Lecturas recomendadas

La Esperanza cristiana tiene sentido, un gran sentido

 

Nelson Martínez Rust:

 

¡Bienvenidos!

En estos tiempos de dificultades existe un peligro, y es el de caer en la desesperanza. Ésta – la desesperanza – encuentra su fundamentación en el olvido y en la indiferencia que se establece frente a la realidad de Dios, algo muy común en nuestros días, y en la indiferencia o ignorancia frente al prójimo. Ambas actitudes pretenden suplir la virtud de la esperanza con la idea o el deseo de centrar toda la atención en sí mismo – egocentrismo -. La Virtud de la Esperanza, por el contrario, se hace visible en la acogencia primeramente de Dios y, desde Dios, en la acogencia y fraternidad que se genera ante el otro. Hoy, más que nunca, los cristianos están llamados a ser testigos y a dar razón de la esperanza evangélica partiendo del compromiso con la existencia cotidiana de sus vidas. Por consiguiente, es necesario y fundamental, reflexionar desde la teología y la espiritualidad de esta virtud. Benedicto XVI lo entendió con una gran clarividencia. De ahí su reflexión sobre las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad.

Existen dos modos de esperar. El primero es aquel que piensa el futuro como una realidad ya hecha, previamente determinada, apabullante y, por lo tanto, inclinada a proporcionar temor, miedo, inseguridad – reminiscencia de los mitos del eterno retorno de los griegos -. Esta visión favorece a unos pocos, ya que es ocasión de manipulación y extorción de algunos sobre una mayoría que es aprovechada para obtener o incrementar bienes e intereses personales. El otro modo es el de aquellos que conciben el futuro como una realidad por hacer – abierta -, que nace del hecho de entender la historia como un devenir – espacio novedoso – en donde se encuentran dos libertades que se dan la mano: la divina y la humana. El cristiano debe ubicarse en esta segunda visión de la espera en donde se construye el futuro con la visión que Dios ha trazado de la humanidad y que se realiza con la colaboración libérrima del hombre. Ello proporciona una serenidad y certeza que busca entender y amar la historia para hacerla capaz de eternidad, al vivirla como gracia a la luz de la promesa divina que nos lanza en la lucha por una fraternidad que no tiene límites.

El cristiano sabe muy bien que la esperanza, entendida en este segundo modo, es un bien otorgado por Dios. Ahora bien, las diversas esperas humanas vienen determinadas por los tiempos, las colectividades y la diversidad de los territorios. Sin embargo, la segunda noción de esperanza no puede ser concebida como una realidad individual sino colectiva y universal, con una dirección absoluta hacia Dios que le brinda un sentido y “un porqué” y “para qué”. De ahí que la esperanza no puede pensarse o darse sino en función y con los demás. Se trata de un tesoro que la humanidad lleva en vasija de barro y que le pertenece, y los que más derecho tienen a vivir de esta esperanza son los pobres y desesperados: ellos son los preferidos, le dan sentido a la esperanza y nadie tiene derecho a quitársela (Mt 5,1-16).

La clave para entender la esperanza cristiana se encuentra en la “Historia de la Salvación”: el verdadero contenido de la Esperanza es Dios que se promete, que es amor y fraternidad cumplida en la donación de su Hijo en la historia, convirtiéndose en salvación para todos. Como heredera de esta “Historia de Salvación”, la Iglesia recoge hoy la antorcha del Pueblo de Israel, que siempre reconoció en Yahvé al Dios de la promesa, provocando la confianza. Analicemos esta afirmación un poco más.

Todo se inició con Abraham (Gn 12,1-9), quien “creyó contra toda esperanza” cuando la promesa de Dios lo desinstaló de su bienestar y confort. Los hijos Abraham nacidos de esta fe creyeron que la realidad divina era más fuerte que Egipto y su ejército y, de esta manera, amanecieron en una tierra que Yahvé les había prometido tras la difícil travesía y conquista de la libertad esculpida en el desierto. Este mismo pueblo, que, siguiendo la voz de los profetas, creyó que frente a la ruina de su propio pecado Él – Yahvé – amorosamente los rehabilitaría y establecería en la dignidad de elegidos y, por consiguiente, en la plenitud en el futuro. Este mismo pueblo acicateado por la persecución y el martirio – Macabeos -, y avalado por la continua presencia de Dios que siempre le había acompañado, “creyó contra toda muerte” que el amor de Dios no los dejaría en las garras del “Sheol” y habló de resurrección como actuación definitiva.

Al contemplar este amor de Dios por su pueblo y la respuesta del pueblo a dicho amor debemos afirmar: ¡Qué gran marco para entender que el Señor-Dios que es el fundamento de la Esperanza, ahora quiere también que se le entienda como el contenido de la promesa! En efecto, Dios Padre todopoderoso y creador, al creer en cada hombre y en la creación entera, se hace criatura en Jesucristo, y así toda persona, por Él, con Él y en Él, se hace presente de un modo definitivo en el corazón de Dios-Padre, de una manera que no tiene retroceso porque esta “Nueva Alianza” que Cristo ha establecido entre Dios-Padre y la creatura, es eterna y ha sido sellada con su sangre en la cruz, que es nuestra sangre; y con su vida – divina y gloriosa – que se nos da como primicia y como cuerpo resucitado del que formamos parte por el Espíritu Santo en la Iglesia mediante el bautismo. Ahora todos somos hermanos. La Esperanza ha fecundado el deseo y la realidad de la fraternidad, deseo que se alimenta de la Eucaristía en la justicia y la salvación. De esta forma somo hijos en el Hijo y estamos llamados a la vida eterna, construyéndola con gozo de ser con Cristo, en la fraternidad plena de la comunidad de los santos, cobrada en la justicia y en la libertad total y definitiva, junto con toda la creación.

La Esperanza cristiana tiene sentido, un gran sentido, porque Cristo Jesús, el Mesías esperado y anunciado por los profetas del Antiguo Testamento, el Hijo de Dios, se hizo carne, “plantó su tienda entre nosotros”. Se hizo uno en medio de y con nosotros. En otras palabras: nuestro Dios es un Dios cercano, ha compartido nuestra humanidad, conoce nuestras alegrías y tristezas, ha vivido en el mundo que los hombres día a día van tejiendo: “hecho hombre por nosotros”. Ahora tenemos la misma sangre y nos sentimos reclamados como hijos amados de Dios en todos los hermanos que necesitan de su esperanza y su gracia. Nadie podrá quitarnos la esperanza porque “nadie ni nada podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Jesucristo”. La esperanza cristiana es la virtud que nos dinamiza, nos libra del miedo de la muerte y nos hace adentrarnos en el corazón de la historia sabiendo que el único discurso creíble sobre la resurrección y la vida eterna es aquel que se articula en el lenguaje de las esperas humanas – como hizo Dios en Jesús de Nazareth -, en el compromiso serio y real de l Iglesia, y en ella, de cada cristiano, a favor de los hombres en la búsqueda de la justicia, la libertad, y la paz verdadera que anuncian y anticipan lo que creemos y esperamos.

El tiempo de Adviento es tiempo de esperanza en un doble sentido: a.- Esperanza en el niño que nace en Belén: Él es nuestra vida, nuestra razón de ser, de existir y de vivir. b.-Esperanza en que el Reino de Dios se hará presente al final del tiempo. El cristiano al conmemorar el nacimiento del Niño-Dios prepara la vida al final de la historia. Es lo que anuncia el primer prefacio de adviento: “Quien, al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizó el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación; para que cuando de nuevo en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar”.-

 

Valencia. Diciembre 4; 2022

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba