Testimonios

El cardenal Porras en Misa por el P. Del Rey: «La vida del Padre del Rey marcó un surco fecundo para ejemplo de las actuales y futuras generaciones»

Su cuerpo lo entregó a la tierra, pero su espíritu late en nosotros con la obligación de no dejar su obra donde la dejó, sino recibir el aliento de su parresía que nos cautivó

HOMILÍA EN LA MISA POR EL PADRE JOSÉ DEL REY FAJARDO SJ, EN LA CAPILLA DEL COLEGIO SAN IGNACIO A CARGO DEL CARDENAL BALTAZAR PORRAS, ARZOBISPO DE CARACAS. Caracas, 16 de enero de 2024.

 

Muy queridos hermanos jesuitas y queridos amigos del Padre Del Rey.

Les confieso queridos amigos que lamenté no estar en Caracas el día que nos dejó el Padre José del Rey Fajardo para ir al encuentro del Padre. Gocé de su amistad y consejo desde hace casi medio siglo. Acababa de regresar de mi doctorado en teología pastoral, cuando por iniciativa del P. Hermann González Oropeza y José del Rey Fajardo, me propusieron que fuéramos a conversar con el Cardenal José Humberto Quintero para publicar el primer tomo de los documentos de la Conferencia Episcopal Venezolana que salió de las prensas de la Universidad Católica Andrés Bello. Quiso ser el comienzo de un proyecto que abarcara la publicación de la documentación episcopal de todas las circunscripciones eclesiásticas. Acababan de iniciar ambos el Instituto de Investigaciones Históricas de la UCAB. El anciano cardenal, en su oficina de detrás de la catedral, aplaudió la iniciativa y nos dijo que era obra de romanos, pero que confiaba en quienes estaban a la cabeza del mismo para llevarla a feliz término. Desde entonces, compartir con ambos fue, para mi, una escuela y un oasis del que me precio, cultivado a lo largo del tiempo, hilvanando sueños, realizados unos y otros que han quedado en el tintero para nuevas plumas.

Esta Eucaristía que me precio en presidir no es un cumplido por estar al frente de la iglesia caraqueña. Quiere ser, más bien, un canto a la vida, la terrena y la trascendente que en la vida del Padre del Rey marcó un surco fecundo para ejemplo de las actuales y futuras generaciones. Por eso, los ornamentos blancos, signo de resurrección y de vida plena, que en la añoranza de lo que se nos va, encuentra vuelo y fuerza en la convicción de creyentes en la trascendencia de nuestra existencia. Como dice el prefacio de difuntos, “aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad, porque la vida de los que en ti creemos, no se acaba se transforma”.

Se ha escrito mucho y bien sobre la vida y obra del padre del Rey. Cada uno de ustedes, estoy seguro, tiene vivencias producto del contacto personal, profesional, en las diferentes áreas que nos ofrece la cotidianidad de cada uno de nosotros. Valdría la pena recoger esas diversas facetas porque la memoria viva es la que dinamiza el presente y el futuro que soñamos. Me limitaré en esta homilía, con el permiso de ustedes, reflexionar sobre algunas de mis vivencias que afloran en estos días al rumiar recuerdos compartidos con el padre del Rey a lo largo de años.

En primer lugar valoro como una riqueza no siempre comprendida el aporte, mejor el testimonio vital, de tantas y tantos venidos de otros lares que hicieron tienda entre nosotros y se configuraron con nuestra idiosincrasia, dejándonos su querencia salpicada de lo que nos atrajo y sedujo para sentirse más venezolanos que cualquiera de los que nacimos aquí. Ese genio cultural nuestro es hoy más rico y plurifacético que el de décadas atrás. Quemaron navíos al llegar a esta tierra ignota y la hicieron suya. Así lo manifestó el Padre del Rey en la entrevista que concedió en la Javeriana hace unos cinco años en ocasión de recibir un reconocimiento por su aporte a la investigación histórica en su amplia producción bibliográfica. En un mundo donde la xenofobia y la exclusión pretenden imponerse, la virtud de la convivencia y el reconocimiento a lo que siembran o sembraron en las ciencias, las artes, la cultura, las humanidades y la religión, no es nada dedesñable.

Gracias a Dios, sobran los ejemplos y el Padre del Rey no es una excepción. Pero ello, en él, fue fruto de su vocación cristiana y jesuítica, de su comprensión del valor de lo que cada uno puede aportar desde su trinchera personal. Afirmó en numerosas oportunidades que sin educación y sin memoria no se construye ni se edifica una sociedad. Ayer fu el día del maestro, del educador. Si no superamos la emergencia educativa no tendremos futuro mejor. La vocación docente es mucho más que el ejercicio del profesional de la educación. Es tarea de todos, comenzando por la familia.

