Eucaristía e Iglesia
¿Acaso nos conformamos con preparar para un “rito” pero no para “la vida en Cristo”?
Nelson Martínez Rust:
En un año electoral, con graves problemas económicos, sociales, políticos, sanitarios y de toda índole, ¿es oportuno abordar el tema de la Eucaristía y de su relación con la Iglesia? ¿Acaso no es un tema trillado y ya plenamente agotado? En realidad, la doctrina católica sobre la Eucaristía, definida con autoridad en el Concilio de Trento, exige ser recibida, estudiada, vivida y trasmitida por la Comunidad eclesial de manera siempre nueva y adecuada a los tiempos presentes. La Eucaristía podría considerársela como un “lente” atreves del cual se verifica constantemente el rostro y el camino de la Iglesia que Cristo ha fundado para que todos los hombres puedan conocer el amor de Dios y encontrar en Él la plenitud de la vida. Esta fue la razón que esgrimió Juan Pablo II para establecer en el 2004 un año de reflexión y vivencia de la Eucaristía.
La Eucaristía, en efecto, es el centro propulsor de la entera acción evangelizadora y misionera de la Iglesia. Sin ella, no se entiende la razón de ser de la Iglesia; de la misma manera como el corazón lo es para el cuerpo humano. La Comunidad cristiana sin la celebración de la Eucaristía, de la cual se alimenta en el doble banquete de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, perdería su auténtica naturaleza: solo siendo una comunidad eucarística, ella puede transmitir a los hombres la realidad de Cristo muerto y resucitado – misterio pascual – y no solo un conjunto de ideas o valores espirituales y morales que, aun cuando muy nobles e importantes, no satisfacen el espíritu humano. A lo largo de la historia de la Iglesia, el amor a la Eucaristía ha suscitado insignes pastores que han dedicado sus vidas a las misiones. Pensemos, por ejemplo, en San Francisco Severio, que, impulsado por el amor a Cristo, llegó hasta el Extremo Oriente para anunciar el Evangelio. En Santa Teresa de Lisieux, joven carmelita que es patrona de las misiones, la cual, no habiendo ido nunca a tierra de misión, vivió en y desde el claustro su ardiente espíritu apostólico mediante la oración y el sacrificio. Esta es la primera razón pastoral para considerar la necesidad de tener siempre presente en nuestras almas el misterio de la presencia de Cristo en el pan y vino consagrado: la necesidad para el cristiano de la vida sobrenatural.
Si ahondamos un poco más en el misterio de la Iglesia veremos cómo es necesario recurrir a la Eucaristía si queremos asomarnos y contemplar su misterio. En efecto, la verdadera naturaleza de la Iglesia es la de construir “comunión” – “koinonia” en el griego de los escritos neotestamentario -. En la primitiva Iglesia cristiana la reflexión sobre la experiencia de la “comunión” – “koinonia”- ha abierto las puertas para mejor comprender lo que es la Iglesia. Ahora bien, aun cuando, en el Nuevo Testamento, el término no se identifica con el de “Iglesia” – “ekklesia” -, resulta el más apropiado para expresar el misterio que bajo las diversas imágenes neotestamentarias nos tratan de definir lo que es la Iglesia. Cuando la Iglesia viene descrita con las expresiones de: el “Cuerpo de Cristo”, la “Familia de Dios” o la “Nación Santa” el acento viene puesto sobre una doble relación existente: a.- entre sus miembros cristianos o b.- sobre la relación de esos cristianos con la persona de Cristo en cuanto que es cabeza de la Iglesia. El corazón de la “comunión” – koinonia – lo constituye la profunda unión con Dios-Padre por medio de Cristo mediante el Espíritu Santo (1 Jn 1,3). El Hijo de Dios asumió nuestra naturaleza humana y envió el Espíritu Santo sobre nosotros, mediante el cual llegamos a ser miembros de su Cuerpo – la Iglesia -, de manera tan profunda y auténtica, que podamos llamar a Dios “Padre, Abba” (Rm 8,15; Gal 4,6). Aún más, el cristiano al participar del mismo Espíritu Santo, por medio del cual llegamos a ser miembros del mismo Cuerpo de Cristo – la Iglesia – e hijos adoptivos del mismo Padre, nos hemos vinculado los unos a los otros por medio de una relación completamente nueva. De esta manera se debe afirmar que la “comunión” – “koinonia”- entre los cristianos se fundamenta en la “comunión” de cada bautizado con Dios-Padre en Cristo por medio del Espíritu Santo.
