Sacramentos de iniciación cristiana: El Bautismo
Nelson Martínez Rust:
De un cierto tiempo para acá se ha institucionalizado la expresión “Sacramentos de la Iniciación Cristiana”. ¡Feliz acierto! Pero, ¿a qué se refiere y cuál es el contenido y significado de esta expresión? En el Credo confesamos que Cristo resucitado ascendió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios-Padre. Eso no indica que se haya desentendido del hombre; por el contrario, Él lo continúa cuidando y, por su medio, cuida de la creación entera, llamada también a la participación en la redención.
La finalidad de la Iglesia es la de prolongar en el espacio y en el tiempo la obra redentora de Cristo, su fundador. De esta manera construye y fomenta “El Reino de Dios” por medio de la predicación del Evangelio – evangelización – y la celebración de los sacramentos – pastoral -. Es en este marco de referencia que tiene cabida la realidad sacramental y, dentro de esta realidad, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía se constituyen en realidades primarias y fundantes. Se les denomina “sacramentos de la iniciación cristiana”, ante todo, porque representan el momento ejemplar y típico del encuentro del hombre creyente con Cristo, y por su medio con Dios-Padre y porque al darse inicio a esta relación se le está brindando al bautizado la ocasión de alcanzar su plenitud material y espiritual en Cristo. Los otros cuatro sacramentos giran alrededor de esta trilogía al brindarles consistencia y sentido profundo sacramental. En base a lo dicho anteriormente, los sacramentos de la iniciación cristiana no deben ser considerados de manera aislada, ya que, aun cuando conservan su propia identidad, constituyen una unidad sacramental: el Bautismo tiende a la Confirmación y ambos sacramentos a la Eucaristía, en cuanto plenitud.
El término “bautizar”, “bautismo” procede del griego “bapto” o “baptizó” que significa “sumergir(se) en…”. En el Nuevo Testamento se encuentra la expresión “baptizó” atribuido al culto. Este uso del verbo indica o señala la novedad intrínseca del bautismo: sumergirse, no solo en principios normativos, sino, ante todo, en la persona de Cristo. En efecto, indica un rito que era prácticamente desconocido en otras religiones. Ciertamente que existían abluciones y lavatorios tanto en el mundo griego como en el de los israelitas con cierto contenido religioso, pero su significado y valor cultual era diferente o no se daba al que se le concedía en el cristianismo. No alcanzaban la especificidad del bautismo cristiano.
Después de la resurrección los discípulos reciben el mandato de evangelizar (Mt 28,18-19 Cf. 16,15) y el de bautizar: “el que crea y se bautice, se salvara” (Mc 16,16). La misión de los apóstoles era la de convertir mediante la fe y el bautismo a todos los hombres en discípulos – seguidores – de Cristo (Mt 28,18-19). De esta manera, el bautismo venía a indicar no solo la aceptación de unas verdades predicadas, sino, ante todo, la transformación existencial del bautizado en “hijo de Dios” al ser insertado en Cristo y al brindarle, al mismo tiempo, la salvación (Mc 16,16), haciendo de él discípulo y apóstol (Mt 28,19). En los Hechos y en el Evangelio de Lucas, encontramos que Jesús habla de un bautismo muy distinto del que practicaba Juan, el Bautista, en el Jordán (Hech 1,5 Cf. Lc 24,49). Es conveniente volverlo a señalarlo: Cristo predicaba, no solo una conversión, a la manera de Juan, el Bautista, sino que dicho bautismo implicaba una novedad profunda: los bautizados han sido insertados en Cristo, renaciendo a una vida nueva en Él, que presupone la renuncia al pecado. Pablo les impondrá después las manos y recibirán el don del Espíritu Santo, atestiguado por el don de lenguas. El libro de los “Hechos de los Apóstoles” brinda un testimonio importante de la necesaria y exigente preparación que presidia a la recepción del bautismo (Hch 10,37-43). Algunos textos del mismo libro pueden ser considerados auténticas catequesis (Hch 2,14-19; 3,12-26; 8,31-38), y el mismo Pablo ofrece una muestra de ello (Hch 16,31-32; 17,22-31; 19,2-5).
