Trabajos especiales

Nuestras santas rebeldes

El historiador Tomás Straka las retrata en este escrito para Prodavinci

En olor de rebelión

Con treinta y cuatro años de edad recién cumplidos, y apenas tres de haber fundado la congregación que la haría famosa, murió la Madre Emilia de San José el 18 de enero de 1893. Joven, enérgica, inteligente, todo auguraba un destino largo y lleno de realizaciones, pero como a tantas personas en aquella época, se le atravesó una tuberculosis que se la llevó  muy temprano.  La noticia dejó a todos perplejos.  Su capacidad de trabajo, su entrega a los enfermos y ancianos pobres, el hecho de que muy probablemente contrajo la tuberculosis en el hospital que atendía, ya hizo pensar entonces en estar ante alguien que moría en olor de santidad. De hecho, un siglo después, en 1993, el Papa Juan Pablo II, la proclamó venerable.  Con ella, son cinco las religiosas venezolanas del entre-siglo XIX-XX –ese período que más o menos va de 1870 a 1920- y que ya están en los altares (hablamos, además de la Madre Emilia, de la Madre Marcelina de San José, de la Madre Candelaria de San José, de la Madre María de San José y de la Madre Carmen Rendiles). En cambio, hay sólo dos hombres con esta condición, uno de los cuales es de una generación posterior (hablamos de José Gregorio Hernández y del P. Tomás Morales).

Tal preeminencia femenina nos dice varias cosas de Venezuela y su sociedad, en particular de la forma en la que las mujeres fueron abriéndose camino en espacios que les estaban vedados, muchas veces por ley.  Como esperamos delinear en las siguientes páginas, estas religiosas que la Iglesia ya elevó a los altares,  son símbolos de una sociedad cambiante y precursoras de luchas que en los siguientes terminaron de perfilares.  Es muy probable que ni ellas se hayan identificado con las líderes feministas y democráticas que aparecieron en los años treintas –a diferencia de la Madre Emilia, las demás religiosas fueron longevas- ni, mucho menos, que las integrantes de los movimientos de liberación de la mujer hayan identificado a unas monjitas como compañeras de ruta. Se habrán acusado mutuamente de pecadoras y de retardatarias. Pero el hecho es que fueron probablemente de las mujeres más libres de su tiempo, eso que Nicanor Bolet Peraza llamó en un artículo aparecido poco después de la muerte de la Madre Emilia, “la mujer nueva”.  De manera que si murieron en olor de santidad, vivieron siempre, a su modo, en olor de rebelión.

Madre Emilia de San José. Autor desconocido | Wikimedia

El contexto 

Dos cosas propiciaron aquellas vidas rebeldes y creadoras.  La primera, el momento de la larga y problemática historia de las relaciones Iglesia-Estado en Venezuela.  Alrededor de 1890 comienza un proceso que la historiografía conoce como la Restauración de la Iglesia católica en el país.  Básicamente consistió en su paulatina reconciliación con el Estado y el vertiginoso crecimiento que, bajo este nuevo orden de cosas, experimentó por casi setenta años.  Después de las reformas desclericalizadoras de Antonio Guzmán Blanco y los grandes enfrentamientos que produjeron, tanto el Vaticano como el Ilustre Americano consideraron que las cosas habían ido demasiado lejos, por lo que poco antes de su salida del poder hicieron más o menos las paces e incluso el Ilustre recibió la Orden Piana, que la Santa Sede entregaba a católicos de mérito excepcional o a no-católicos que se hayan mostrado especialmente colaboradores con la Iglesia.  Los siguientes gobiernos venezolanos vieron en la Iglesia una palanca para modernizar el país, con sus religiosos capaces de fundar y administrar escuelas y hospitales, así como de garantizar el control de las fronteras, para lo que reinstituyeron a las misiones.  Así empezaron a permitir la llegada de congregaciones masculinas –siendo el punto de inflexión el retorno de los jesuitas en 1916- y creación de congregaciones femeninas venezolanas.  Nuestras venerables y beatas –aún no santas en toda propiedad- rebeldes fueron las fundadoras de algunas de las más importantes.

