Trabajos especiales

Michael Moore: «Hacia una teología de la cruz significativa»

Nosotros esperamos "a pesar de" la cruz" y "desde" la cruz

* Vida, muerte y resurrección son “momentos” que podemos y debemos considerar separadamente pero que sólo alcanzan plena intelección cuando los contemplamos sinópticamente, uno a la luz del otro.

 

* Se impone deconstruir cierta teología y espiritualidad que se ha construido sobre una presunta eterna y misteriosa voluntad de Dios que habría predestinado la salvación del mundo a través de la muerte de su Hijo, por el derramamiento de la sangre.

 

* No se puede entender la vida ni la muerte de Jesús sin poner en el centro del drama el conflicto con el Templo: fue una tensión que, in crescendo, atraviesa todo su ministerio hasta desembocar en la cruz.

 

* Nuestras “cruces” tienen, al igual que la de Jesús, causas históricas más o menos identificables. Dios ni “manda” ni “permite” los sufrimientos.

 

* Jesús, desde el poso de su confianza, acrisolado en los últimos días agónicos de su vida, supo, como se sabe desde la fe, es decir, sin certezas absolutas, que la muerte no podía ser lo último y definitivo.

 

* La resurrección no es la revivificación de un cadáver ni es una vuelta a esta vida, sino que es la “entrada” gloriosa del Crucificado en el Misterio pleno de Dios, promesa para toda la creación vocacionada también a ser uno con Él, en este devenir evolucionista desde los límites de la nada hacia la gloria plena que se consumará cuando “Dios sea todo en todos”.

 

El viernes santo se ofrece a nuestra contemplación la figura de Jesús crucificado. Un hombre y un símbolo que han devenido lo distintivo, a nivel cultural, del Cristianismo como religión. Desde aquel viernes hasta hoy, hace casi dos mil años, los creyentes han intentado reflexionar lo que eso nos reveló de Él y de Dios, y lo que implica para nuestra vida concreta. En estos largo siglos, sin duda, la teología ha ocupado un papel determinante, obediente a la exhortación del apóstol Pedro: “estén siempre dispuestos a dar razón de su esperanza a todo aquel que se la pida” (1 Pe 3,15). Nosotros esperamos “a pesar” de la cruz y “desde” la cruz. Lo arduo de esta tarea es que se ponen en juego temas y cuestiones del todo fundamentales, que hacen a lo esencial de la fe: quién y cómo es el Dios que interviene o no ante la cruz de su Hijo; quién es ese Mesías que muerte -parcialmente- abandonado; qué sentido y valor tienen una vida que desemboca -al menos inmediatamente- en el fracaso de la cruz; de qué es capaz el hombre cuando se aferra a sus espacios de poder; qué sentido puede tener hoy el seguimiento de un crucificado; cómo debe interpretarse la presencia/ausencia de Dios frente a nuestros sufrimientos, etc. Sin duda, no creo que la teología -ni ninguna otra ciencia, claro está-  puedan ofrecer respuestas apodícticas a estos interrogantes tan profundos, por la sencilla razón que nos estamos moviendo entre dos misterios irreductibles: el de Dios y el del hombre… amenazados por el mal. Pero que sean misterios no quiere decir que la razón -o la inteligencia cordial, si se prefiere- no pueda y deba buscar algo de luz… la suficiente como para alumbrar nuestros pasos en los claroscuros de la existencia.

Desde este marco, con “temor y temblor”,  me atrevo a esbozar una suerte de decálogo, algunas tesis que ayuden a volver significativa -razonable y dadora de sentido- esta teología y espiritualidad de la cruz. Seguramente convendría hacer matizaciones de lo que yo abordo de un modo más general asociando al tema de la cruz el del sufrimiento, el dolor, el mal, la muerte, etc. Espero, al menos, poder hacer emerger y que se capten las cuestiones de fondo que en estas tesis se entretejen y se relacionan a veces a modo de corolarios y a veces de presupuestos.