Si leemos con cierto detenimiento la doctrina bautismal de Pablo podremos darnos cuenta de que son tres los elementos con los cuales el Apóstol caracteriza el bautismo. Para él existe: a.- El bautismo en Cristo Jesús, b.- El Bautismo en el Espíritu Santo y c.- El bautismo como generador y constructor del cuerpo de Cristo – la Iglesia -, en el que queda inserto el bautizado. Este tercer aspecto está en íntima conexión con el anterior.
a.- El bautismo en Cristo Jesús es una fórmula y rito que acompaña al acto bautismal. Pablo habla de una “participación” en Cristo con un gran realismo. Esta participación no debe entendérsela solo en sentido espiritual o en sentido alegórico. La realidad a la cual alude Pablo, conlleva una verdadera participación “con” y “en” la muerte de Cristo: viene a ser un conmorir con Cristo para poder conresucitar con Él. Para Pablo se trata de una verdadera participación en el morir y en la sepultura de Cristo que permitirá y conducirá a la resurrección posterior en la misma resurrección con Cristo (Rm 6,4-10).
b.- El bautismo en el Espíritu y c.- La incorporación a la Iglesia. El bautismo que aparece como una profunda realidad de inserción en la persona de Cristo, Pablo la denomina con las expresiones de “Espíritu de Dios” y “Espíritu de Cristo”. Ambas expresiones tienen el mismo significado. En la carta a los Hebreos y, de manera más insistente en los Padres de la Iglesia, encontramos una afirmación diferente: es en el sacramento de la Confirmación en donde se da de manera solemne, el don del Espíritu Santo, siendo esta la característica del sacramento. En Pablo no se hace distinción de los dos momentos: el de la actividad y la gracia otorgada por el Espíritu y el del hecho del don propiamente del Espíritu. Para Pablo en el bautismo se nos entrega también el Espíritu. Por lo tanto, vivir en Cristo significa también vivir y actuar conforme al Espíritu que se ha recibido y que está en el bautizado (Rm 8,2). Para el Apóstol el bautismo imprime un sello que hace del bautizado un heredero de la promesa y, con este signo distintivo, es insertado a la vez en la comunidad cristiana – la Iglesia – que es el Pueblo de Dios (2 Cor1,22; Ef 1,13; 4,30). El uso que hace San Pablo de esta tipología tiene una gran importancia para la catequesis y la teología del sacramento del bautismo.
Por lo tanto, debe tenerse en cuenta que El camino sacramental de la vida cristiana tiene su comienzo en el Bautismo, su perfeccionamiento en el sacramento de la Confirmación y su culminación en la Eucaristía. De esta afirmación se debe deducir una necesaria pastoral que englobe los tres sacramentos como una única realidad: la pastoral bautismal no debe finalizar en la recepción del sacramento, sino que debe introducir, al mismo tiempo, en la pastoral de la confirmación y, estas dos, conducir, a su vez, a la pastoral de la Eucaristía o Primera Comunión.
Para Pablo, el sentido profundo del bautismo consiste en la participación del misterio de la muerte y resurrección de Cristo, lo que fundamenta toda la existencia cristiana en su dimensión personal y comunitaria (Rm 6,1-11). Según esto, la vida cristiana debe hacer suya la ley del morir y resucitar con Cristo, liberándose del pecado, que no es otra cosa que el egocentrismo del hombre, al mismo tiempo que acoge la vida nueva, que abre al hombre a la donación de sí mismo a Dios y a los hombres (1Cor 5.1-13; 6,1-11). El cristiano no está ya sujeto a la concupiscencia (1Cor 10,1-3; Jn 6,22-59; Heb 10,19-39) que le impulsa a encerrarse en sí mismo, sino que está guiado por el amor, que libera su existencia. De esta manera la vocación cristiana asume las connotaciones de una existencia de donación o entrega (Rm 14,7): “es vida escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3).-
Valencia. Abril 7; 2024