Compartí muchas aventuras en el campo de la investigación histórica con Del Rey y Hermann González. Las revistas Montalbán y Paramillo, las semanas, simposios y maestrías tienen el sello de la pasión por dejar constancia y desparramar en muchos las inquietudes por el pasado que ilumina el presente y abre horizontes al futuro incierto. La historia no es otra cosa que una constante interrogación a los tiempos pasados en nombre de los problemas y curiosidades, e incluso las inquietudes y las angustias, del presente que nos rodea y nos asedia.

Admiro el trabajo que significó darle pátina y sentido a la Universidad Católica del Táchira. En el período que me tocó la administración apostólica de la diócesis de San Cristóbal, cristalizaron proyectos y se echaron las bases de muchas de las cosas que hoy ofrece aquella casa de estudios.

La pasión por el trabajo, la utilización del tiempo para dar y recibir, para enseñar y aprender, para ser pionero del saber que genera justicia, equidad y fraternidad, fue una de las virtudes que más admiré en el Padre del Rey. Tal vez, la incapacidad que nos abruma con los años constituyó un obstáculo en la prolongación de su vida, pues el desánimo de los últimos tiempos no era otra cosa sino sentir que no podía llevar el ritmo de sus investigaciones y el no dejar de soñar con proyectos que quedaron en el tintero y esperan continuadores de una lección todavía inconclusa. A ello se unía su recia espiritualidad y su personalidad avasallante en la exigencia que era primero para él. Por eso, sentía que no estar en su celda de la universidad era como un castigo que lo reducía a la nada.

Su cuerpo lo entregó a la tierra, pero su espíritu late en nosotros con la obligación de no dejar su obra donde la dejó, sino recibir el aliento de su parresía que nos cautivó.

Estoy seguro que este momento de oración y de afecto que nos une en esta tarde, se convierta en el llamado urgente que tenemos de darle sentido a la existencia con espíritu trascendente, con espiritualidad fuerte y recia, con pasión por ser constructores, protagonistas de la sociedad que añoramos y deseamos. No podemos quedarnos con la nostalgia en los huesos, sino convertir la verdad en compañera inseparable de la justicia y la misericordia.

La verdadera reconciliación se alcanza de manera proactiva, como nos recuerda el papa Francisco en Fratelli tutti, formando una nueva sociedad basada en el servicio a los demás, más que en el deseo de dominar; una sociedad basada en compartir con otros lo que uno posee, más que en la lucha egoísta de cada una por la mayor riqueza posible (n. 229).

Unamos el pan y el vino de la eucaristía con la ofrenda de la vida y obra de quienes nos han precedido y dado ejemplo. Es la mejor manera de trascender y de trabajar por la resurrección definitiva de un mundo ávido de Dios. Que María Santísima acoja nuestra oración por su eterno descanso y por inducirnos a cada uno de nosotros a seguir sus huellas.-

La enjundiosa investigación y producción intelectual del padre José del Rey Fajardo, S.J., entre otras cuestiones se propone examinar las particularidades y el pensamiento inherente al Nuevo Reino de Granada, esto es, sus formas culturales encontradas en la acción y huella de los jesuitas en la Orinoquia, así como también en la pedagogía por ellos implementada en tiempos de la Colonia. Un renovado afán que en alguna medida sigue los pasos del padre Gumilla y su obra monumental El Orinoco Ilustrado y Defendido, probablemente el mayor aporte que se conozca en perspectiva histórica sobre el gran río y sus pobladores –en ella, además de una aproximación a las costumbres y modos de vida de los pobladores originarios, el autor se refiere a la flora y fauna e incluso a ciertos accidentes geográficos que siguen siendo puntales de la cartografía venezolana–. Se trata pues de una enorme extensión de territorio, en cuya cuenca hidrográfica se asentaban comunidades autóctonas con cultura propia debidamente descrita por Gumilla y otros padres de la Compañía de Jesús –sobre las obras escritas y su impacto político, científico y etnográfico, se apoyó la defensa y el conocimiento en la vieja Europa, sobre los aborígenes americanos allí asentados–.

El Académico de la Lengua Francisco Javier Pérez Hernández –nuestro compañero de estudios en el Colegio San Ignacio de Loyola– se refiere al padre Del Rey como “…historiador de las ideas y la cultura de los jesuitas en Venezuela, principalmente del período hispánico o colonial, [quien] ordena un sistemático proyecto de investigación, cumplido científicamente y con una productividad sostenida que asombra y emociona, para agotar la reconstrucción de los aportes filológicos de la Compañía de Jesús en la Provincia del Nuevo Reino de Granada, cuyo radio de acción extendido reunía regiones de Venezuela, Colombia, Ecuador, Panamá y Santo Domingo…”. Añade Pérez Hernández, que Del Rey trazará un ambicioso plan de estudio documental sobre la tarea filológica de la Orden en Venezuela, entendido como soporte de la gestión analítica y reflexiva de la que fue contribución de los jesuitas en la historia lingüística americana. Concluye afirmando que la llegada del autor a los estudios en comentarios hará época en estas áreas del conocimiento lingüístico, con su obra “Aportes jesuíticos a la filología colonial venezolana”, devenido a su tiempo en género de investigación sobre la ciencia colonial indigenista.