1. La cruz a la luz de la vida

Ante todo urge ubicar el tema de la crucifixión y muerte de Jesús en el contexto total de su vida (sobre esto intenté decir algo hace unos días en este mismo lugar: https://www.religiondigital.org/creer_pensando-_el_blog_de_michael_moore/semanasanta-pascua-Casladaliga-martires-cruz-teologia_7_2548015174.html ). La iglesia, a través del año litúrgico, nos ofrece a la contemplación y celebración la vida de Jesús, su ministerio, en lo que se llama el tiempo ordinario. Luego, durante la llamada semana santa, el viernes, nos invita a reflexionar sobre su muerte y, el domingo, sobre su resurrección. Vida-muerte-resurrección como tres “momentos” distinguibles pero no separables. Puesto que ahora me interesa hablar de la teología de la cruz, lo que quiero subrayar, en los términos en que me expresé anteriormente, es no des-historizar su muerte. O sea: para entender por qué y cómo asesinaron a Jesús tengo que “mirar hacia atrás”, es decir re-cordar lo que fue su vida, porque la crucifixión es consecuencia directa de las opciones de vida que Él tomó sin transigir con los pre-potentes de turno, tanto políticos como religiosos.

Cristo Dali

 2. La cruz no está predestinada

Aunque Dios no necesite de nuestras justificaciones, me animo a decir “hay que absolver al Padre”. Coherente con lo que se dijo en la primer tesis, se impone deconstruir cierta teología y espiritualidad que se ha construido sobre una presunta eterna y misteriosa (¿?) voluntad de Dios que habría predestinado la salvación del mundo a través de la muerte de su Hijo, por el derramamiento de la sangre (mucha, en lo posible). Sin duda que hay pasajes bíblicos que parecen apuntar en este dirección si los leemos fundamentalistamente, esto es: desvinculando el texto de su con-texto y de su pre-texto (lamentablemente no podemos detenernos ahora en abordar exegéticamente esas citas). Al menos en primer instancia, un hecho histórico debe explicarse por sus causas intra-históricas y no meta-históricas. Luego, dese la fe, uno puede preguntarse: “¿qué tiene que ver Dios con todo esto? ¿dónde ‘estaba’ Dios en esos momentos?” Porque, de lo contrario, no hacemos justicia a Dios ni a los hombres en este diálogo de libertades que es la historia de la salvación. Y, claramente, quien queda “peor parado” es el mismo Dios quien, como reza el título de un recomendable libro de  F. Varone, resulta ser “El Dios sádico”.

Cristo Gibson

3. La cruz y el templo

Retomando la primera tesis e intentando resumir la causa de la persecución, condena y crucifixión de Jesús, creo que puede enunciarse así: lo asesinaron porque la imagen de Dios, la imagen del hombre y la relación que se establece entre ambos, esto es, la religión que practicaba y predicaba, resultaban subversivas para la mayor parte de quienes lo escuchaban; de un modo particular, para quienes “manejaban” la religión en su tiempo. No me cansaré de citar un párrafo de J. Moingt que considero de antología cristológica: “La gran revolución religiosa llevada a cabo por Jesús consiste en haber abierto a los hombres otra vía de acceso a Dios distinta a la de lo sagrado, la vía profana de la relación con el prójimo, la relación ética vivida como servicio al prójimo y llevada hasta el sacrificio de uno mismo. Se convirtió en Salvador universal por haber abierto esta vía, accesible a todo hombre. La abrió a través de su propia persona, aceptando pagar con su vida la blasfemia de haberle quitado al culto el monopolio de la salvación”. Lo que el teólogo francés afirma es una decodificación de lo que los evangelistas grafican con el llamado “gesto en el Templo” que, en verdad, más allá de alguna situación límite vivida al inicio de su ministerio (sinópticos) o al final (Juan), sintetizan lo que fue, progresivamente, una relación cada vez más conflictiva entre el profeta de Nazaret y lo que esa institución representaba. Creo que no se puede entender la vida ni la muerte de Jesús sin poner en el centro del drama el conflicto con el Templo: fue una tensión que, in crescendo, atraviesa todo su ministerio hasta desembocar en la cruz. Todo esto quedó magistralmente escenificado en la parábola lucana del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37 ) que, a su vez, se ilumina desde aquel imperativo que, siguiendo al profeta Oseas, Jesús repitió en más de una ocasión: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9,13; 12,7; cf. Os 6, 6). Lo que Dios-en-Jesús quiere es que nada se anteponga a la praxis de misericordia con los más necesitados. Lo que Dios-no-quiere-en Jesús es que en nombre de cualquier ley, precepto o institución (por muy sagrada que se pretenda) se posponga esa praxis. Claro que, como dice Moingt, esto acarrea quitarle al culto y a sus representantes -de ayer y de hoy- el pretendido monopolio de la salvación. Ni más, ni menos. Hay aquí mucha tela que cortar…