Con ello llegamos al segundo punto: el papel de la mujer.  Llama la atención que las congregaciones creadas en Venezuela hayan sido femeninas. Esto fue expresó cierta minusvaloración de  la mujer. Comoquiera que la política no era considerado asunto suyo (lo suyo, como decían los documentos notariales, eran las “labores propias de su sexo”), se consideraba inofensiva la actuación de las hermanitas de los pobres, al contrario de lo que podía pensarse de los religiosos masculinos y del clero, con formación académica y participación en la vida pública.  Sin embargo lo que estas monjitas empezaron a hacer no sólo fue trascendente para la Iglesia, sino en general para la sociedad. Del mismo modo que Yolanda Segnini demostró en su clásico Las luces del gomecismo (1987), cuando pasaron más o menos desapercibidas asociaciones femeninas y fundamentalmente formadas por mujeres, que terminaron siendo  un semillero de líderes e ideas, con nuestras monjitas de aquel mismo tiempo, pasó otro tanto.  Mujeres inconformes con su sociedad y con lo que podían hacer al respecto desde el rol que consuetudinaria o legalmente se les asignaba, optaron por una de las pocas situaciones en las que podían dirigir grandes proyectos sin demasiada supervisión de los hombres (subrayamos lo de demasiada, porque alguna siempre tenían).  Hay que recordar que la plena igualdad ante la ley no vinieron a conquistarla las mujeres hasta el Código Civil de 1982.   No somos quienes para evaluar lo que de fe y llamado hubo en sus decisiones, más allá de que todo indique que fue importante, pero de un modo u otro la libertad que les daba tomar los hábitos influyó, bien la decisión de hacerlo, o bien en lo que lograron con ello.

Casi tres años después de la muerte de la Madre Emilia, Nicanor Bolet Peraza (1838-1906) publicó en el número de noviembre de su revista Las tres Américas, que editaba en Nueva York, un texto que tituló “La mujer nueva”*. Liberal, demócrata, antiimperialista, defensor del voto femenino y de la igualdad salarial de los géneros, enemigo de los castigos físicos en las escuelas, defensor de la promoción por el Estado de la industria y de la ética del trabajo, Bolet Peraza seguramente se habría sorprendido de una asociación de la “mujer nueva” con las monjitas venezolanas de las que probablemente comenzó a tener noticias después de la salida de Guzmán Blanco del poder (se había exiliado en Nueva York en 1880 y allí se mantuvo hasta su muerte).  Sin embargo nuestras monjitas lograron, al menos en la escala en el que les era permitido, mucho o incluso más, de lo que lo que las mujeres nuevas neoyorquinas hacían: organizar elecciones, administrar sus propios recursos, montar proyectos internacionales, viajar, debatir, cambiar vidas.

Mujeres nuevas

Como suele suceder con los textos de Bolet Peraza, el tono jocoso puede desdibujar al pensador radical que fue aquel periodista venezolano.  Reducirlo, como suele hacerse, a “escritor costumbrista”, es detenerse en sólo un aspecto de su obra.  El texto del que hablamos es un ejemplo.  Se trata de una respuesta a las denuncias de masculinización de las mujeres debido a dos nuevas y peligrosas costumbres: montar en bicicleta y usar pantalones (o algo que se le parecía bastante) para hacerlo.

Bolet Peraza no ve en ninguna de las dos cosas algo que ponga en peligro a la sociedad.  En especial no ve el peligro, señalado por muchos, de que dejarían de ser atractivas para los hombres.  En primer lugar, alega, las modas cambian y es sólo cuestión de tiempo a que nos acostumbremos a cualquier cosa.  De modo que, en segundo lugar, si entonces las mujeres empezaban a usar pantalones, en tiempos bíblicos eran los hombres quienes andaban con hábito talar y todo indica que entonces “se amaba lo mismo y diz que aún más que ahora, que nos diferencian pantalones y refajos”.  A lo que agrega que, además, hay razones de peso para que una mujer quiera vestir como un hombre, presentando el caso de un electricista en Brooklyn que al sufrir una fuerte descarga y ser llevado al hospital, ¡demostró tratarse una de una mujer! Preguntándosele el porqué de su indumentaria, respondió que porque como mujer ganaría mucho menos, aun haciendo el mismo trabajo.  En fin, que cada quien vaya como quiera, “pero si todas [las mujeres] se pusiesen pantalones, no por eso habría yo de calarme el hábito y meterme a fraile”, es su estocada final.

