La Vega, un semestre de agonía
Retrato del drama social de las mayorías
P. Alfredo Infante, sj, del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco:
La Vega no es una isla, es el espejo de lo que sucede en gran parte del país. Este primer semestre ha sido trágico para las familias de la zona suburbana de este sector caraqueño, donde presto servicio en la Parroquia San Alberto Hurtado. El año 2021 comenzó con protestas en distintos puntos geográficos exigiendo el servicio de agua potable. Según voceros oficiales, una supuesta avería en el motor que bombea el líquido hacia el sector fue la causante del problema. Como consecuencia, los vecinos estuvieron durante cinco meses sufriendo la ausencia del servicio, el cual se reactivó a finales de mayo y comenzó a programarse para unas horas a la semana, entre jueves y viernes, aunque de manera muy irregular. En este momento la situación ha mejorado, pero no se sabe el día ni la hora en que puede contarse con agua corriente y no todas las semanas se dispone de ella.
Otro golpe a la estabilidad de la cotidianidad en La Vega ha sido la dificultad para acceder al gas doméstico, lo que ha llevado a las familias, en muchos casos, a cocinar con leña, hecho que, de profundizarse, terminará desforestando los espacios verdes que quedan en la parroquia, ubicada en las inmediaciones del Parque Itagua.
La escasez de estos servicios se ha prestado para que actores de poder conviertan la necesidad de la gente en un negocio lucrativo, vendiendo tanto el agua como el gas a un costo muy alto, dolarizado, desestabilizando el presupuesto familiar y limitando, aún más, el acceso a la alimentación, pues la gente ha tenido que reconducir gran parte de sus pocos ingresos hacia la adquisición de estos bienes básicos. Estamos ante una privatización mafiosa y discrecional de los servicios públicos, una carga más sobre las espaldas de los ciudadanos.
En medio de este colapso de los servicios públicos que hace cuesta arriba la cotidianidad de la gente, los habitantes de La Vega no escapan de la pauperización del salario, que ha producido una situación de hambre estructural que se refleja en las elevadas cifras de desnutrición. Según nos comentó la experta Susana Rafalli en un diálogo que sostuvimos hace unas semanas vía Whatsapp, el monitoreo de Cáritas de Venezuela revela que, para abril 2021, “en las parroquias más pobres del país 38 % de los niños y niñas tienen desnutrición aguda o riesgo a tenerla, y, entre estos, 13,6 % tiene desnutrición aguda ya. La situación de desnutrición crónica preocupa aún más, porque 32 % de los niños que vienen buscando ayuda ya vienen con retardo en el crecimiento”.
A esto hay que sumar lo que mencionan los organismos internacionales dedicados al tema de la alimentación y nutrición. Según reportó la agencia de noticias France 24, “la evaluación de seguridad alimentaria del Programa Mundial de Alimentos (WFP, por sus siglas en inglés), publicada en febrero de este año, estima que 7,9 % de la población en Venezuela (es decir, 2.3 millones de personas) está en inseguridad alimentaria severa. Un 24,4 % adicional (unos 7 millones de ciudadanos) está en inseguridad alimentaria moderada. De igual manera, el informe señala que 74 % de las familias ha utilizado estrategias de supervivencia relacionadas al consumo de alimentos: 60 % de los hogares reportó haber reducido el tamaño de la porción de sus comidas, 33 % ha aceptado trabajar a cambio de comida y 20 % ha vendido bienes familiares para cubrir necesidades básicas. Seis de cada diez familias han gastado sus ahorros en comida”.[1]
La mayoría de la población también está sufriendo por el repunte de los contagios de la Covid-19. La destrucción del sistema de salud y la dificultad para acceder a las costosas medicinas ha traído como resultado que muchas personas estén muriendo en el desamparo y el anonimato, con una exclusión, también, postmorten.
Aunado a todo lo anterior, ahora nos encontramos en medio de un conflicto armado entre Fuerza Pública y bandas organizadas, ambos con alto poder de fuego, que atenta contra la vida y la tranquilidad de la mayoría de la gente pacífica y trabajadora de la parroquia. En enero se produjo la llamada “Masacre de La Vega” y no se conoce aún que la fiscalía haya abierto una investigación al respecto. En el reciente operativo del sábado 12 de junio, ejecutado por el Gobierno para desarticular los grupos delictivos del sector, hubo detenciones arbitrarias de jóvenes. Las madres y las abuelas están en vilo porque los muchachos de sectores populares son estigmatizados, ya que hay un prejuicio desde los organismos de seguridad que relaciona juventud y pobreza con criminalidad; además, porque los adolescentes y jóvenes son vulnerables al reclutamiento forzado (o inducido) por parte los grupos irregulares que operan en la zona. Todo esto ha tenido un impacto muy grave en la salud mental de las personas, especialmente en las mujeres que son quienes llevan los hilos de la vida en los sectores populares. Ya es casi recurrente el comentario de muchas que se nos acercan a decirnos “padre, no pude dormir, pensando tantas cosas”.
Además de generar terror sicológico en la población y duelo por las muertes en las familias y comunidades directamente afectadas, este conflicto armado está produciendo dos dinámicas aparentemente paradójicas, pero que en realidad son dos caras de la misma moneda: por un lado el confinamiento, que es la reducción de la movilidad de las personas a causa de un temor fundado y, por otro lado, el desplazamiento forzado hacia otros lugares de la ciudad o del país. Decenas de casas están siendo abandonadas por sus dueños o han sido puestas en venta a muy bajo precio.
Como reacción positiva, sin embargo, hay que decir que este miedo -que confina a unos y desplaza a otros- se está transformando en indignación ética que moviliza a muchos y apuesta por el deber ciudadano de procurar alternativas de solución pacífica para recuperar los espacios públicos y la convivencia, un valor fundamental en la cultura del habitante del barrio.
Ante este complejo escenario, me permito rescatar una reflexión sobre la acción ciudadana que compartió con nosotros el padre Francisco José Virtuoso, rector de la UCAB, a partir de la visión de la filósofa y teórica política alemana, Hannah Arendt: “los componentes fundamentales de la política no son el ejercicio del poder, la violencia, la coacción, sino la capacidad de construir un mundo en común desde la igualdad y la libertad a través de la palabra y la acción”. También parafraseo al politólogo argentino Guillermo O´Donnell: “nuestro reto es recuperar el derecho a tener derechos”.[2]
Ya el Concilio Plenario Venezolano, máxima instancia de la Iglesia en Venezuela, señaló como línea pastoral que “la Iglesia mantendrá un diálogo permanente con organizaciones no eclesiales para armonizar las diversas visiones en el respeto a la dignidad humana y en la búsqueda del bien común” (160). Por ello y por muy oscuro que esté el panorama, no nos podemos paralizar, porque nuestra fe nos hace escuchar la voz de nuestro Señor que, en medio de la noche oscura, nos dice “Ánimo, no tengan miedo, soy yo” (Mt 14,22-33) y nos acompaña para ser portadores incansables de su bienaventuranza. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque serán saciados” (Mt 5, 6-8).
[1] https://www.france24.com/es/20200412-covid19-venezuela-escalada-desnutricion-pobreza[2] O’ Donnell, Guillermo: Estado, Democratización y ciudadanía. Revista Nueva Sociedad Nº 128. 1993
Boletín del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco
11 al 17 de junio de 2021/ N° 107