Jesús templo

4. La cruz no es enviada por Dios

Si la cruz de Jesús no fue un decreto eterno del Padre, tampoco podemos sostener que es Dios quien nos “envía las cruces”… “para la salvación de las almas (propias o ajenas)”. Lo que habitualmente llamamos nuestras cruces, se asocia a las contradicciones y sufrimientos que debemos afrontar en nuestras vidas: enfermedades, muertes, opresiones, persecuciones, pobrezas, etc. Menudo favor le hacen a los creyentes quienes hoy siguen repitiendo la desafortunada frase: “Dios no te envía una cruz más pesada que la que tu hombros puedan soportar”. Habrá que decir que toda esta dimensión de negatividad que nos hace sufrir forma parte de la vida y viene de la vida, no “del cielo”. Nuestras “cruces” tienen, al igual que la de Jesús, causas históricas más o menos identificables. Dios ni “manda” ni “permite” los sufrimientos;  esta segunda enunciación, como bien advirtió A. Torres Queiruga, aunque disminuye la responsabilidad divina, presupone -al menos de modo tácito- que Dios podría haber evitado esa situación pero por razones “misteriosas” no lo hace. Como comenta el teólogo gallego -que dedicó decenas de páginas de su prolífica obra a echar luz en estos temas- si cualquier padre o madre -normal- haría todo lo que estuviera a su alcance para aliviar el dolor de un hijo que está sufriendo, pongamos por ejemplo, una enfermedad terminal, internado en un hospital… ¿cuánto más habría que afirmar de un Dios que es todo Amor? Evidentemente, decir que Dios hace todo lo que está a su alcance implica una radical revisión de nuestra imagen de Dios, del ambiguo atributo de su omnipotencia y de su modo de relacionarse con la historia, o sea, de precisar qué imaginamos cuando decimos “lo que está a su alcance”.

5. La cruz como un punto de partida de la teología

Como corolario de la tesis anterior, repito lo que ya escribí en alguna otra oportunidad: “hay que hacer teología post-factum”. Con esto quiero decir que hay que pensar a Dios y su relación con nosotros a partir de –después de– su acción o in-acción ante el sufrimiento injusto y atroz de su Hijo muy amado. Los hombres todos, simbolizados en aquellos espectadores del calvario, ofrecen a Dios una última oportunidad para que lo acepten a Él como el verdadero Dios y a  Jesús como el mesías que estaban esperando ( cf. Mt 27,40.42; Mc 15,32; Lc 23,35): que lo baje de la cruz y creerán. El desafío planteado resulta muy racional y hasta razonable porque, en definitiva, Jesús “vino al mundo” para que crean en su revelación del Dios-Amor y lo acepten a Él como el revelador definitivo. Dada su supuesta omnipotencia, esto implicaba un “pequeño milagro” que traería grandes beneficios: la misión se vería cumplida y todos creerían. Pues bien, hacer teología post-factum es comenzar desde el hecho histórico que Jesús no bajó de la cruz (ni por virtud propia ni por intervención “de lo alto”). Murió. Dios no intervino “milagrosamente” deteniendo las manos de los verdugos ni haciendo desaparecer mágicamente los clavos. Desde este hecho de revelación en la historia, creo que debemos modelar las -entendibles- súplicas que brotan en los momentos de cruz que podamos atravesar nosotros, nuestros seres queridos o tantos inocentes que sólo conocemos por los periódicos. Dicho esto, no me gusta el lenguaje de la ausencia, el silencio, o la lejanía de Dios. Siguiendo con la analogía planteada por A. Torres Queiruga, ningún padre, ninguna madre, se ausentaría del lecho del dolor de su hijo en los momentos de máxima agonía. Por eso prefiero, más que hablar de ausencia, imaginar -creer- un modo distinto de presencia del Padre en nuestros momentos de cruz. Claro que no es el modo en que todos, lógicamente, esperaríamos su estar presente (esto es: bajándonos milagrosamente de la cruz). Pero, desde mi fe, quiero creer y creo que Él me está sosteniendo, acompañando “discretamente” (Ch. Duquoc) y susurrándome palabras de resurrección. Aunque todavía sea viernes.

