Náufragos en el océano digital
De permitirlo, somos náufragos subyugados por el ir y venir de mensajes en las virtuales botellas que, desde nuestra islita desierta, enviamos y recibimos

Bernardo Moncada:
«Estamos acostumbrados a un tiempo veloz, seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes. Y sucede en todos los aspectos de la vida. Con los objetos materiales y con las relaciones con la gente. Y con la propia relación que tenemos con nosotros mismos, cómo nos evaluamos, qué imagen tenemos de nuestra persona, qué ambición permitimos que nos guíe. […] Como un líquido en un vaso, en el que el más ligero empujón cambia la forma del agua.». Zygmunt Bauman
El sociólogo y filósofo polaco-británico cobró fama por su aguda descripción de lo que llama “cultura líquida” describiendo el actual modo de vida, lo que Jorge Bergoglio, el Papa Francisco, otro agudo crítico social, llamó “cultura del descarte”. Vivimos como en el cambiante rio soñado por Heráclito, donde la corriente se ha acelerado hasta una velocidad de vértigo.
Para colmo, el nadador es incitado a cambiar también rápidamente. Como si el cuerpo hubiera cobrado autoconciencia de su dinámica liquidez (4/5 partes), nuestra identidad puede perder la partida contra el permanente estado de cambio a que nos empuja la sociedad. El cuerpo –nómada o androide, como lo califica un premiado arquitecto japonés- ha aprendido a morar fuera de sí, en el fluir de las cosas y la auto-representación cibernética.
En el omnipresente tejido informático, en el cual todo “es percibido cada vez más como una metáfora informática, en consecuencia, de esta idea de cuerpo como pura información” (Alejandra Ceriani, IHAAA, Buenos Aires), el yo se encuentra frente a una ventana, difusa en su virtualidad, un recuadro global por donde siempre escapar.
En este mismo momento, los dedos de mi cuerpo danzan en el teclado que emitirá señales descifrables en una publicación que se ha visto impulsada a la digitalización. En un acuerdo entre mirada anclada en el monitor o el celular, y corporeidad concentrada en la yema de mis dedos, me salto las limitaciones de la cuarentena para trasladarme a mis lejanos lectores, a los que Uslar Pietri, en su connotado programa televisivo llamaba “amigos invisibles”.
Por virtud de este gesto, me dispongo a fluir continuamente, sostenido por las precarias redes de energía de mi país, rumbo a un coloquio con los que no veo. Desconcierta ser mente des-corporeizada, volando como en sueños, en un espacio sin dirección ni sentido. Empero mi cuerpo permanece tercamente, dolorosamente consciente en su peso, sus precauciones y límites, que la edad ha exacerbado.
Cambio, pero sigo siendo presencia para el otro y, en su posible respuesta, otro es presencia para mí. Es una paradójica condición de soledad acompañada.
En ese sentido, ni siquiera las redes son medios abstractos, son sólo des corporeizados. Después de todo, en 2019 Facebook –por ejemplo- empleó algo más de treinta y cinco mil personas y al fondo ostenta el rostro triunfal de Mark Zuckerberg (no por casualidad “dedo” y “digital” están obviamente relacionados).
“Las personas tienen pesadillas con quedarse solas, con ser expulsadas, con perder el contacto con la vida que las rodea”, explicaba Bauman en un difundido video. Según él, las redes sociales, configuradas como ya enormes y poderosas corporaciones, han identificado y aprovechado una de las mayores inquietudes del mundo posmoderno: la necesidad constante de conexión y el miedo vertiginoso a sentirnos solos en ese gelatinoso océano digital que ahora nos rodea.
De permitirlo, somos náufragos subyugados por el ir y venir de mensajes en las virtuales botellas que, desde nuestra islita desierta, enviamos y recibimos.
Es un drama, amigos invisibles, tan universal como personal.-