Trabajos especiales

La poesía de las locuciones idiomáticas

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He escrito en Google, convenientemente encerrada entre comillas, la frase «la poesía de las locuciones idiomáticas» y no hay ninguna entrada, así que esa es la primera razón para titular este texto así, aun teniendo en cuenta el inconveniente de que no sabe uno qué cosa sea la poesía —desde luego ninguna de las definiciones del Diccionario dice nada que nos sirva sobre ella— y, si tuviera que jugar a definirla, terminaría recurriendo a la socorrida ocurrencia de san Agustín cuando quiso hablar de qué cosa era el tiempo: «Si me preguntan por ella, no sé lo que es; si no me preguntan, sí lo sé».

En efecto, por dejarse llevar por la vaguedad, tiene uno aprendido que poesía es una presencia —o una sustancia, o incluso, si se quiere rebajar su misterio y dotarla de materialidad, un ingrediente, como el humor, que a veces beatifica ciertos momentos y a veces no viene a cuento— que se reconoce cuando la tiene uno ante sí (y ese tenerla ante sí puede acontecer en una película o también en un espectáculo callejero, claro, aunque, raramente, en un libro de poemas), pero que, una vez difuminada, no hay modo de encogerla para que quepa en una definición satisfactoria. No aceptará uno en ningún caso que la poesía sea solo un género literario ni, colmo de los horrores, «idealidad, lirismo, cualidad que suscita un hondo sentimiento de belleza, manifiesta o no por medio del lenguaje». Todas las acepciones que juntan nuestros académicos en el Diccionario de la lengua española apenas ofrecen una cartografía muy elemental de la polisemia que extiende el concepto.

La parte final de la definición mentada deja claro que la poesía no es solo un arte verbal, ni los poemas, los únicos vehículos para trasladarla desde un emisor hasta un receptor. Se da a entender que tanta poesía puede encontrarse en un campo de fútbol como en el último premio Loewe: como la belleza, como la fotogenia, como el miedo, la poesía puede estar en cualquier parte, sin que para alzarla y producirla como sensación sea necesario el lenguaje. Pero, para no complicarnos mucho la vida, quedémonos en aquella zona de la poesía —o de lo poético— que solo se produce como caso del lenguaje. Aquella que a Juan de Mairena le hizo pedirle a un alumno que pusiera en lenguaje poético la frase burocrática y pedante: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa», y que el alumno, para procurarse su sobresaliente, tradujo como «lo que pasa en la calle». Importa decir que Antonio Machado nos previene contra la tentación de considerar el lenguaje poético como un lenguaje especializado —como pueda serlo el lenguaje científico, o sea, un lenguaje que solo a los entendidos es capaz de decirles algo, incluso de conmoverlos, pues seguro que conmueve E = √[(mc²)²+(pc)²] a quien comprenda lo que se está expresando, lo que desvela esa sucesión de signos que a la inmensa mayoría será incapaz de tocarle una fibra—. Machado trataba de salvar a la poesía de los especialistas, librarla del gueto y del pedestal. La poesía se hace con las palabras habituales, no necesita subirse al trono del lenguaje especializado —no es un lenguaje especializado por mucho que la propia Academia hable de un lenguaje poético y lo utilice para definir algunas palabras como níveo, de la que se nos entera que «en lenguaje poético, relativo a la nieve», sin que se sepa si ahí lenguaje poético puede sustituirse simplemente por bonito—.

Lo que caracteriza a un lenguaje especializado, gremial, es que pretende dejar fuera a quien no pertenezca al gremio, y haber sido tomada como un lenguaje especializado le ha hecho más daño a la poesía que la infinidad de malos poemas que se han escrito. Unas veces se la tomaba como una simple modalidad del acertijo, que consistía en que el poeta, mediante metáfora, expresaba una cosa supliéndola por otra: «Su luna de pergamino / Preciosa tocando viene…», donde luna de pergamino es pandereta, y sanseacabó el misterio. Otras veces se jugaba a la falsa hondura: es decir, para expresar lo inexpresable no cabía más remedio que producir artefactos incomprensibles.

Las únicas metáforas eficaces son aquellas que no se pueden intercambiar por un objeto cualquiera, es decir, las que se emplean porque no queda más remedio, porque no hay otra forma de decir lo que se quiere decir, porque aquello que se expresa es abstracto y no produciría la menor emoción si se pronunciara con una abstracción que necesita de la figuración para al menos susurrar algo, pintar una estampa. «La noche es interminable cuando se apoya en los enfermos / y hay barcos que solo buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos». (Pongo este ejemplo porque me suspendieron un examen una vez por decir que no tenía ni idea de qué querían significar esos versos, pero me figuraba que daban cuenta de una angustia muy grande que aquejaba al poeta y en cualquier caso lo había expresado tan bien que no los iba a olvidar en mi vida. Me pusieron un cero, yo creo que muy injustamente. En mi instituto no se valoraba la sinceridad). En ninguna parte ha demostrado nadie que, en su momento oportuno, colocado en su sitio y después de una serie de recursos retóricos empleados para causar un efecto determinado, «me cago en tu puta madre» no sea muchísimo más poético que «las ondas del azur que conducen a la aurora».