Nacido en Zaragoza (España) en 1934, Del Rey ingresó al Seminario en la Compañía de Jesús en la encantadora Loyola (Azpeitia) en 1952, emprendiendo su formación académica en la Universidad de Los Andes (Mérida), en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y en la Philosophische Theologische Hochschule Sankt Georgen de Frankfurt (Alemania). Se incorpora al personal docente y de investigación de la Universidad Católica Andrés Bello a partir de 1966, en la que asume el cargo de profesor titular. Doctor Honoris Causa de la Universidad de los Andes, de la Universidad Nacional Experimental de los Llanos Centrales Rómulo Gallegos, de la Universidad Cecilio Acosta de Maracaibo y de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, en reconocimiento a su dilatada trayectoria intelectual y humanística. Para Del Rey la Javeriana será “…la gran casa de las ciencias y los saberes, donde durante casi un siglo y medio trataron de diseñar y construir los planos de la Nueva Polis neogranadina –culta, justa y virtuosa– y la carta de navegar en las dimensiones éticas del ser humano…”.

La hoja de vida del padre Del Rey exulta sus consagrados méritos en los campos de la docencia y la investigación. Fue director de la Escuela de Letras, decano de la Facultad de Humanidades y Educación, vicerrector de la Extensión Táchira de la Universidad Católica Andrés Bello y rector fundador de la Universidad Católica del Táchira. También fue director del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Católica Andrés Bello. Se incorporó como individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia, ocupando a partir del 28 de noviembre de 1996, el sillón letra S, luego de leer su discurso titulado: una utopía sofocada: Reducciones Jesuíticas en la Orinoquia. Igualmente ocupó a partir del 27 de abril de 2015, el sillón A de la Academia Venezolana de la Lengua –el mismo que ocupara Ramón J. Velásquez, de tan grata memoria–, después de pronunciar su discurso de incorporación titulado: La República de las Letras en la Babel étnica de la Orinoquia. Es laureado autor y coautor de una extensa obra enfocada como quedó dicho en líneas anteriores, en la historia y la historiografía de los jesuitas en Venezuela.

Conocí al padre Del Rey en mis años de estudiante de Derecho en la Universidad Católica Andrés Bello. En ocasionales encuentros, hablamos de historia –una pasión compartida entre el maestro y el estudiante–, del modelo y paradigma de la educación jesuítica, de la que habíamos sido objeto durante nuestros trece años en el Colegio San Ignacio de Loyola –ella consiste en favorecer el desarrollo exhaustivo de los talentos dados por Dios a cada individuo–. En ese contexto, hablamos de la antigua metodología escolástica, prevalente en el medioevo y sustentada en la lógica aristotélica que intentaba comprender la verdad absoluta revelada por Dios –el afán reconciliador de la fe y la razón, la verdad y la ciencia–. Emerge la Compañía de Jesús en el Siglo XVI (1534), fundada por Íñigo de Loyola, con el propósito de enfrentar en el plano ideológico a la Reforma protestante y para lo cual, a su tiempo, se implementará la Ratio Studiorum o el método de los estudios que debían seguirse en colegios y universidades regentadas por los jesuitas –una pedagogía que como nos decía el Padre Del Rey a Henrique Iribarren Monteverde y a quien esto escribe, enfatizaba la función social de la educación escolar, siempre acorde con las necesidades y valores de cada sociedad y su tiempo–.

Se nos ha ido el padre Del Rey, amigo dilecto y maestro en quien se conjugaron la virtud y las letras, o los cimientos de una tradición educativa ignaciana que nos identifica. Nos queda el recuerdo de su natural bonhomía y don de gentes, de su erudición inagotable y generosidad al atender requerimientos de familia, como le vimos tantas veces en nuestra casa paterna –fue amigo y compañero de Academia de mi padre–, también en la propia y en la de amigos cercanos. Fue como bien apuntaba nuestro común amigo el rector Giuseppe Gianneto, un ser humano excepcional por sus principios y valores, a quien glorifica el Salmo 23: El Señor es mi pastor, nada me faltará… Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo: tu vara y tu cayado me infunden aliento…Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa del Señor moraré por largos días.-

 

 

 

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