañados de virtudes, las que proporcionan la formación axiológica, la filosofía, la lógica, el lenguaje y todo los que tiene que ver con la formación humanista.

Los trujillanos, para poder resolver favorablemente nuestro destino, debemos reencontrarnos con Don Mario Briceño-Iragorry, y en un gesto de merecida reparación, ponerlo en el centro de nuestras reflexiones, nuestras propuestas y, sobre todo, nuestras acciones cotidianas. Atendamos su llamado a los jóvenes trujillanos: “No olvidéis rescatar lo nuestro para poder proyectarnos en el futuro con un rostro sólido y firme”.

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