Lecturas recomendadas

¿A la felicidad por la electrónica?

     Cuando los progresos científicos, tecnológicos y económicos son presentados como una meta suprema para la humanidad, se hace difícil evitar el peligro del materialismo

 

Rafael María de Balbín:

 

La esperanza de una completa felicidad está más allá de ilusiones imperfectas y pasajeras. La gran esperanza tiene a Dios como fundamento, un Dios que tiene un rostro humano y nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino está presente donde Él es amado y su amor nos alcanza. Con el impulso de la esperanza el hombre camina en un mundo imperfecto: hacia una vida que sea realmente vida.

“Se tiende a creer «que todo incremento del poder constituye sin más un progreso, un aumento de seguridad, de utilidad, de bienestar, de energía vital, de plenitud de los valores, como si la realidad, el bien y la verdad brotaran espontáneamente del mismo poder tecnológico y económico. El hecho es que «el hombre moderno no está preparado para utilizar el poder con acierto», porque el inmenso crecimiento tecnológico no estuvo acompañado de un desarrollo del ser humano en responsabilidad, valores, conciencia” (Papa FRANCISCO. Enc. Laudato sí, n. 105).

Cuando los progresos científicos, tecnológicos y económicos son presentados como una meta suprema para la humanidad, se hace difícil evitar el peligro del materialismo. Y los materialismos son incapaces de llenar la insaciable capacidad del espíritu humano. En nuestra época, como en todas las demás, la Iglesia es sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano: no se cansa de recordar el destino del hombre a la amistad con Dios y a la gloria, que están muy por encima de las simples metas materiales. Para ello cumple con el encargo que recibió de Jesucristo, su Fundador: “La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado” (Juan 14, 24).

Los últimos Papas han  convocado a una nueva evangelización, a una catequesis urgente y amplia de las verdades de la fe, que es responsabilidad de todos los cristianos y tiene su primer espacio en el seno de la familia. Así se abren horizontes amplios al hombre de nuestros días, y se le ofrece no sólo la posibilidad teórica de una felicidad plena, en comunión con Dios, sino la fuerza de la acción redentora con los Sacramentos de la Iglesia. El vértice y la plenitud de esa fuerza está en la Eucaristía, que “construye la Iglesia, y la construye como auténtica comunidad del Pueblo de Dios”  (SAN JUAN PABLO II. Enc. Redemptor hominis, n. 20). Para recibir esta fuerza e influjo es preciso purificar el alma: “Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz” (1 Corintios 11, 28). Hace falta la conversión personal, el arrepentimiento, confesión y enmienda de los pecados personales en el Sacramento de la Reconciliación o Penitencia, el encuentro singular de cada hombre con Cristo que acoge y perdona.

No basta con tener claras las metas que nos propone la fe cristiana: hace falta la fuerza que viene de los Sacramentos. Si no la hay, el materialismo va poco a poco agostando los anhelos espirituales y trascendentes del corazón humano. Cada cristiano -hombre de Cristo- es partícipe de la misión de la Iglesia: servir a Dios y a los demás. Y no con un servicio de cortos vuelos; no nos conformamos con la holgura económica o la seguridad y disfrute materiales (barriga llena, corazón contento). Estamos llamados a una felicidad plena, para todos y para siempre, junto a Dios. Para eso necesitamos la ayuda de Dios y de los demás, y prestar también nosotros esa ayuda a nuestros hermanos, en la medida de nuestras posibilidades: “Cristo nos enseña que el mejor uso de la libertad es la caridad que se realiza en la donación y en el servicio“ (SAN JUAN PABLO II. Enc. Redemptor hominis, n. 21). No en vano Él vino a la tierra para que todos tengamos vida y la tengamos abundante.

Toda persona humana se perfecciona en sociedad y con ayuda de la sociedad. Influye en su entorno y por él es influida. Por eso no sería suficiente con que alguien viviera con rectitud, de un modo individualista. Debe proyectar sus convicciones e ideales hacia los demás, en su afán también de ayudarles. Y  como nadie da lo que no tiene, su actuación no sería honesta si no es consecuente, poniendo por obra en su propia vida aquello que pretende comunicar y aun exigir a los demás. De lo contrario se produciría una auténtica hipocresía moral.

Y así debe procurar cada quien una justa jerarquía de valores a la hora de la actuación personal, y de ese modo contribuir a la ordenación de la sociedad. Debe subordinar las dimensiones «materiales e instintivas»   a las «interiores y espirituales»   (Idem, n. 36). Esta consideración es válida para cada persona, para la educación de los hijos en el seno de la familia,  para  la orientación de las  actividades sociales y de las políticas públicas.-

(rbalbin19@gmail.com)

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