Todo esto venía a cuento de las locuciones idiomáticas, que son expresiones fijas formadas por palabras que pierden el significado que tienen fuera de esas locuciones. Así, en la locución «Cogerlo con las manos en la masa», ninguna de las palabras que la componen tiene un significado literal (a no ser que se presente uno en una tahona a las cinco de la mañana buscando al panadero, claro) y la locución ha servido para señalar el momento en que se descubre a alguien cometiendo lo que sea —mayormente un delito, pero también puede ser un adulterio, en cuyo caso creo que coger, manos y masa estarían cerca de su significado literal—. Irse por las ramas, bailar con la más fea, subirse por las paredes, con la soga al cuello…, el español abunda en estas locuciones, algunas de las cuales tienen claramente fijada su partida de nacimiento. «Estar a la cuarta pregunta» es de raíz jurídica, pues para fichar a los detenidos se les preguntaba nombre, edad, profesión y rentas, y evitaban la última de las preguntas para no ser embargados; «tirar la toalla» procede del boxeo, pues un entrenador arroja una toalla al ring para indicar que su púgil se rinde; «entrar a saco», evidentemente, se relaciona con la costumbre militar de saquear los poblados conquistados, para lo cual los jefes permitían a sus soldados que metieran en un saco todo lo que se les antojara llevarse.

Otras muchas esperan a que su etimólogo nos saque de dudas. No hay un diccionario de locuciones idiomáticas que indague en el nacimiento de cada una, y los que hay —o los que yo he llegado a ver, como el meritorio pero insuficiente Diccionario de locuciones idiomáticas del español actual, de Inmaculada Penadés— tienen el indiscutible valor de apilar locuciones y explicarlas, pero no van más allá. Está el Diccionario fraseológico documentado del español actual, de Manuel SecoOlga Andrés y Gabino Ramos, que espiga locuciones y modismos del Diccionario de la lengua española. Otros muchos se dedican más bien a traducir a otros idiomas las locuciones que se listan, buscando las equivalencias oportunas. Creo que es un trabajo que está por hacer. En cualquier caso, hoy mismo vemos nacer locuciones que quizá consigan nadar el tiempo y colarse en la lengua futura —por ejemplo, «pasar pantalla», que al parecer es de las pocas cosas valiosas que ha producido el procés independentista—, aunque con la lengua nunca se sabe qué expresiones perdurarán y cuáles necesitarán de filólogo que en nota a pie de página nos aclare su sentido y deduzca su procedencia.

La mayoría de las locuciones, por expresivas que resulten y hasta graciosas —en Perú, para quien está un poco trastornado se dice «le falta un jugador»—, no son más que formulaciones idóneas que aprovechan lo que sea —las broncas tabernarias donde se desenvainaban armas para dar con «entre la espada y la pared», o el derecho de pernada que permitía al señor feudal pasar la primera noche con la recién casada, y, para expresarlo, colocaba una cornamenta de ciervo en la puerta del nuevo matrimonio, de donde viene «poner los cuernos», aunque esta locución también puede tener su origen en la mitología griega, cuando Pasifae, entregada al rey Minos, mantuvo amores con un toro blanco para parir al Minotauro—. A veces, su rotundidad no esconde su misteriosa genialidad: «quedarse con alguien», con el significado de engañarlo. «Me dijo que me daban el premio seguro y se quedó conmigo». ¡Se quedó conmigo, no como en el «Me quedo contigo» de Los Chunguitos!

No es de extrañar que algunos estudiantes extranjeros quieran tirarse por la ventana cuando tratan de entender algunas de las expresiones de nuestro idioma (se ha viralizado un vídeo en el que un norteamericano «se hace la picha un lío» a causa del modo que tenemos en español de referirnos a la temperatura; le resulta incomprensible que utilicemos el verbo tener para el frío o el calor, pero también el verbo ser, el verbo estar y el verbo hacer). Aunque de vez en cuando, como por otra parte es condición de la poesía —como es condición de toda cumbre ser excepcional, pues, si todo fuera cumbre, la cumbre entera sería llano—, se produce, no se sabe ni cuándo ni cómo ni por qué, algún hallazgo eminentemente poético. Álvarez de Miranda llama a la locución «voy a irme yendo», que tan a menudo se utiliza para avisar de que uno se queda donde está, pero se acerca la hora de marcharse, «pequeño prodigio», cosa que sin duda es: utiliza tres veces seguidas el verbo ir para en el fondo sugerir que, de momento, nos quedamos. Parece una definición de «estar vivos», como si quienquiera que fuese el primero que la empleó hubiese sabido condensar así lo que hacemos todos de continuo: un ir irse yendo. «La muerte me desgasta, incesante», decía Borges. Si yo pusiera ese verso en un examen y me encontrara con un alumno que me dijese «aquí el poeta nos dice que va a irse yendo», le pondría un diez irremediable. De ahí que tenga uno por casos de auténtica poesía popular —de hecho, las muestras más breves y compactas de poesía popular de las que se tiene noticia— algunas locuciones idiomáticas a las que no les echamos cuenta por haberse camuflado en el lenguaje ordinario.

