Con limitaciones
El hecho religioso no tiene excepciones, en la ya larga historia de la humanidad
Rafael María de Balbín:
Un conjunto de limitaciones, que afectan a la vida de cada persona y de la humanidad entera, hace que podamos hablar de pequeñez y de precariedad. Somos limitados: en fuerzas y capacidad, en tiempo, en realizaciones. ¡Cuántas veces nuestros hechos quedan por debajo de nuestras intenciones y promesas! Sin embargo sería tonto rebelarse contra esta realidad de nuestra imperfección: conviene que nos esforcemos por dar lo mejor de nosotros mismos, pero, al no lograrlo, tampoco hay por qué pensar que la vida no tiene sentido.
Con limitaciones y todo, la vida es siempre un buen regalo. Y para remediar nuestras deficiencias Dios se ha inclinado hacia nosotros: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva. Con estas palabras del profeta Isaías, Jesús presenta el significado de su propia misión. Así quienes sufren a causa de una existencia de algún modo disminuida, escuchan de Él la buena nueva de que Dios se interesa por ellos, y tienen la certeza de que también su vida es un don celosamente custodiado en las manos del Padre” ( SAN JUAN PABLO II. Enc. Evangelium vitae, n. 32).
Reconocer las propias limitaciones es un primer paso para impetrar la ayuda divina, y también una invitación que recibimos para vivir la solidaridad con el prójimo necesitado. Sólo quien experimenta la precariedad de su valía puede colocarse en el lugar del otro, com-padecer al hermano. Y esto en las penurias materiales y también en esos otros problemas que afectan existencialmente a las personas: los errores, los desengaños; y especialmente el pecado, profunda raíz de todos los males. “La palabra y las acciones de Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a quienes padecen enfermedad, sufrimiento o diversas formas de marginación social, sino que conciernen más profundamente al sentido mismo de la vida de cada hombre en sus dimensiones morales y espirituales. Sólo quien reconoce que su propia vida está marcada por la enfermedad del pecado, puede redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador, la verdad y autenticidad de su existencia, según sus mismas palabras: No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores“(Idem).
Estas reflexiones adquieren una especial validez con el entorno de una sociedad materialista y deshumanizante. El estilo consumista parece asegurar una suficiencia a la propia vida, pero es provisional, precaria. La adicción al dinero y a los bienes materiales camufla las auténticas carencias personales. Pero la persona no vale por lo que tiene, sino por lo que es. Lo contrario no deja de ser un espejismo, por muy difundido que esté: quien cree que puede asegurar su vida mediante la acumulación de bienes materiales, como el rico agricultor de la parábola evangélica, en realidad se engaña. La vida se le está escapando, y muy pronto se verá privado de ella sin haber logrado percibir su verdadero significado: ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?
La apertura de nuestra inteligencia hace que tengamos una esfera de intereses amplia, prácticamente ilimitada: somos capaces de buscar ávidamente el placer, el dinero, el aplauso, el poder, la ciencia, el amor. Y no somos fáciles de contentar: después de alcanzar una meta, nos parece insuficiente. Aspiramos a más. Es que somos impelidos, desde el fondo de nuestro ser, por un poderoso deseo, cuya índole frecuentemente olvidamos, y que claramente nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar.
En esa nativa condición del hombre está la raíz de la dignidad humana, no en que seamos animales evolucionados con facilidad de adaptación al medio, ni simples recursos humanos aptos para el desarrollo social, ni productores de tecnología o de cultura. Tal como enseña el Concilio Vaticano II: La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador.
De los más variados modos ha expresado el hombre a través de los tiempos y de las culturas sus creencias y prácticas religiosas: ritos, sacrificios, oraciones, códigos de moralidad. El hecho religioso no tiene excepciones, en la ya larga historia de la humanidad. Como San Pablo expresaba en el Areópago de Atenas, ante un público ávido de novedades: El creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en El vivimos, nos movemos y existimos.-