Presente, pasado y futuro: de dónde venimos y hacia dónde vamos
Si contrastamos los momentos más difíciles del siglo XX con la actualidad, podemos identificar en aquellos una constante: la reiterada esperanza en un mundo mejor
Horacio Biord Castillo:
El mundo en la actualidad enfrenta grandes problemas y retos que afectan nuestra vida. No siempre tenemos plena consciencia de ello, arrollados, como vivimos, por las exigencias cotidianas. La concurrencia de problemas y retos que obnubila la percepción del presente dista, sin embargo, de ser un fenómeno único. Ha sucedido así en varios momentos de la historia reciente, para solo echarle una mirada al siglo que nos precede y del que venimos. Sacando de la lista las grandes y destructivas conflagraciones, recordemos el llamado Modernismo anterior a 1914 como lo retrató de manera tan lúcida Stephan Zweig, las tensiones interbélicas, la larga postguerra y su enorme carga de silenciosa frustración. Fueron momentos tensos y difíciles para gran parte de la humanidad, digamos que para el sistema mundial conectado a Europa y Norteamérica como centros de poder.
A mi juicio, la diferencia de esos tiempos angustiosos y el presente es de fondo y no simplemente de grado o mera forma. Una frase que se ha repetido a veces como un simple juego de palabras describe con exactitud lo que probablemente estemos viviendo: no una época de cambios, sino un cambio de época. Este cambio de época parecería, no obstante, sorprendernos en medio de un gran desaliento.
Si contrastamos los momentos más difíciles del siglo XX con la actualidad, podemos identificar en aquellos una constante: la reiterada esperanza en un mundo mejor. El llamado “mundo occidental” creía entonces en la superación de los problemas, en la inherente capacidad humana de resolver las dificultades como máxima expresión de una especie inteligente, la más entre todas, sin que ello le otorgue el derecho de atropellar a las otras. Incluso momentos tan dolorosos como la Postguerra, que proyectaba los resultados de la demencia y las más bajas pasiones y desatinos, se veían mitigados por los esfuerzos colectivos de superación. Un ejemplo de esa actitud es la concertación de líderes, mucho de ellos de inspiración demócrata-cristiana, y subrayo esta idea por el aporte de la óptica cristiana, que soñaron, propiciaron y empezaron a sentar las bases de la integración de Europa en la década de 1950.
Las tensiones del presente nos tientan y arrastran con gran fuerza, nos agitan muchas veces sin sosiego y nos tientan a quedarnos en el asombro y la angustia del aquí y el ahora. Preocuparnos por el presente constituye un verdadero imperativo, tanto social como personal, pero esa preocupación debe traducirse en un esfuerzo para superar los aparentes límites de la inmediatez, quizá mirando el pasado para proyectarnos en el futuro.
El pasado lo podemos mirar o incluso graduar a partir de su proximidad y su distancia. El pasado próximo abarca lo reciente y lo mediato. En cambio, el pasado distante engloba lo lejano y lo remoto. Empecemos por este último. El pasado remoto, si bien está muy alejado del presente, lo informa y lo constituye, a veces sin percatarnos totalmente de ello. C. G. Jung, el gran psicoanalista, desarrolló la noción del inconsciente colectivo de la humanidad, en el que se alojarían experiencias comunes de nuestra especie, unas muy antiguas, desde los inicios del complejo y múltiple proceso de hominización. Sin ir tan lejos en el tiempo, otros momentos y fenómenos históricos remotos se reflejan en nuestras vidas cotidianas. Por ejemplo, en el continente americano gran parte de los saberes y haceres, muchas veces denominados «conocimientos tradicionales», provienen de las experiencias civilizatorias de las sociedades indígenas desde el poblamiento inicial de lo que luego sería llamado América hasta su confluencia con los conquistadores europeos.
El pasado lejano, distante aunque menos remoto, parecería tener una mayor representación en nuestras vidas presentes, aunque también sometida a una gran invisibilidad y valoración sociales. Esto puede abarcar los procesos de conformación de las sociedades latinoamericanas, por ejemplo, a partir de la llegada de los europeos y el establecimiento de centros poblados, la imposición y adopción, según el caso, de usos y costumbres o su transformación y adaptación a las nuevas realidades surgidas. Este tipo de pasado también abarca las generaciones que nos han precedido más recientemente, pero de las cuales ya nos separan varias décadas. Deliberadamente evito señalar bordes temporales y, en el fondo, sería muy difícil hacerlo, como lo es indicar el principio o el fin de los períodos o edades en los que solemos dividir la historia posterior a la aparición de la escritura, que tampoco fue un fenómeno único. Más que marcadores cronológicos se trata de percepciones sociales y evolutivas, en el sentido de que la percepción histórica y del pasado varía con las edades y las culturas, en un sentido muy amplio. No en balde últimamente, tras la pandemia, hemos insistido en que nuestras nociones del tiempo se han visto alteradas por los ritmos del confinamiento. Así, para un hombre de 70 años medio siglo no parece tan largo ni lejano como para un adolescente de 15, que tal vez no puede ni imaginar la longitud temporal de ese lapso ni su contenido emotivo y sociohistórico.
En cambio, los tipos de pasado reciente y mediato pueden formar parte de nuestra propia vida, de la más cercana a nuestro presente. En esos tipos de pasados entran nuestras vivencias y experiencias personales, pero también las colectivas. Recientemente el papa Francisco ha dicho que revisar la vida propia, es decir, el pasado, ya sea reciente o mediato, puede resultar sanador porque nos hace descubrir «los pequeños milagros»: «Nuestra vida es el ‘libro’ más precioso que se nos ha dado, un libro que, lamentablemente, muchos no leen, o lo hacen demasiado tarde, antes de morir. Y sin embargo, es en ese mismo libro donde se encuentra lo que se busca inútilmente por otras vías» (https://www.vaticannews.va/es/papa/news/2022-10/releer-la-propia-vida-nos-hace-descubrir-los-pequenos-milagros-d.html?utm_source=newsletter&utm_medium=email&utm_campaign=NewsletterVN-ES). Recordó el Papa las palabras de san Agustín en las Confesiones al referirse a la presencia de Dios en su vida: «Tú estabas dentro de mí, y yo fuera. Y ahí te buscaba. Deforme, me lanzaba sobre las bellas formas de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo». Esas palabras de san Agustín le permiten al Papa afirmar que «Muchas veces nosotros también hemos tenido la experiencia de Agustín, de encontrarnos presos de pensamientos que nos alejan de nosotros mismos, mensajes estereotipados que nos hacen daño: por ejemplo: «no valgo nada», y te hundes; «todo me sale mal», y te hundes; «nunca conseguiré nada bueno», y te hundes, y así es la vida. Esas frases pesimistas que te deprimen. Leer la propia historia significa también reconocer la presencia de estos elementos «tóxicos», pero luego ampliar la trama de nuestra historia, aprender a notar otras cosas, hacerla más rica, más respetuosa de la complejidad, logrando también captar las formas discretas en que Dios actúa en nuestra vida».
En ese mismo sentido, mirar la historia tiene una importancia nada despreciable para entender el presente y entendernos, personal y colectiva o socialmente, en él, no solo en lo que percibimos como espacios abiertos y propicios, sus llanuras y oasis, sino también en los meandros y laberintos que nos confunden y agobian. Los actos de entendimiento del presente y de nosotros en él nos permiten también construir con mayor seguridad y asertividad visiones, proyecciones y planes de futuro. Precisamente en estos momentos tan complejos para la historia, para el mundo, para la Iglesia católica y para el cristianismo en un sentido más general, para nuestro propio país y América Latina como ámbito regional o contexto mayor al que pertenecemos, mirar y evaluar el pasado puede afianzar el arraigo a nuestras realidades inmediatas, sean personales, familiares, laborales o sociales. Por si fuera poco, puede ayudarnos en estos momentos de incertidumbre a los que aludía al principio, en esta coyuntura de cambio de época, que puede ser cronológicamente muy larga y marcada a su vez por inestabilidades y profundas mutaciones, a veces simultáneas, otras concatenadas y progresivas, en una especie de todo huidizo, inestable, inabarcable e inaprehensible además y, lo cual resulta muy interesante desde el punto de vista lingüístico, inefable o difícil de expresar debido a las dificultades de precisarlo.
Entre otros fenómenos que caracterizan nuestra contemporaneidad, la dependencia tecnológica, el placer, la idea de la eterna juventud, el epicureísmo, el hedonismo, la intrascendencia, las redes sociales, el consumo, la relatividad radical y el libertinaje generan ataduras y valores efímeros centrados en el individualismo y la ganancia, como meta suprema, sin importar mucho la ética, las consecuencias sociales y ambientales, es decir, el Bien Común. Los modos de vida de la sociedad industrial nos han llevado a una especie de paroxismo caracterizado en parte por la confusión axiológica, típico no solo de una época de cambio, sino de un posible cambio de época.
Enfrentamos momentos de gran inestabilidad, que se extiende a los componentes organizacionales, ideológicos y simbólicos de las sociedades asumidas como occidentales. En tales circunstancias luce necesario reafirmar valores y símbolos, la convicción que nos da fuerza y los sentidos de los que hacemos o dejamos de hacer. Para ello se requiere cambiar la dirección de la mirada: en vez de dirigirla solo al presente, obviando de esa manera el pasado en todos sus tipos o grados y el informe futuro, debemos hacer gala de una mirada múltiple. Desde el presente, diagnosticando sus necesidades, fortalezas y carencias, hemos de volver la vista al pasado, porque conociendo lo que hemos sido podremos entender mejor el mundo actual y construir una senda de futuro más amable, justa e inclusiva. Como parte de ello, resulta indispensable potenciar lo local y el arraigo como estrategia para evitar perdernos en las ráfagas globalizadoras con identidades pasajeras, mediáticas, intempestivas, virtuales e incompletas y casi siempre impuestas.
Nota: La versión preliminar de este artículo formó parte de la conferencia “Conmemoración de los 250º años de la visita de monseñor Mariano Martí a La Guaira: pasado, presente y futuro”, dictada como Lectionis Inauguralis del año formativo 2022-2023 del Seminario San Pedro Apóstol y la Escuela de Teología de la Diócesis de La Guaira en el Seminario San Pedro Apóstol, en Macuto (estado La Guaira) el día sábado 22 de octubre de 2022.
Horacio Biord Castillo
Escritor, investigador y profesor universitario
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