Cainitas y pendejos
Beatriz Briceño Picón:
He recordado estos días una anécdota del 18 de octubre de 1945, el día del golpe adeco que dio un viraje a nuestros inicios democráticos. Mario Briceño Iragorry, sin saber lo que pasaba, llegó a Miraflores con su revolver al cinto como Presidente del Congreso. El soldado de guardia le pidió el arma y él respondió: tengo inmunidad parlamentaria. Mientras tanto Numa Quevedo, ministro de Medina, que había llegado antes le dijo, no sé con qué tono: No alegues pendejadas Mario. Más tarde viví en Bogotá y en el colegio cuando uno hacia una estupidez, no le decían gafa o tonto, sino pendejo. Con esos antecedentes pude comprender mejor el gesto de Arturo Uslar Pietri cuando dio a esa palabra un espaldarazo para nuestra vida ciudadana.
Hoy, cuando miramos asombrados a cainitas y pendejos jugándose la suerte del mundo, muchos clamamos al cielo buscando luces para encontrar un camino para el entendimiento, el diálogo y la prudente respuesta de seres humanos, algunos herederos de Abel, llamados a convivir sin la sombra de Hobbes ni de tantos determinismos ideológicos que nublan el horizonte.
El hombre no es malo por naturaleza, ni egoísta ni perverso. Esas son heridas a nuestra identidad que deben ser sanadas colectivamente de igual modo que la gracia de Dios renueva cualquier miseria de nuestra vida. Pero así como Caín mató a Abel por falta de diálogo, así los herederos de ambos no logran ponerse de acuerdo para trabajar con grandeza, con paciencia y fraternidad. Si Caín hubiera tenido hábito discursivo y corazón generoso habría entablado diálogo con Abel y se hubieran amado como creaturas de Dios. Caín no comprendió la espiritualidad de Abel que trabajaba el campo en presencia de su Padre Dios y crecía en su propia identidad, logrando que el cielo le inspirara la unidad de vida para mejorar no solo los cultivos sino su propio ser. Pero como no se acercaron al diálogo, Caín supuso e imagino, con la loca de la casa, que Abel era un monstruo que había que acabar y dejó rienda suelta a su instinto, iniciando con su acción el camino de la violencia.
La caída de Adán y Eva violentó la dependencia de Dios, por falta de magnanimidad y amor. Pero la muerte de Abel fue un desesperado acto de falta de conocimiento, de amor fraterno, expresado en diálogo fecundo. Ir a las raíces siempre nos ayuda a comprender la historia y reconciliar las partes.
Muchos autores han analizado a fondo el drama de estos hermanos, clave para la interpretación del pasado y el presente. Abel no dejó descendencia, en cambio gran parte de la humanidad es cainita sin saberlo. Los otros hermanos miraron seguramente con pavor al hermano que había sido capaz de matar al soñador y trabajador que hablaba con Dios. No quiero tratar mal a este grupo de buenas personas, porque sería injusto que alguien de fe y de caridad actuara así; pero me da la impresión que de allí vienen muchedumbre de pendejos, tontos útiles, hombres fatuos, cobardes, egoístas, más preocupados por la fuerza de los cainitas que por el ejemplo de Abel. Imagen de Abel es Jesús, sacrificado en el Gólgota para redimir con su sangre el pecado de los primeros hombres. Desde entonces el amor y el perdón entraron de lleno en nuestro mundo y así comenzó un camino de realización fraterna y familiar que muchos todavía desconocen.
Abel y Caín siguen marcando las dos vertientes definitorias del valor del ser humano. El resto de los hermanos han dejado una descendencia que se ha multiplicado en nuestro tiempo por falta de educación y de formación, por desorden en la vida social, económica y política. Muchos de ellos ven los problemas actuales desde hogares sin sentido y empresas que solo aspiran al lucro y el festín. A menudo muchos de estos pendejos están al servicio de los cainitas por miedo o cobardía.
Pero a pesar de todo lo que sufre el mundo y nuestra Iglesia católica actualmente, es justo decir que cada día surgen muchos hombres y mujeres que han descubierto los nuevos caminos de Abel en la historia: caminos de oración, fraternidad, trabajo, justicia y amor que alcanzaron su plenitud hace más de 2000 años cuando Jesucristo vino a estar entre nosotros y se quedó sacramentalmente, para iluminarlo todo con destellos de eternidad.-
Beatriz Briceño Picón
Periodista UCV/ CNP
Fundación Mario Briceño Iragorry