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Los problemas de la migración en las familias

Siro del Castillo:

En una oportunidad, los obispos católicos de los Estados Unidos y de México, en su carta pastoral conjunta del 23 de enero de 2003, hacían memoria de «la migración a Egipto del pueblo elegido, de Jesús, María y José que fueron refugiados en ese país: “De Egipto llamé a mi hijo” (Mt 2,15). Desde entonces, la Sagrada Familia es una figura con la que se pueden identificar migrantes y refugiados de todos los tiempos, dándoles esperanza y valor en momentos difíciles».

Para muchos migrantes, el trasladarse a otro país constituye un medio para mejorar su bienestar personal y trae consigo un potencial de desarrollo para los ellos y sus familias, especialmente de orden económico. Casi todos provenimos de familias que han migrado de población, de país o hasta de continente, algo que lamentablemente se olvida cuando juzgamos a los emigrantes en estos días. Hace varios años, el papa Francisco, en sus declaraciones a los participantes de la VI Edición del Fórum Internacional «Migración y Paz»,  apuntaba que «En su esencia, migrar es expresión del intrínseco anhelo de la felicidad de cada ser humano, felicidad que es rebuscada y perseguida».

Pero también la emigración puede ser obligada por motivos o causas que son más o menos ajenos a la propia persona. Algunos de ellos pueden ser el salir de una crisis, incluso, para algunos, salvar la propia vida o de vivir bajo situaciones creadas por un  régimen que no respeta los derechos fundamentales de la persona humana, en lo político, lo económico, lo social y lo cultural, como sucede actualmente en muchas partes del mundo. Muchos son forzados a emigrar.

El papa Pío XII, en la constitución apostólica Exsul Familia, señalaba el compromiso de la Iglesia de atender y cuidar a los peregrinos, forasteros, exiliados y migrantes de todo tipo, afirmando que todo pueblo tiene el derecho a condiciones dignas para la vida humana, y si éstas no se dan, tiene derecho a emigrar. Ese compromiso y el reconocimiento del respeto a la dignidad plena de la persona humana y del  derecho a emigrar es para los cristianos un deber.

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El papa Francisco, refiriéndose a la situación en que millones de persona se encuentran, apuntaba en su Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del  Refugiado, del 5 de agosto de 2013, que «Al mismo tiempo que animamos el progreso hacia un mundo mejor, no podemos dejar de denunciar, por desgracia, el escándalo de la pobreza en sus diversas dimensiones. Violencia, explotación, discriminación, marginación, planteamientos restrictivos de las libertades fundamentales, tanto de los individuos como de los colectivos, son algunos de los principales elementos de pobreza que se deben superar. Precisamente estos aspectos caracterizan muchas veces los movimientos migratorios, unen migración y pobreza».

Hoy en día, el «derecho a no verse forzado a emigrar» se repite más frecuentemente, tratándose de que todos y cada uno de los seres humanos  puedan vivir  donde exista un verdadero Estado de Derecho, con un desarrollo integral y sustentable en los países de donde las familias huyen, que les permita a los padres y a los hijos vivir y trabajar con dignidad, y no verse forzados a emigrar.

Lamentablemente, se calcula que actualmente más de 232 millones de personas residen fuera de sus países de origen y son las familias las que sufren las consecuencias de esta situación. Tradicionalmente la familia, que es el centro de cohesión social y desarrollo de la sociedad tanto en los países de origen como de destino, es la que sufre más directamente esa situación en el seno de sus hogares. Por eso, la realidad de la migración también plantea retos y problemas principalmente a las familias y a sus integrantes.

Uno de los principales problemas es la separación de los familiares durante largos períodos, en los que algunos miembros de una misma familia se encuentran en los países de destinos y otros se quedan en los países de origen.   Esta situación causa considerables problemas psicológicos y sociales en el seno del núcleo familiar: dificultades de integración en los países de destino para los emigrantes así como cambios en las relaciones y funciones intrafamiliares entre los que se fueron y los que se quedaron. Lo que sin duda plantea verdaderos retos a las familias puesto que puede tener repercusiones negativas en su bienestar.

El papa Francisco, en su discurso a la Organización para la Alimentación y la Agricultura, del 20 de junio de 2013, señalaba la necesidad de «reforzar la convicción de que la familia es el lugar principal del crecimiento de cada uno, pues a través de ella el ser humano se abre a la vida y a esa exigencia natural de relacionarse con los otro.  Podemos constatar tantas veces cómo los lazos familiares son esenciales para la estabilidad de las relaciones sociales, para la función educativa y para un desarrollo integral, puesto que están animados por el amor, la solidaridad responsable entre generaciones y la confianza recíproca».