Así las cosas, la Eucaristía – presencia sacramental pero real de Cristo en la realidad del pan y del vino – se transforma, no solo en signo, sino en realización eficaz de la “comunión” – “koinonia”-, en donde la realidad del “episcopado” – “episkope” – se convierte en el servidor y constructor de la “comunión” – “koinonia” – y el primado de Pedro – el Papa – en vínculo y centro visible de la “comunión” – “koinonia”. De esta forma, la Eucaristía es vista como el sacramento de Cristo, con el cual Él edifica y nutre a su pueblo mediante la “comunión” – “koinonia –. Por medio de la Eucaristía todos los bautizados entran en comunión con la fuente de la “Comunión” – “koinonia” – que es Cristo. Él es aquel que ha destruido el muro que dividía a la humanidad (Ef 2,14); Él es aquel que ha muerto y resucitado para brindar la unidad a todos los hijos de Dios, su Padre (Jn 11,52; 17,20ss).
La Iglesia, en cuanto que es “comunión” – “koinonia”, necesita una expresión visible porque su finalidad es la de ser el “sacramento” de la obra de salvación de Dios-Padre. Un “sacramento” es, al mismo tiempo, signo e instrumento. La “comunión” – “koinonia” – se transforma en “signo” en el plano de Dios-Padre, el cual lleva a cabo la salvación en el mundo por pura gracia en virtud del misterio pascual de Cristo en el Espíritu. Al mismo tiempo es también “instrumento” en cuanto que proclama la “Verdad del Evangelio” y brinda un testimonio mediante la vida del creyente, penetrando de esta manera mucho más profundamente en el misterio y en la realización del “Reino de los Cielos”.
La “comunión”, a su vez, se fundamenta sobre la “Palabra de Dios” predicada, creída y obedecida. Mediante esta “Palabra” se proclama la obra salvífica de Dios. En la “planitud de los tiempos” esta salvación se ha realizado en la persona de Jesucristo, Palabra de Dios encarnada (Jn 1,1-14). Jesucristo ha instruido a sus discípulos para que, mediante la recepción del Espíritu Santo, recibieran el fruto de su muerte y resurrección, plenitud de su vida de obediencia, y llegar a ser, a su vez, predicadores de la “salvación”.
En el Nuevo Testamento aparece claro que la comunidad se establece mediante un bautismo que es inseparable de la fe y de la conversión del bautizando y que su misión será la de proclamar el Evangelio de Dios y llevar una vida de plena comunión con Dios-Padre y con los demás cristianos. Este compromiso está sostenido por la Eucaristía. Este es el modelo de la Iglesia antigua que debiera seguirse: la Iglesia es la “comunidad” de aquellos que han sido reconciliados con Dios-Padre y también de los unos con los otros, porque es la “comunión” de aquellos que, creyendo en Jesucristo, son justificados mediante la gracia de Dios. La “comunidad” también es reconciliadora, porque ha estado llamada a llevar a toda la humanidad, con la predicación del Evangelio, la oferta gratuita divina de la reconciliación.
Teniendo esta realidad teológica presente, nos preguntamos ¿Qué pastoral aplicamos en la celebración – administración – de los sacramentos de la “Iniciación Cristiana”? ¿Cuál es la preparación catequética y para la vida que se les enseña a los niños de primera Comunión y de Confirmación? ¿Acaso nos conformamos con preparar para un “rito” pero no para “la vida en Cristo”? ¿Estamos contentos con nuestra evangelización centrada en el hombre, para el hombre y desde el hombre? ¿Nos ha dado resultado? ¿Acaso la predicación de la Eucaristía, entendida como acicate para un necesario cambio integral en la sociedad, está pasada de moda? El cambio que se necesita se fundamenta en el cambio del hombre total, no solo material, desde su interior. No se gana nada si solo se busca un cambio de maquillaje.
Valencia. Febrero 4; 2024