La verdad cristiana
Nelson Martínez Rust:
No cabe la menor duda, los tiempos que se viven son calamitosos, llenos de incertidumbre, de visión borrosa de la realidad y de no nítido porvenir, aun para la misma Iglesia. Sin embargo, es un tiempo esperanzador y lleno de creatividad. Algunos queriendo identificar este tiempo lo han etiquetado con una expresión poco satisfactoria: “cambio de época”. Lo que está aconteciendo es inédito, no tiene parangón con la historia pasada. Por lo tanto, es necesario profundizar mucho más. El análisis debe trasladarse a unos cuantos siglos atrás si se quiere profundizar en la realidad de esta incertidumbre vivida.
En efecto, la civilización occidental descansa sobre tres pilares: Grecia con la filosofía, Roma con el derecho y Jerusalén con el cristianismo. Estas tres realidades se fundieron de tal manera y tan sustancialmente que dio origen a esa novedad que hoy se conoce con el nombre de “civilización occidental” preñada de tantos logros y adelantos. Pero, ¿qué fue lo que hizo posible el nacimiento de esta civilización llamada “greco-romana”? Esta civilización esta cimentada sobre una realidad, la realidad de “LA VERDAD CRISTIANA”. Pero, ¿qué es “LA VERDAD CRISTIANA”? ¿Cuál el camino para obtenerla? ¿Cómo comprobar que algo es verdadero y no un engaño, fruto de una herrada percepción de los sentidos? El aclarar estas interrogantes se torna fundamental y decisivo no solo para el ámbito religioso sino también para el mismo saber filosófico. En efecto, todas las disciplinas que giran en torno a la filosofía tienen su fundamento en “LA VERDAD”, falla ella, falla todo: la metafísica busca “LA VERDAD” del ser, la teoría del conocimiento se fundamenta en la adquisición de “LA VERDAD” de las cosas, la ética se inicia con el actuar de acuerdo a “LA VERDAD” conocida, y así sucesivamente. En el ámbito religioso, ni qué decir: el conocimiento de Dios es necesario hasta en cuanto fundamento de la misma dignidad del hombre. Pero, no es el momento de elaborar un tratado de filosofía o teología. Solo señalaremos algunas pinceladas importantes.
Los pensadores de la Grecia clásica se plantearon el problema y fueron variadas las soluciones que aportaron de acuerdo a las escuelas y respectivos pensadores. En la búsqueda de “LA VERDAD”, los griegos nunca descartaron la presencia de sus divinidades. Ejemplo de ello lo tenemos en Platón y Aristóteles. Tiempo después, Plotino (205-270), fundador del neoplatonismo, enseñaba que: “Al alma que reflexiona se le revela la verdad por la presencia de la divinidad en él”.
Años más tarde, a esta efervescencia del pensamiento griego se le une la reflexión de los Padres de la Iglesia los cuales asumen el pensamiento helénico y, a la manera de vehículo, lo utilizan para expresar con estas categorías, “LA VERDAD CRISTIANA” del Evangelio. Fue una tarea ardua y larga, pero en donde se forjaron los grandes dogmas trinitarios, cristológicos, y marianos. Así tenemos entre el siglo III y IV a un San Agustín que se sirve del platonismo para expresar su pensamiento teológico o mucho más tarde, siglo XII, a Tomás de Aquino que utiliza el aristotelismo para escribir su famosa síntesis teológica llamada “Suma Teológica”. El secreto de la presencia de tan productivo acontecer filosófico-teológico estuvo en la íntima unidad que se dio entre “LA FE” y “LA RAZON” a lo largo de toda la patrística y gran parte de la Edad Media. Durante toda esta época, ambas realidades convivieron de manera estrecha y pacífica.
Guillermo de Ockam (1287-1347), en sus estudios sobre la filosofía griega, postula la separación entre el conocimiento racional – la razón – y el conocimiento fiducial – la fe -. De esta manera el problema de “LA VERDAD” se encuentra reducida únicamente a un problema de cómo obtener unos conocimientos ciertos. De esta manera, al separarse las dos realidades “FE” y “RAZON”, se pierde la amplitud de su alcance: interesan los conocimientos ciertos, no espirituales.
Posteriormente, René Descartes (1596-1650) lleva los postulados anteriores a su máxima expresión: “Verdadero es lo que yo percibo clara y distintamente”, y su principal regla para conocer “LA VERDAD” radica en el siguiente postulado: “No puedo tener por verdadero lo que no se conoce como evidencia”. Como consecuencia todo conocimiento trascendente es pura hipótesis ya que no puede comprobársele – Dios, la Revelación, la vida espiritual del hombre y su relación con el Dios vivo son realidades de dudosa procedencia -. De ahí hasta nuestros días se ha tratado de conocer solo la realidad comprobable, afectando a “LA VERDAD” sobrenatural y su posibilidad de ser conocida. Resultado: Al suprimir la posibilidad de conocer al Dios de la vida su puesto ha sido ocupado por la realidad del hombre: Él es dios, Él es el centro, Él es el superhombre de Nietzsche. Se revive el drama del pecado original (Gn 3,1-24).
Desde entonces son variadas las hipótesis que se han propuesto a la solución del problema de “LA VERDAD”, que, antes de solucionarse, se ha visto agudizada cada vez más.