El texto y en general “la reforma del vestir que proclama la mujer nueva”, como la llama Bolet Peraza, casi con toda seguridad habría generado el escándalo de nuestras monjitas.  ¡Andar defendiendo que las mujeres usen pantalones porque los frailes visten hábito talar! ¡Usar la Biblia para hablar de atracción sexual! Es como una síntesis de todos los males que había denunciado Pío Nono en el Syllabus errorum de la encíclica Quanta Cura (1864), justo para prevenirnos de hombres como Bolet Peraza.  Raíz del integrismo católico de la época, la Madre Emilia o cualquiera de las otras muchachas que entonces tomaban el hábito, tendrían vehementes razones para espantarse de las mujeres con pantalones que montaban bicicleta (¡y que encima un señor como Bolet Peraza se atrevía a ponderarlas, quién sabe si cometiendo pecado de delectación, como bonitas!).

Nada hace pensar, por ejemplo, que Susana Paz Castillo, en religión llamada Candelaria de San José (1863-1940), usó alguna vez pantalones (y no tenemos noticias sobre si montó bicicleta).  En ninguna hagiografía se habla de sus ideas frente al voto femenino, a los derechos de la mujer en la comunidad y los bienes conyugales, el derecho a estudiar y ejercer profesiones que les estaban prohibidas, de forma legal o consuetudinaria, aunque sería muy difícil imaginar que sus opiniones (que debió tenerlas, sobre todo por lo mucho que se habló al respecto a partir de 1930), se hayan alejado de la doctrina oficial de la Iglesia de entonces. Y si se alejaron, probablemente se las calló.  Sí sabemos, en cambio, que atravesó varias veces Venezuela, con lo que eso implicaba en las primeras décadas del siglo XX, a lomo de mula o navegando en bongos y veleros, durmiendo al descampado cuando la noche la agarraba lejos de un centro poblado, a lo sumo acompañada por otra hermana, y siempre rezando para que una tempestad o un tigre no se les apareciera.  Si Lady Dorothy Mills puede ser considerada una de las primeras exploradoras de Venezuela (en realidad, una viajera, que en 1930 publicó The country of the Orinoco con sus vivencias), nuestra monjita viajera tuvo bastante más aventuras por el país que la escritora inglesa, sólo con la diferencia de que no dejó un libro con la narración de su aventuras y de que, además, por donde iba fundaba un hospital, un orfanato, un hospicio para pobres. Hay testimonios y recuerdos que después fueron recogidos por hermanas de la congregación que fundó, pero falta un trabajo sistemático sobre sus travesías.

¿Qué mujer entonces podía hacer algo así como fundar media docena de hospitales en una situación distinta a la vida religiosa? Existían lo que hoy llamaríamos ONG, como la sección venezolana de la Gota de Leche, destinada a la nutrición infantil y fundada en Caracas en 1909, cuya junta directiva estaba integrada únicamente por mujeres**, pero de allí a dedicarse profesionalmente al trabajo social, en realidad sólo podía hacerlo una religiosa.  Había mujeres que dirigían negocios y fincas***, que tenían empleos, tanto en condición de domésticas, como ejerciendo de maestras o telegrafistas, pero las limitaciones legales, el control que las leyes les daban a los esposos sobre sus bienes y capacidad para firmas contratos, limitaban mucho su radio de acción (en 1883 se dictaminó que las maestras no estaban obligadas a obedecer al esposo en lo referido a los deberes contractuales con el Ministerio de Instrucción Pública, lo que se considera un paso trascendental en la liberación de la mujer).  Ello hacía que, pese a la supervisión de sus capellanes y obispos, las religiosas fueran mucho más libres para dirigir empresas y manejar finanzas que las seglares.   Probablemente la misma Lady Millls no podía llegar a tanto.

