Iglesia Venezolana

Ordenación diaconal en el San Ignacio

La vocación diaconal no es un añadido sino la prolongación de la oración y el servicio a los demás como prioridad inexcusable

HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DIACONAL DE JAVIER ENRIQUE CONTRERAS MORA, SJ, EN LA CAPILLA DEL COLEGIO SAN IGNACIO, A CARGO DEL CARDENAL BALTAZAR PORRAS CARDOZO, ARZOBISPO DE CARACAS. Caracas, 16 de marzo de 2024.

 

 

Queridos hermanos:

 

En este sábado de la cuarta semana de cuaresma participamos en una celebración que anima nuestra fe y nos hace compartir nuestra condición de bautizados donde florecen las vocaciones al ministerio ordenado para el servicio de nuestros hermanos. Son necesarios los diversos carismas para atender las necesidades de todos, sin distinción. La espera de Dios, que se nos revela de maneras inesperadas, es importante para nosotros, para nuestro camino de fe, porque el Señor nos visita, nos habla y se nos revela de mil formas. Hoy, para acompañar a Javier Enrique, pero cada día y cada instante para acompañar a quien se cruza en nuestra existencia, a quienes seguramente no conocemos, pero a quienes tenemos la urgencia de aproximarnos, de hacerlos prójimos, para ser samaritanos los unos de los otros.

 

Cada vez que recibo la gracia de ordenar a alguien, me permite rememorar la llamada que un día ya lejano me hizo el Señor, y renovar así, ese don gratuito de la gracia divina. El candidato al que vamos a imponer las manos es nativo de Táriba, tierra de María Santísima de la Consolación. Estoy seguro que de la mano de sus mayores en más de una ocasión fue conducido Javier Enrique a orar ante el hermoso relicario de la Basílica a orillas del Torbes. Permítanme una digresión, mi familia paterna es oriunda de aquellos lares y las vacaciones escolares las pasaba con mis familiares en las fiestas patronales del mes de agosto. Fueron ellos los que me inculcaron la devoción a la Consolación, lo que forma parte de mi historia vocacional. A ello se une el que sea un hijo de aquella tierra y de la Compañía, seguidor del aguerrido Íñigo de Loyola, para alimentar con sangre joven el múltiple servicio evangelizador jesuítico en nuestra patria.

 

El libro del Deuteronomio nos alerta que Yahvé se ha prendado de Javier Enrique y de cada uno de nosotros, no por nuestros méritos, sino porque con mano fuerte nos ha liberado de la casa de servidumbre. Es el llamado a cada uno de nosotros a permanecer despiertos, a estar vigilantes, a perseverar en la espera. No dejarnos adormecer el corazón, a anestesiar el alma, a almacenar la esperanza en los rincones oscuros de la decepción y la resignación como nos lo recuerda el Papa Francisco. Vivimos tiempos complejos en los que las dificultades y contradicciones nos distraen y desasosiegan, sin permitirnos acariciar los cambios para un futuro mejor.

 

La vocación bautismal que cada uno de nosotros ha recibido empieza de nuevo hoy, en el día a día, en nuestra propia historia, en la relación con los otros. No venimos a ser espectadores de un rito que atañe exclusivamente a Javier Enrique. Venimos a caminar junto con él para valorar lo que asumimos libremente, y preguntarnos si nuestra respuesta cotidiana se corresponde con el diálogo cara a cara que Dios sostiene con cada uno de nosotros a lo largo de la vida.

 

La vocación diaconal no es un añadido sino la prolongación de la oración y el servicio a los demás como prioridad inexcusable. Ello nos exige discernimiento permanente: las circunstancia de la vida personal y social, unidas a las exigencias de la fe que postula la dignidad de las personas y el cuido del entorno como prioritarios, requiere de evaluación permanente, cotejándolo en el diálogo con nuestros hermanos para no tomar decisiones unilaterales, sino que vayan acompañadas del sentido real de la sinodalidad que pone lo comunitario antes que lo individual. Además del discernimiento, la vocación cristiana nos exige poner en la mira el talante escatológico, es decir, en la razón última de lo que hacemos y decimos. Como afirmó Karl Rahner en su punto de fuga en el horizonte que no es otro que Dios mismo. De allí el llamado a que el futuro del cristianismo está en la capacidad contemplativa que no es otra cosa sino el ver más allá de lo inmediato juzgándolo no con nuestros propios parámetros sino con el prisma de la entrega incondicional a Jesús de Nazaret.

 

Para ello hay que rastrear la presencia de Dios en las cosas creadas. En la realidad lacerante que vivimos, en la que no hay cabida para repetir que no se puede hacer nada o siempre se ha hecho así. Las injusticias, las pobrezas, los enfrentamientos inútiles sin que medie la racionalidad, conducen a la falta de esperanza. Es lo que hoy con mayor énfasis debemos cultivar: la esperanza que transforma. La carta a los Tesalonicenses nos advierte que también nosotros hemos sufrido de los que nos rodean las mismas cosas que ellos, los creyentes, de parte de los judíos, hoy de quienes pretender manipularnos y esclavizarnos.

 

Con Francisco, preguntémonos: “¿No estamos a veces demasiado atrapados en nosotros mismos, en las cosas y en los ritmos intensos de cada día, hasta el punto de olvidarnos de Dios que siempre viene? ¿No estamos demasiado embelesados por nuestras buenas obras, corriendo incluso el riesgo de convertir la vida religiosa y cristiana en las “muchas cosas que hacer” y de descuidar la búsqueda cotidiana del Señor? ¿No corremos a veces el peligro de programar nuestra vida personal y la vida comunitaria sobre el cálculo de las posibilidades de éxito, en lugar de cultivar con alegría y humildad la pequeña semilla que se nos confía, con la paciencia de quien siembra sin esperar nada, y de quien sabe esperar los tiempos y las sorpresas de Dios?”

 

San Lucas en el evangelio de hoy nos invita a pedir para que se nos dé, a buscar para hallar, a tocar para que se nos abra. Cultivemos la belleza de la creación sin fugarnos del mundo que nos afea permanentemente el horizonte. La espiritualidad ignaciana es invitación insistente en asumir la vocación como una peregrinación, un caminar constante sin instalarnos; una búsqueda sin desmayo de lo trascendente; un salir de nosotros para en todo amar y servir. La soledad y el silencio interior que cultivamos en la oración nos conduzca a ser peregrinos buscadores incansables de la voluntad de Dios.

 

Que esta oración que nos une para apuntalar la vocación diaconal de Javier Enrique, en unión de todos los santos a quienes invocaremos a continuación, de nosotros que somos la comunidad orante aquí presente, y de la mano amorosa de María Santísima de la Consolación que como madre en Caná obligó a su hijo a ser protagonista de la novedad y de las sorpresas para los atribulados novios nos abra al futuro, para que lo viejo en nosotros se abra a lo nuevo que Él hace nacer y lo multiplique hasta la saciedad en el nuevo diácono que vamos a consagrar porque Jesús es luz y esperanza de la vida. . Que así sea.-

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