Creemos que es aquí en donde hay que situar el origen del desfase que sufre la humanidad de nuestros días y que ha llegado a su culmen: es un problema relacionado con “LA VERDAD” sobre Dios, el hombre espiritual y la significación trascendente de las cosas creadas en cuanto interrogante por resolver, y del comino que debe ser transitado en su búsqueda. Solución que se hace más necesaria y urgente como lo han señalado reiteradamente Juan Pablo II y Benedicto XVI en sus diversos escritos y pronunciamientos.
¿Qué enseña la Revelación acerca de “LA VERDAD”?
ANTIGUO TESTAMENTO: La palabra “emet” significa “ser firme”, “ser fiable”, “mantener la palabra dada”. Si se aplica a Dios, significa la actitud que tiene Dios para con quien hace perdurar su bondad. En este sentido “emet” puede traducirse por “fidelidad”: Dios es fiel. La palabra de Dios es “emet” (2 Sam 7,28; Sal119; 160). En el salmo 132,11 se lee: “Dios ha jurado “emet” a David, y no retractara su promesa”. Aquí no solo significa fidelidad, sino fidelidad y constancia. Esta fidelidad de Dios es al mismo tiempo refugio y seguridad (Sal 40,12; 54,7; 61,8). La fidelidad de Dios es mencionada expresamente en Dt 7,9; 32,4; Is 49,7; Sal 31,6. Por el contrario, “Emet” atribuido a los hombres significa la fidelidad que el pueblo de Israel debe guardar a la Ley Dios (Jos 24,14; 2 Re 20,3; Is 38,2; 2 Par 31,20). De ahí que las expresiones “caminar en la verdad” y “hacer la verdad”, que muchas veces se consiguen en las Sagradas Escrituras, significan la fidelidad aceptada y vivida a la Ley de Dios por el creyente. Sin embargo, en el Antiguo Testamento también se encuentra el significado de “emet” como coincidencia entre una afirmación con la realidad de una cosa (3 Re 10,6; 22,16). La Ley de Dios es “emet”. La acción de la verdad (Tob 4,6; 13,6; Eccle 27,9). Finalmente, la palabra se presenta como contraria a la mentira y al engaño y es vista como una actitud del hombre que observa la Ley de Dios.
NUEVO TESTAMENTO:
La Revelación se profundiza mucho más en el Nuevo Testamento. El término es “aleteia” y significa la confianza y la fidelidad que merece Dios por parte del hombre (Rm 3,1-7), a la autenticidad y la obligatoriedad del Evangelio (Ef 4,21; Gal 2,5.14; Rm 2,8; 2 Cor 4,2), de su Palabra de Dios, de lo revelado por Dios. También significa la sinceridad humana, la verdad de una afirmación, y, por encima de todas las cosas, la doctrina revelada, la proclamación del Evangelio es Palabra de verdad y esa Palabra no cambia, por eso debe ser creída. Hacer la verdad significa en analogía con lo visto en el Antiguo Testamento, cumplir con Cristo. Otro tanto puede y debe decirse de la expresión “caminar en la verdad”
San Juan une en el concepto de “aleteia” las más variadas significaciones recibidas por la Revelación, pero las refiere siempre a la realidad de Cristo. La Verdad que es Cristo, nos hace libre. En Él somos libres porque nos ha liberado del pecado y nos brinda la realidad de la salvación. La verdad santifica. Cristo es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). Como Espíritu de la verdad el Espíritu Santo continúa la obra de Jesucristo, da testimonio de Él y lo glorifica. Es de suma importancia subrayar que en el Nuevo Testamento como en las cartas de San Pablo la verdad se convierte en la persona de Jesucristo: Él es “LA VERDAD”.
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No saldremos de estas dificultades que nos rodean, asfixian y hacen perder la esperanza si no colocamos a Cristo – a Dios, Verdad por excelencia – en el centro de nuestras vidas. No es el hombre el centro, no es lo social, no es la adaptación indiscriminada a las realidades de este mundo. Es precisamente desde Cristo desde donde el marginado alcanza su grandeza y dignidad. Dios no es un obstáculo para la humanidad, por el contrario, Él muestra la verdad del hombre al hombre.
La Iglesia debe ser la primera en volver a retomar el camino de Dios. No debe olvidar que su fundamento es el Dios hecho carne, que es el Cristo. Él ha expiado los pecados de los hombres con su sangre y nos ha traído el mandamiento siempre nuevo y transformador del amor. La Iglesia no debe olvidar que su fuerza vital y razón de ser radica en el Espíritu Santo y que no son las realidades de este mundo la solución a los problemas en los cuales vivimos. La Iglesia no debe olvidar que es la Palabra de Dios, la Tradición actualizada y los sacramentos de la Eucaristía y el Bautismo los que dan testimonio de la presencia del Espíritu y suscitan en ella los creyentes y los que aman y dan su vida en medio de las dificultades, hostilidades y fuertes ataques de este mundo que busca desesperadamente a Dios aun cuando lo desprecian y combaten. Estos sacramentos surgen del seno de la Iglesia y se convierten en señal inequívoca de que estamos en los tiempos finales – escatológicos – como bien lo anuncia el autor anónimo de la primera carta de San Juan.
“YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA” (Juan 14,6)
Valencia. Agosto 18; 2024