Rebeldes con causa 

Todas las hagiografías de Candelaria de San José remiten a un hecho político y militar concreto: la Revolución Libertadora.  La más grande, por el número de sus tropas movilizadas, y la última de las guerras civiles venezolanos, entre 1901 y 1903 ensangrentó el país, justo en medio de la bancarrota económica y del bloqueo y bombardeo de las costas por las flotas de las potencias extranjeras que vinieron a cobrar sus deudas.  Contra todo pronóstico, el presidente Cipriano Castro sorteó cada uno de los problemas y se mantuvo en el poder, en tanto que su compadre y exitosísimo jefe militar, Juan Vicente Gómez, salió del conflicto con el halo de “Padre de la Paz”, después de haber derrotado a cada uno de los caudillos alzados y de rematar la revolución en el sitio de Ciudad Bolívar, y como el sucesor obvio en el que rápidamente muchos comenzaron a suspirar.  En medio de aquella Venezuela casi en colapso, Susana Paz Castillo decide organizar un hospital en Altagracia de Orituco para atender a los heridos y mutilados de la guerra. Logra convencer a otras jóvenes con apoyo del Padre Sixto Sosa (1870-1943, después sería obispo de Guayana y de Cumaná). Nace así el Hospital de San Antonio.  Fue el primero de cinco que fundó: en Porlamar el Hospital de Margarita, en Upata (Hospital del Jesús Crucificado), San Juan de los Morros, Duaca y Maturín.

Susana entró en religión en 1906, cuando asumió el nombre de Candelaria de San José, y en 1910 institucionaliza su grupo de religiosas como la congregación de las Hermanitas de los Pobres de Altagracia. Cabría preguntar por qué optan por la vida religiosa para hacer la caridad.  En 2008 Candelaria de San José es nombrada beata por el papa Juan Pablo II.  La vida de María de San José (1875-1967) es la de otra inconforme con ganas de cambiar las cosas.  Su biografía también es emblemática de la Restauración eclesiástica:   en 1893 a trabajar como voluntaria al Hospital San José, de Maracay, que había fundado el P. Justo Vicente López Alvarado.  Debió destacar mucho, porque ya en 1899, con sólo veinticuatro años, es nombrada directora del centro.  Al año siguiente se consagra como Hermana Hospitalaria Agustina y en 1901 funda, de nuevo con el P. López Alvarado, la Congregación de las Hermanas Agustinas Recoletas del Corazón de Jesús.  Fundaría otros cuatro hospitales, además de orfanatos, escuelas y hospicios.  Hoy la congregación se ha extendido a Colombia y Perú.  En 1995 se convirtió en la primera beata de Venezuela, y su cuerpo, incorrupto, es venerado en un santuario en Maracay.

En 2012 el papa Benedicto XVI declaró venerable a otra religiosa venezolana de los días de la Restauración, Marcelina de San José (1874-1959).  Fue fundadora de la Congregación de las Hermanitas de los Pobres de San Pedro Claver, en Barranquillla, demuestra que nuestras santas –o camino a serlo- no sólo eran rebeldes ante la realidad del país y ante lo que las leyes y las convenciones dictaminaban para las mujeres, también podían serlo por razones de doctrina o de gobierno. La Madre Marcelina fue enviada en 1909 a aquella ciudad portuaria colombiana para administrar las obras que estaban desarrollando en ella las Hermanitas de los Pobres de Maiquetía, desacuerdos con respecto a la forma de vivir la vocación y llevar adelante los proyectos, la hizo liderar una escisión en 1912.  No era la primera vez que ocurría algo así en la congregación.  Cuando murió la Madre Emilia, llenar el hueco que dejaba era muy complicado, pero había que seguir adelante, se reunió el capítulo general y se hicieron elecciones.  Fue un ejercicio democrático libre y de participación femenina (a Bolet Peraza le habría agradado bastante) en el que los padres Santiago Machado y Nicolás E. Navarro sólo sirvieron de testigos. La electa fue la Madre Isabel Lange Lichtfeld. Muy trabajadora y, según los testimonios, con un nivel de formación bastante superior al del resto de las hermanas (no tenemos noticias del mismo: ¿habrá culminado la secundaria?), se impuso a la otra candidata con posibilidades, la Madre Paula.  Pero no por eso dejó de tener resistencias: eran norteamericana (había nacido en Filadelfia), se trataba de una conversa, ya que provenía de una familia alemana protestante, llegada a los Estados Unidos en la gran ola migratoria de mediados del siglo XIX; tenía sólo diez meses en la congregación y, muy significativo, las otras hermanas venezolanas la consideraban demasiado racista, acusación bastante verosímil para una estadounidense de 1893****.  Debió sorprenderse de la inexistencia de segregación en las comunidades, al menos no en los términos de cómo pudo concebir el mundo en su crianza, y tal vez quiso poner algo de “orden” en aquello.