Cumpliendo la elocuente regla de la poesía popular, esas locuciones, además, no tienen autor ni propietario: al revés que el dinero público, que, según aseguraba aquella mandataria, no era de nadie, la poesía popular es de todos, tan de todos es que ha ido variando conforme pasaban las generaciones y admite todo tipo de intervenciones. No hay premio mayor para un poeta que conseguir colar unos versos en ese caudal. La última vez que escuché la maravillosa copla de Manuel Machado: «Tu calle ya no es tu calle, / que es una calle cualquiera, / camino de cualquier parte», quien la decía la variaba: «Mi calle ya no es mi calle. / Es una calle cualquiera, / camino de cualquier parte», transformando el poema de desamor en un poema sobre la identidad. En otra ocasión oí a alguien citar malamente el verso del Eclesiastés: «No hay nada nuevo bajo el sol» como «No hay nada viejo bajo el sol», mejorándolo claramente, pues, si el primero nos dice que ya todo ha pasado y, en consecuencia, estamos constantemente condenados a la repetición, el segundo celebra que nunca ha pasado nada, que el mundo está constantemente naciendo y, por tanto, todo es nuevo siempre. (Tanto lo mejoraba que, sin saberlo, estaba citando un verso de Borges: «No hay nada antiguo bajo el sol», que a su vez versionaba el verso de alguien que he olvidado).

Alguien tuvo que ser el primero en decir cada una de las locuciones idiomáticas que enriquecen nuestra lengua —y enloquecen a los extranjeros que tratan de aprenderla—, otros debieron ser los primeros en repetirlas, nos han llegado vueltas ya lenguaje sedimentado, pero basta detener un momento la atención en ellas para apreciar el resplandor de la poesía que guardan. «Quitar las tapaderas del sentido», por ejemplo, se utiliza en Andalucía occidental para decir de algo que es espectacular o inolvidable: «Este arroz quita las tapaderas del sentido» o bien «Milena Sidorova quita las tapaderas del sentido» (es curioso que en esta zona del mundo se utilice tan a menudo la negación para agigantar la afirmación, el «por supuesto que sí» se dice «no ni ná», pero de algo que «quita las tapaderas del sentido» se dice también que «no se puede aguantar», o sea, lo que la expresión niega es en realidad una afirmación categórica, se expresa justo lo contrario de lo que se dice: no solo se puede aguantar sino que da mucho gusto aguantarlo). La imagen es portentosa, pues el sentido acumula en su singular todos los sentidos —el arroz, no solo el gusto; la danza de Sidorova, no solo la vista— y queda encerrado en algún utensilio cuya tapadera impide que se nos derrame con frecuencia y solo lo excepcional logre obrar el milagro, de donde se diría que sentido está cerca ahí de conceptos más altos, quizá alma. Lo que parece evidente es que quien fuera el primero en utilizarla o los primeros en repetirla para colarla en el caudal del habla común estaban, aun sin ser conscientes de ello, realizando una operación puramente poética, como también quien, con una capacidad de síntesis que ignoran todos los filósofos, fue capaz de dar con la fórmula «haciendo tiempo» para expresar la espera. Basta fijarse un poco en ella para quedar cegados por su resplandor poético. ¡Hacer tiempo!, como si eso fuese posible, como si vivir no consistiera precisamente en que el tiempo nos vaya deshaciendo. Está además la maravilla de utilizar una expresión que ya tiene un significado propio —«Hace tiempo que no voy al fútbol»— para agigantarla con otro completamente distinto.

No voy a multiplicar ejemplos. Bastaría con citar alguno más: «estar sembrado», «ganarse la vida» o «buscarse la vida» —que hasta se sustantivó en buscavidas, que, aunque parezca el nombre de una profesión dedicada a salvar gente en peligro, como socorrista o bombero, no lo es—. Lo importante, al fin y al cabo, es aquello de Nietzsche: «Prestad atención». Ahí está todo el secreto. Basta prestar atención, detenerse ante algunas locuciones idiomáticas de nuestra lengua que utilizamos corrientemente, observar cómo están compuestas, preguntarse cómo nacieron, cómo sería la criatura a la que se le ocurrió y en qué circunstancias, cómo se fue extendiendo, enlazando unas generaciones con otras, para ver que, de vez en cuando, de manera excepcional por supuesto, como le corresponde por ley a la poesía, en algunas de ellas, las menos sin duda, crece la esencia de lo que no sabemos definir pero sí sabemos que es radiantemente poético si lleva razón Francisco Rico —y lleva razón en su imponente Tratado general de literatura, que consta de la friolera de cuatro páginas— y «todo poema es un objeto verbal forjado para extenderse en la memoria».-

Foto: Getty/ Jot Down

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