Cristo Grun

6.La cruz, entre la desesperación y la esperanza

Creo que así también lo experimentó Jesús. Nadie puede saber a ciencia cierta cómo fueron los últimos instantes, palabras y sentimientos de Jesús. Es sabido que para los primeros cristianos, que empezaron a creer en Él como el mesías luego de experimentarlo resucitado, el primer desafío fue conjugar mesianismo y cruz. Es decir, cómo confesarlo el Cristo, Señor e Hijo a pesar del fracaso que significó esa muerte maldita. Por eso, los relatos de la pasión son de las primeras -y más detalladas- narraciones que se pusieron por escrito. Relatos que, como casi todo en los evangelios, nos llegan interpretados teológicamente. De ahí que no se puedan reconstruir históricamente las exactas últimas palabras de Jesús en la cruz; de lo contrario, habría que hacer malabares exegéticos para afirmar simultáneamente que lo último que dijo fue lo que narran Mc y Mt, por un lado, y lo que cuentan Lc y Jn por el otro. No hace falta ser biblista para darse cuenta que, según los evangelios más antiguos, Jesús muere con un profundo sentimiento de abandono, gritando; mientras que, según los dos últimos, muerte entregando confiadamente el espíritu, con el sentimiento de que la misión ha llegado a buen término, y se ha cumplido el designio divino. Desde que sucedió el hecho de la crucifixión hasta la redacción del último evangelio transcurrieron, aproximadamente, cincuenta años. Medio siglo durante el cual las comunidades primitivas buscaron elaborar lo que, en lenguaje actual, llamaríamos una teología de la cruz. Lo que resulta evidente es que, durante ese lapso de tiempo, hubo una suerte de suavización en las interpretaciones, de relativización del escándalo que implicaba que el mesías muriera profiriendo un grito de abandono, tal como lo narra el evangelio más antiguo.

Cristo gritando

Pero repito que, dada la alta teologización de los relatos de la pasión, es imposible precisar las ipsissima verba Iesu de la cruz. Por otra parte, podemos preguntarnos desde el sentido común: ¿puede hablar tanto -las famosas “siete palabras”- alguien que está agonizando por asfixia? y, en todo caso, ¿quién pudo escuchar su voz balbuceante si, en el mejor de los casos, sólo estaban su madre y alguna mujer, pero a varios metros de distancia? De todas maneras, yo creo que la pregunta sobre cómo afrontó Jesús su muerte -más allá de las palabras dichas o no- es relevante porque también nosotros nos las veremos en algún momento con la Hermana muerte. Personalmente, me gusta “imaginar teológicamente” que, en un primer momento, Jesús se sintió abandonado (como narran Mc y Mt). Desde lo alto de la cruz pudo que ver, mirando hacia abajo, que los hombres, sus hermanos no estaban. O estaban, sí, pero escondidos. Y mirando hacia arriba, sólo descubrió nubarrones que no le permitieron “ver” a su Padre. Sentimiento de soledad y abandono, pues. Pero creo que, en un segundo momento, desde el poso de su confianza, acrisolado en los últimos días agónicos de su vida, supo, como se sabe desde la fe, es decir, sin certezas absolutas, que la muerte no podía ser lo último y definitivo. Creyó y esperó, como se espera desde la fe, es decir, sin certezas metafísicas,  que su Padre lo rescataría del absurdo porque su vida y misión sí tenían sentido. Por eso muere entregando su vida al Misterio, confiando más allá de lo evidente (como narran Lc y Jn). Cuanto he dicho no deja de ser, claramente, una interpretación teológica, pero la considero históricamente plausible y humanamente significativa respecto de cómo podemos afrontar nuestra propia muerte: entre el miedo y la confianza, entre el asombro y la entrega, entre la desesperación ciega y la esperanza tenue.

