Trabajos especiales

El año en el que Europa ardió en llamas revolucionarias: «El Papa se tuvo que exiliar»

Christopher Clark analiza en su nuevo ensayo la primavera, el otoño y el invierno de los movimientos sociales de 1848

Christopher Clark es un tipo que se esfuerza. Aunque la entrevista cuenta con el apoyo de un traductor, este profesor de Historia Moderna de la Universidad de Cambridge introduce en sus respuestas frases en castellano y pregunta de forma insistente cómo diantres se expresa en español tal o cuál concepto. A sus 64 primaveras, y con una carrera extensa y llena de ensayos superventas, todavía tiene ganas de aprender. Esa necesidad de retos fue la que le llevó a abordar un tema que, como él mismo cuenta, le parecía «complejo y asociado a la derrota»: las revoluciones que sacudieron Europa cual ariete en 1848.

La sed de desafíos impulsó al canadiense, pero lo que halló bajo la alfombra le cautivó y le llevó a alumbrar ‘Primavera revolucionaria’ (Galaxia Gutenberg’), el ensayo que presenta estos días en Madrid. «Es una fecha que resulta interesante por sí misma», reflexiona. Le apena que nos resulte tan lejana cuando, en realidad, está relacionada de forma íntima con nuestra Europa actual. «Fue la única revolución realmente europea. Afectó a todos los países por igual, de este a oeste; no ha habido otra que se haya extendido como una cascada de la misma forma», desvela a ABC.

Nacidos de la nada

Se le nota el tono de profesor a Clark. Sabe que el tema es árido y se esfuerza por explicarlo con pelos, señales y todos los gestos que puede; un resumen al menos, ya que el ensayo es concienzudo y se extiende casi un millar de páginas. Como buen historiador, lo primero que nos regala es el contexto que propició la llegada de los vientos revolucionarios: «Había un gran descontento social por culpa de varios factores. El principal eran las hambrunas por la escasez de patatas, pero también había otros tantos problemas sociales». Crecía el rencor contra el Antiguo Régimen, y qué mejor para azuzarlo que el hambre y la crisis.

Y en esas, la mecha estalló donde siempre. O eso nos han contado un millar de veces… «¡Parece que todas las revoluciones empiezan en París! Pues no, no siempre sucede que, cuando Francia estornuda, Europa se resfría», bromea el canadiense. Antes de que los galos asaltaran el palacio de las Tullerías, confirma Clark, otros tantos habían clamado ya por la revolución: «Las revueltas ya habían comenzado en Suiza. El poeta alemán Ferdinand Freiligrath insistió en que, desde allí, se extendieron a todo el viejo continente». Aunque no niega que fue en la ciudad de la luz donde el agua bulló hasta hacer rebosar el caldero. A cada uno, lo suyo.

Clark suma y sigue en su descripción de por qué siente un magnetismo hacia una fecha tan desconocida como 1848. Su característica principal, sostiene, fue la simultaneidad: «El político napolitano Francesco Bagnasco decía que ‘el anuncio de una revolución sería suficiente para provocarla’, y llevaba razón. Este fue un movimiento que no estaba planificado y que sorprendió tanto a los líderes que se alzaron, como a las autoridades que se toparon con él». Fue, como repite el canadiense, por una serie de catastróficas desdichas: el colapso de las expectativas sociales, la destrucción de la confianza y una pérdida sistemática del miedo a la Policía y al Ejército».

Todo arde

Y lo llamativo es que todo sucedió en un suspiro. «Hoy estamos en una situación parecida. El golpe se puede dar si hay suficiente descontento. La lección es que, en 1848, los revolucionarios no hicieron la revolución, fue la revolución la que hizo a los revolucionarios», sentencia. Lo que sorprende es que fuera tan eficiente. En Francia se instauró la Segunda República; en Austria, el canciller dimitió y Fernando I abdicó en su sobrino; en Hungría se proclamó la independencia… Y así con Bohemia, Italia, Alemania y otra tantas regiones. En todas ellas temblaron los cimientos del Antiguo Régimen.

Clark está convencido de que no se libró nadie de aquel cóctel revolucionario formado por liberales, radicales, movimientos nacionalistas e impulsos democráticos. Ni siquiera la península ibérica. «Se suele creer que por España no pasó este episodio, pero no es verdad. Aquí también se vivieron las mismas demandas que en otros países. La situación era equivalente a la de otros territorios como Sicilia o Nápoles». Todo un profesor de Cambridge se detiene y esboza una sonrisa. Se palpa una pellizco de monja, y no falla la intuición: «Lo siento, pero no creo en la excepcionalidad Ibérica». Como para contrariarle… «Aquí pasó lo que en toda Europa. La política se focalizó en los logros económicos y se abrió crédito para la agricultura», sentencia.

El experto se guarda todavía una carta bajo la manga, un último ejemplo que llama la atención por haber forjado la visión de la Iglesia que tenemos en la actualidad: «El papa Pío IX, que era un personaje muy carismático, se vio obligado a exiliarse a una villa de Nápoles después de haber virado hacia posiciones más conservadores. Al final, los movimientos revolucionarios le cambiaron la perspectiva y entendió que debía ser más mediático». Así, se convirtió en el primer Sumo Pontífice en acercar la imagen de la Santa Sede al pueblo llano. «Aunque su poder se debilitó, regresó, abrió un periódico y publicó sus homilías y discursos», completa Clark.

¿Derrotados?

Esa es la lección que nos deja el ensayo de Clark: la máxima de que, aunque la revolución cayó a plomo y la Monarquía regresó a Europa, las ideas que se defendían –sufragio universal, libertad de prensa y derecho de asociación– permearon: «No me gusta aplicar los conceptos de vencedores y vencidos en 1848. La idea interesante es que los ganadores se transformaron. Incluso los contrarrevolucionarios absorbieron las energías que se habían desatado». El mismo Otto von Bismarck declaró con renuencia que aceptaba lo sucedido como un hecho histórico irreversible y el nuevo ministerio liberal como «el gobierno del futuro».

Y otro tanto pasó en las colonias de aquellos viejos imperios europeos. En Martinica, donde estos aires reformadores llegaron meses después, el ejecutivo se vio obligado a liberar a los esclavos. Por agitar, la revolución agitó hasta la otra cara de la moneda. «Los movimientos de 1848 movilizaron a millones de alemanes católicos que, hasta entonces, no habían participado en la vida política», sentencia. El profesor se refiere al nacimiento del Zentrum en 1870; un partido católico que, antes de ser disuelto por el nazismo en 1933, sumaba un 11% de los votos del país. «¿Podríamos decir que todo esto fue una derrota? Creo que no», completa Clark.

Tan solo nos ha quedado una duda que hacemos saber a nuestro entrevistado: qué provocó la caída de estos movimientos revolucionarios. Y él, sorprendido cual buen profesor al que se le ha olvidado exponer un dato clave, responde una retahíla. Aquí ponemos dos: la presión y la clásica división interna. «Hubo problemas con los objetivos que se perseguían. Con el sufragio universal, radicales y liberales se percataron de que perdían muchos votos. La libertad de prensa provocó una explosión de voces que muchos líderes consideraron incomprensible e inmanejable. Por último, el derecho de asociación favorecía más a los radicales que a los liberales, que lo rechazaron en parte».

Con la lección ya aprendida guardamos la grabadora y nos marchamos dispuestos para preparar el examen. Y en plenas elecciones europeas

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