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La familia sigue siendo la célula esencial de la sociedad para el papa Francisco así como también para la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que en el Artículo 16 (3) de la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoció en que «La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado». Sin embargo, este reconocimiento de los derechos de las familias está muy lejos de alcanzarse.

Algunos estudiosos de la migración familiar apuntan con preocupación, que cada día los más afectados son los niños y jóvenes, ya bien sea por verse separados de su padres al quedarse ellos en los países de origen, porque emigran con sus familias o porque sus padres los hacen emigrar solos, lo que más dramáticamente hemos visto en los últimos tiempos en la frontera sur de los Estados Unidos: los menores no acompañados (como son clasificados por las autoridades de inmigración).

Los menores son particularmente vulnerables al verse separados de sus padres. La separación a largo plazo que causa este tipo de separación familiar puede tener efectos negativos a nivel emocional, de desarrollo y de salud en los menores.  Esta situación hace que muchos crecen sin uno o ambos padres y son criados por abuelos u otros familiares al quedarse ellos en el país de origen, o para los menores no acompañados que ingresan ilegalmente a otro país, verse entrampados en las estructuras de servicio sociales del dicho país, donde en muchas ocasiones el interés de ganancia económica de las mismas supera el interés por el verdadero bienestar del menor.

Muchos se preguntan cómo unos padres son capaces de enviar solos y de forma ilegal a sus hijos a un país desconocido, en muchos casos de idioma y cultura distintos al suyo. Tendemos a pensar que es por el amor a ellos y la sana intención de querer que tengan un futuro mejor lo que los motiva, sin pensar en las posibles consecuencias. Esta sana intención ha tenido, en muchos casos, graves consecuencias para los menores no acompañados que fueron enviados, lo que abre las puertas a un serio enjuiciamiento.

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Sin embargo, no son solamente los menores los que sufren las consecuencias producto de la emigración familiar. Muchas veces las relaciones de los padres, producto de la separación, conlleva desavenencias conyugales y rupturas matrimoniales. En otras ocasiones, son los familiares que asumen la custodia de las hijas y/o hijos, que se quedan en los países de origen, los que ven deteriorarse a veces las relaciones y/o compromisos que adquirieron con la responsabilidad muchas veces no buscada con los seres cercanos que emigraron.

Desde nuestro punto de vista, no podemos enfocar solamente la emigración familiar limitándose a las consecuencias negativas de la separación, que en muchos casos son los que sobresalen por las lamentables consecuencias que tiene para el núcleo familiar. La emigración familiar tiene que ser también contemplada desde el punto de vista de la “reunificación familiar”.

La Organización Internacional de Migraciones (OIM), ha manifestado que la reunificación familiar es el derecho que tiene «un no nacional de entrar y residir en un país donde miembros de su familia residen legalmente o tienen su nacionalidad en orden de preservar la unidad familiar». También la OIM defiende «el derecho de la familia de vivir juntos, como unidad fundamental de la sociedad, y a recibir respeto, protección, asistencia y apoyo».

Hoy, en muchos países el tema de la reunificación familiar se ha complicado, los sentimientos xenofóbicos contra los inmigrantes han perjudicado no solamente a los migrantes que quieren entrar a los países, sino particularmente a los indocumentados que ya viven en ellos y que se ven imposibilitados de lograr la reunificación con sus familiares cercanos. Independientemente de su situación legal, los inmigrantes indocumentados, como toda persona, poseen una dignidad humana intrínseca que debe ser respetada. Estas actitudes xenofóbicas deben ser rechazadas a la luz de nuestra fe cristiana y es precisamente esta fe la que nos obliga a defender la reunificación familiar como un derecho humano reconocido internacionalmente.

Como también nos obliga, tanto en los países de origen como en los países de destino, a ayudar y sostener en la medida de nuestras posibilidades a aquellas familias que sufren en su interior las consecuencias negativas de la emigración familiar. Pero nada resolvemos luchando y ayudando solamente por la dignidad para los migrantes y sus familias, si no luchamos también para que no existan en tantos países las condiciones que provocan la emigración familiar, de aquellos que solo quieren para ellos y su familia vivir con dignidad en sus propios países y se garantice así el derecho de todo ser humano de no verse forzado a emigrar.-

Articulo tomado de: El Ignaciano

Quarterly Bilingual Magazine of the Pedro Arrupe Jesuit Institute

Revista Trimestral bilingüe del Instituto Jesuita Pedro Arrupe

Volumen 6, #1 – March 2023 / Año 6, #1 – Marzo 2023

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