 7. La cruz no salva: salva el crucificado

Creo que a veces perdemos de vista que la cruz era un instrumento de tortura y ejecución, como luego pudo haberlo sido la guillotina, el ahorcamiento, la silla eléctrica, etc. Por eso decimos que la cruz no salva, sino que lo que trae salvación es el Crucificado, esto es: una persona con un modo concreto de vivir, una biografía centrada en la donación. De otro modo, podemos afirmar que lo que salva no es el sufrimiento sino el amor sostenido hasta el fin. Aquí entra en juego una de las palabras más importantes -y ambiguas en su uso- de todas las religiones: salvación. Cuando se dice que “Jesús en la cruz nos salva del pecado y de la muerte” hay que evitar posibles conexiones con la llamada “teoría de la satisfacción/reparación”. Dicho en lenguaje muy sencillo, estas interpretaciones presuponen un Dios enojado/herido por el pecado del hombre -pecado que introdujo la muerte en el mundo-, y que necesitaría cierta compensación/reparación, lo cual sólo podría realizarlo un hombre-Dios. La encarnación de Jesucristo queda reducida, pues, a la redención del mundo: el Hijo “vino a arreglar” un armónico plan divino que el hombre había arruinado, y a “tranquilizar” así a un Dios airado. Pero en esta perspectiva, ¡el que tiene que cambiar es Dios (de enojado a des-enojado) y no el hombre (de fratricida a hermano)! Jesús no nos salva de la ira divina sino, a través de su ejemplo, de la autoreferencialidad homicida del ser humano.

Nuevamente espero no trivializar una cuestión tan importante, pero creo que, en positivo, podemos entender la salvación que nos trae Jesús por la cruz, desde estas dos claves: en primer lugar, no nos salva de la muerte y del pecado, porque son realidades que siguen amenazando nuestra existencias, pero sí nos salva de la angustia que producen ambas. La cruz, leída claro desde el horizonte de la resurrección, nos dice que la muerte, el poder del pecado y de los victimarios no es lo último y definitivo. El hombre no es un “ser para la muerte” ni un pecador perdido: es, visto desde el Crucificado-Resucitado, un ser para la Vida y un hijo incondicionalmente amado, más allá y más acá de cualquier fragilidad y pecado (cf. Lc 15).  Y, en segundo lugar, la cruz, releída nuevamente junto a la resurrección, salva en cuanto ratifica el modo de vivir de Jesús, aunque haya ido a parar “transitoriamente” a la cruz: el Resucitado-Crucificado confirma que quien entrega su vida la recupera, que la propuesta del Reino entendida en clave humanizadora es salvación ya en esta vida, aunque tenga que atravesar muerte(s).

8. La cruz: lo que Dios no quiere

La cruz es, sin duda, lugar central de revelación: muestra de lo que es capaz Dios (entrega incondicional hasta lo último)  y de lo que es capaz el hombre (reserva prepotente hasta asesinar inocentes). La muerte en cruz del Hijo es, por tanto, anuncio y denuncia. Anuncio del reino de justicia, fraternidad y misericordia hasta las últimas consecuencias, y denuncia de los mecanismos de violencia que sacrifican víctimas con tal de no ser cuestionados en sus espacios de poder. Jesús aceptó esa muerte para que se sepa que no todo está permitido. La cruz es lo que Dios no quiere, ni para su Hijo muy amado, ni para ninguno de sus otros hijos… también muy amados.

Huezo

Por eso resumirá Jon Sobrino que el seguimiento de Jesús (y, consecuentemente, el corazón de la religión cristiana) se centra en el “principio misericordia” que se concretiza en el “bajar de la cruz a los pueblos crucificados” (I. Ellacuría). Eso es lo que  Dios quiere… que el hombre viva, que sea feliz, pero no solo sino con los demás. La pregunta que nos debe acicatear constantemente es cómo ser feliz yo, habiendo tanta gente infeliz a mi alrededor (y no conformarnos con decir que no hacemos infeliz a nadie). Creo, pues, que hay sostener que Dios no quiere el sufrimiento de nadie, pero este es inevitable en un mundo finito y en evolución… donde se suma el mal uso de la libertad humana. Y porque existe el sufrimiento estamos convocados a evitar, en la medida de lo posible, el dolor ajeno, que es también el dolor de Dios en la historia por sus creaturas que sufren. La llamada impasibilidad divina, otro de los atributos tradicionalmente asociados con Dios, debe ser repensado. Personalmente, me inclino por la postura de J. Moltmann: “Un Dios incapaz de sufrir es un Dios incapaz de amar”.