De modo que nuestras hermanas rebeldes ya eran precursoras de algunas de las luchas que definirían a la Venezuela del siguiente medio siglo: el ejercicio del voto (más allá de que ellas, hasta donde sabemos, no pensaron en extrapolarlo a la política… pero al cabo eran unas venezolanas que votaban y decidían sus asuntos), y la lucha contra la segregación que los norteamericanos ensayarían después en los campos petroleros.  La historia de la conquista de las libertades en Venezuela, en particular de la libertad de las mujeres venezolanas, está trunca sin el recuerdo de aquellas monjitas que se atrevieron a ser mucho más libres que la mayor parte de sus coetáneas, que practicaban a su forma de democracia, administraban recursos, dirigían instituciones, montaban proyectos internacionales y tenían discusiones doctrinales.  Antes, o al mismo tiempo, que las mujeres que salieron a hacer política en 1928 y 1936, de las luchadoras por el voto universal y por el acceso sin distingos a la educación, de nuestras grandes escritoras de inicios del siglo XX y de las aguerridas maestras que ya en 1883 le arrancaron al Estado el reconocimiento de su derecho a trabajar y a resolver sus asuntos por sí solas, las monjitas, calladas y trabajadoras, que fundaban decenas de hospitales y organizaban comicios, se entendían con autoridades y administraban recursos.  Un capítulo de nuestras mujeres nuevas que no se debe olvidar, unas santas rebeldes a quienes rogarles apoyo para nuestra libertad.

Notas:

Las tres Américas, Nueva York, Noviembre de 1895, pp. 900-902.  Reproducido en Nicanor Bolet Peraza, Colección Clásicos Venezolanos de la Academia Venezolana de la Lengua, Caracas, 1963, pp. 292-295

** http://manuscritosantiguos.blogspot.com/2015/06/la-gota-de-leche-1911.html Todavía hoy existe la institución de la Gota de Leche en España.  Tal vez en recuerdo de aquella iniciativa, en el Hospital de Niños J.M. de los Ríos, de Caracas, el programa de lactancia materna se llama “Mi gota de leche”.

*** Hay un estudio interesante sobre plantadoras de cacao en Paria: María Dolores Peña, Sembrar cacao y pedir prestado. Vidas femeninas en el Cantón de Güiria, 1846-1885, Caracas, Universidad Metropolitana, 2017.  El libro puede bajarse gratuitamente de la web de la UNIMET: https://www.unimet.edu.ve/unimetsite/wp-content/uploads/2017/10/Sembrar-cacao-y-pedir-prestado.pdf

**** Abelardo Bazó, El Padre Santiago Oyarzábal (1850-1939) y el impacto de su obra social en la Venezuela de su tiempo, tesis para optar al título de Doctor en Historia, Caracas, Universidad Católica Andrés Bello, 2011, pp. 168 y ss.  Una versión resumida de la tesis fue publicada en 2022 y puede descargarse gratis de la web de la AB Ediciones, la editorial de la UCAB:  https://abediciones.ucab.edu.ve/

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