Pensando en María
Valmore Muñoz Arteaga, Profesor y escritor-Maracaibo – Venezuela:
Hay una metáfora que leí en los cuadernos personales de la Madre María Félix Torres que dice aleteo del cielo. Me resulta una imagen preciosa. Cargada de un sentido que cuenta lo que cuenta, una especie de despertar cristalino de un alma cohabitada por el amor: ser del ser, dulce frescor de los sentidos interiores que hace eco de los sentidos exteriores. Palabras que me treparon a los ojos para deleitarme con un sabor, una textura, un color y un sonido de posibilidades sagradas. La Madre afirmaba con ella que nuestra naturaleza humana no podía resistir un aleteo del cielo, ya que nos desbordaba en un océano de incomprensión maravillosa. Un aleteo del cielo me resulta pensar en la Virgen María, pues es lo que siento cuando la veo sencilla acomodándome la habitación de mi corazón. Intentando poner orden donde solo hay caos y oscuridades. La imagino como cuando mi mamá, luego de lavar toda la mañana la ropa, entraba a mi cuarto a acomodar cada cosa en su sitio
Cierro los ojos para ver más claramente la imagen de María, en cuya mirada se encuentra toda la luz de la Verdad, esa luz de los Pueblos que es Cristo (Lumen Gentium). Siento ese aleteo tal y como debió ocurrirle a Isabel cuando Juan sintió el calor de su voz penetrando hasta el corazón de los huesos (Lc 1, 41-43). Aquí la siento como Madre generosa que colabora con mi salud espiritual, como la humilde esclava del señor. Mismo esplendor de la Verdad que la muestra como única e íntima cooperadora del Redentor que comenzó en la Anunciación, donde ella libremente participó en la obra de la salvación de la humanidad mediante la fe y la obediencia (Lc 1, 28); tanto en la Encarnación (Lc 1, 28) como en la obra de la Redención en el Calvario (Jn 19, 26) Ese aleteo me estimula a pensarla como corredentora, así como la exaltara Pío XI en abril de 1935 durante un mensaje radial. Dijo el Santo Padre: “Oh, Madre de Piedad y Misericordia, quien como corredentora os mantuvisteis junto a vuestro dulcísimo Hijo, sufriendo con Él cuando Él consumaba la redención de la raza humana sobre el altar de la cruz”.
María participa activamente en la obra redentora de Jesús, aunque en silencio. En ese silencio suyo, totalmente abandonado y confiado al amor que supera toda realidad, toda posibilidad. Un abandono que le permitió comprender con entereza la libertad que necesitaba su Hijo para ejercer su misión, pero no solo eso, sino que, a su vez, penetra en el misterio de conservar su libertad ante Él. Una libertad que es semilla de apertura al futuro, allí su abandono, allí su fidelidad. La libertad de María es un camino para la meditación de la fe, pues es allí donde radica la fluctuación del comportamiento humano, de sus decisiones y actitudes. Sin embargo, María es poseedora de una libertad fiel, nacida de una confianza compartida, de la gratuidad del amor. Libertad que cuando piensa en sí, está pensando en nosotros.
San Juan Pablo II recomendó al pueblo cristiano profundizar en la identidad y la misión de la santísima Virgen María, puesto que, como es sabido, no solo representa el modelo por excelencia de santidad para nuestra Iglesia, sino por constituir uno de los testimonios más hermosos y perfectos de humildad y fe. Sus virtudes nos hablan de su noble moral que la transforman en una fuente inagotable de agua viva dispuesta para calmar completamente la sed de quien acude a ella con corazón puro. María es puerta hacia la salvación. Vehículo que nos conduce a la perfección cristiana. Mediadora entre Dios y los hombres y entre los hombres y Dios debido a que Él así lo quiso y lo dispuso. Sin embargo, a pesar de lo espiritualmente significa para el pueblo cristiano que la reconoce como Madre, puesto que es la Madre de Dios, a veces nos resulta tremendamente desconocida.
Este misterio que rodea a María antes de su bienaventurado comienzo en la historia de la Salvación se nos brinda como una posibilidad fructífera para intentar ahondar en la gracia de Dios, ya que, como hay constancia bíblica, no suele presentarse con el brillo acostumbrado en las cosas importantes que suelen acompañar lo humano. Dios, al parecer, prefiere obrar desde lo común, desde la sencillez, como si con ello nos quisiera indicar que los milagros, los grandes milagros, se van tejiendo en la experiencia simple y sencilla de lo cotidiano. En lo cotidiano, al igual que nuestra santa Madre, se nos muestra el valor del silencio. Silencio donde se forja la palabra plena, al igual que en María, quien cubierta por el Silencio de Dios que vino sobre ella, se hizo portadora de la Palabra encarnada, radiante aleteo del cielo.
Por medio de María, el sagrado Silencio se hizo Palabra y se hizo carne, y esa palabra, llena de firmeza y resolución, lleva el sello inconfundible de su libertad y de la libertad de la mujer que aceptó con gozo la misión que sobre ella recaía. Me resulta conmovedor, imaginarme, sintiendo con mi mano manchada, moviéndose dentro del vientre de la siempre Virgen toda la verdad, la bondad, la justicia, la fidelidad y la misericordia de mi Padre, que es, al mismo tiempo, mi Hermano. Verdad, bondad, justicia, misericordia, que son palabras que vienen de la fuente del Silencio y que tendrían que recibirse en silencio para que alcancen la plenitud esencial. Palabras que penetran en el hombre buscando un sentido que, brinden un rostro en la dinámica social.
Paz y Bien.-