 9. La cruz desde donde creer

Resulta evidente la constatación de que no existe vida sin sufrimiento, sin cruz. Tampoco existe seguimiento de Jesús sin contrariedades, de todo tipo. Por eso digo que la cruz se convierte en lugar desde donde somos invitado a creer (aunque no siempre sea fácil): desde la cruz, no luego de haber sido bajado de la cruz. Como veíamos en Jesús que, según nuestra interpretación, en medio de la oscuridad, entre “silencios divinos” y gritos humanos, se anima a creer que la noche no es lo último. Jesús es para los cristianos no sólo objeto de fe sino también modelo: creemos en Él y creemos como Él. Lo afirma bellamente y con más autoridad teológica que yoJ.I. González Faus: “Para poder creer en Dios después de Jesús es preciso haber pasado por esos momentos en los que la narración de la historia de Jesús se convierte en narración de la propia historia, en los que se clama al cielo sin obtener respuesta, en los que se gime «pase de mí este cáliz», sin que el cáliz pase, en los que parece palparse la incapacidad de la propia oración para atravesar los espesos muros que encierran al hombre, y en los que uno se apropia la palabra de Jesús: «Dios mío ¿por qué me has abandonado?»”

La vida terrena de Jesús termina aquel viernes a la tarde. En ese momento, podemos afirmar que ha fracasado. Aunque esta afirmación suene un tanto dura, creo que es históricamente correcta. Y si lo digo ahora es por la significación que puede tener para nosotros que también tenemos que masticar el fracaso en nuestros proyectos de vida en general y, más en concreto, en nuestras opciones de vida cristiana, en el camino de  seguimiento en el cual encontramos tantas piedras de tropiezo… muchas puestas por la misma institución eclesiástica, lo cual corrobora que no sólo hay mucho Reino fuera de la iglesia sino también mucho anti-reino dentro de ella ¿Cómo leemos, pues, nuestros fracasos a la luz (oscura) de la cruz de Jesús?

Cristo caravaggio

10.La cruz a la luz de la resurrección

He comenzado esta suerte de decálogo hablando de la cruz a la luz de la vida, y quiero finalizar reflexionando sobre la cruz a la luz de la resurrección. Reitero lo dicho al inicio: . Pero si nos escapamos rápido del viernes de pasión al domingo de resurrección podemos terminar banalizando todo el peso y el escándalo del sufrimiento y la muerte. Hay que saber permanecer al pie de la cruz. Por nosotros y por los que todavía siguen crucificados.

La cruz a la luz de la resurrección no queda anulada sino resignificada y relativizada. Resignificada porque, aunque no deje de ser un símbolo de ignominia, también funge, “desde el domingo” como ratificadora de una vida que desembocó en esa muerte. Con la crucifixión los hombres le dijeron -le dijimos- no a la identidad y la misión de Jesús; con la resurrección, el Padre recuperó esa vida crucificada y proclamó definitivamente que Jesús es su Hijo muy amado, Salvador y Señor, y que su propuesta del Reino -en su contenido y en su forma- es lo que Dios quiere. Y queda relativizada porque sólo le resta a la muerte y a los victimarios penúltimas palabras. Las últimas se las ha reservado Dios pronunciado su “sí” definitivo y definitorio donde los hombres habían dicho “no”. Nuevamente: la injusticia, el mal, la muerte no desaparecen con toda su aspereza pero dejan de ser un absoluto desesperante. La resurrección no es la revivificación de un cadáver ni es una vuelta a esta vida, sino que es la “entrada” gloriosa del Crucificado en el Misterio pleno de Dios, promesa para toda la creación vocacionada también a ser uno con Él, en este devenir evolucionista desde los límites de la nada hacia la gloria plena que se consumará cuando “Dios sea todo en todos” (1 Co 15,28).

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La teología no puede explicar exhaustivamente el mal -que visto en su hondura abismática es un mysterium iniquitatis– ni la cruz, pero entre el silencio angustiante y la racionalización que pretende disecar el Misterio está la palabra teológica, recordando que “bien está buscar alivio para la razón escandalizada, pero mal está que ese alivio eliminase el escándalo” (J. Sobrino). He intentado un esbozo parcial y titubeante hacia una teología de la cruz que nos ayude a asomarnos al Misterio de Dios -al Misterio que es Dios- y al misterio del hombre, sobre todo del hombre-en-cruz; y de una teología que sea significativa, es decir, que vuelva creíble una fe y una espiritualidad que tienen en el corazón un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los griegos… y seducción para algunos (cf. 1 Co 1,23), y que es revelación de un Dios entregado en las manos de los hombres, que ha querido relacionarse con sus creaturas a través del poder im-potente del amor que ofrece y no reclama.-

 Michael Moore/RD

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