Lecturas recomendadas

Un punto de partida

Rafael María de Balbín:

 

 

Si pretendo mejorar el mundo en que vivo, ¿Comienzo las reformas por mí mismo?

A nivel personal y social debe ser respetado cuidadosamente el orden de los medios y de los fines, de tal manera que se otorgue primacía a los valores de la verdad y del bien que corresponden al espíritu humano, antes  que a los simples medios materiales de utilidad o de disfrute.

Si se otorga a estos últimos la categoría de fin último, hay una visión reductiva de la grandeza y de las posibilidades del hombre y se llega a considerar a las personas como puros medios para un fin. Esta inversión engendra estructuras injustas que hacen ardua y prácticamente imposible una recta conducta.

No hay que olvidar que el verdadero protagonista de la vida social es el hombre. El comportamiento de cada persona tiene siempre una incidencia social, particularmente en aquellos que detentan un mayor protagonismo o tienen una mayor capacidad de convocatoria. Si queremos mejorar la sociedad en que vivimos y prestar a los demás nuestra colaboración y ayuda, conviene que comencemos por nosotros mismos, aplicándonos aquellos remedios que juzgamos necesarios para nuestros conciudadanos.

“Es preciso  entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona  y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él”  (CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1.888).

El principal obstáculo con que nos encontramos, a la hora de influir positivamente en el entorno social, es el arraigado egoísmo que existe en nosotros, favorecido por nuestra falta de amor a la verdad cuando ésta lleva consigo una mayor exigencia personal.

Hace falta pedir el auxilio de la gracia divina, sin la cual no sabríamos “acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava” (SAN JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, n. 25). Sólo una generosa solicitud por  el bien de las demás personas puede lograr que el afán de mejoras sociales desemboque también en un mejoramiento de la propia conducta.

¿En qué esperamos? En su homilía sobre la esperanza del cristiano San Josemaría Escrivá  expone cómo la esperanza enciende los corazones y ayuda a superar, con alegría, las dificultades que se presentan a lo largo del camino de la vida. La alternativa es clara: o se vive vida divina o se vive vida animal (más o menos ilustrada). Sin la ayuda de la gracia divina no es posible una verdadera santidad, aunque otra cosa pudiera parecer. La santidad de los santones laicistas, aquellos que aparentan una admirable virtud al margen de Dios, es un engaño  (Vid. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ. La esperanza del cristiano, en “Amigos de Dios”, nn. 205-221).

Los afanes de la tierra no eximen de poner la mirada en el cielo. La esperanza cristiana está por encima de las simples ilusiones terrenas: no consiste en la superficial despreocupación de quien no se toma la vida en serio, ni tampoco en el refugio de sueños y utopías. Muchas personas trabajan con ideales nobles y buenos, pero sus ilusiones puramente terrenas llevan consigo la marca de la caducidad.-

(rbalbin19@gmail.com)

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