Posmodernidad y santidad
Cuando la fe y la santidad son despreciadas como anacronismos, por los medios manejados por el poder, asombra el número de santos canonizados, que parece crecer a la par del genocidio contra el cristianismo

Bernardo Moncada Cárdenas:
Durante los nueve papados que abarcaron el siglo XX, pueden contarse más de medio millar de santos canonizados por la Iglesia católica durante el siglo XX. Sólo en el pontificado de San Juan Pablo II, fueron canonizados 483 santos, como María Goretti, el Padre Pio de Pietrelcina, Josemaría Escrivá, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, y Madre Teresa de Calcuta.
Durante el presente siglo, Benedicto XVI canonizó 45 santos, y Francisco había canonizado a 942 santos hasta el 18 de diciembre de 2024. (es el papa que más santos ha canonizado en la historia de la Iglesia Católica), sin contar los decretos recientemente firmados para canonización de los beatos laicos José Gregorio Hernández y Bartolo Longo.
Cuando la fe y la santidad son despreciadas como anacronismos, por los medios manejados por el poder, asombra el número de santos canonizados, que parece crecer a la par del genocidio contra el cristianismo.
Mientras tanto, durante los siglos XX y XXI, lamentamos la intensificación sin precedentes de las persecuciones cruentas contra cristianos. Según el reconocido Center for Study of Global Christianity, fundado por el estadounidense David Barret, de unos 70 millones de mártires en los 2.000 años de cristianismo, más de la mitad provienen del XX (alrededor de 45 millones). Las noticias que nos llegan dan la triste seguridad de que más de cincuenta mil personas han sido asesinadas por el solo hecho de seguir a Cristo, desde inicios de 2024.
Centenares de miles hoy resisten firmemente las sangrientas presiones que les demandan renegar de su fe cristiana. Son santos en plena posmodernidad, cuando aun se sostiene que la Iglesia es un “obstáculo del que hay que liberarse para pensar por uno mismo y transformar el mundo”.
La santidad frente a la cultura moderna, la que encumbra como nuevo mandamiento el rechazo a toda religiosidad, cuando no la directa represión de la misma, ha adoptado nuevos niveles de reconocimiento expresados recientemente en la Exhortación Apostólica Gaudete et Exultate del Papa Francisco: «No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios» (I, 6), refiriéndose a “los santos de la puerta de al lado”.
No solamente se reconoce la santidad como «la cualidad de la unión con Dios y la cercanía a Él. Es un llamado a vivir en plenitud, a responder al amor de Dios y a reflejar su gloria en el mundo.» (Catecismo de la Iglesia Católica), en el caso de quienes practican virtudes heroicas y obran milagros, sino en personas cuya existencia, como la del poeta y converso francés Charles Péguy, no responde al modelo de existencia santa más habitual, aunque su ejemplo y su obra ilumine las sombrías trampas que esconde la cultura moderna.
La santidad en la contemporaneidad no necesariamente significa el apego a un cierto modelo de comportamiento, sino se desata, se aviva, siguiendo una conciencia profunda de la presencia de lo divino en la vida. Habla la Gaudete et Exultate de esa “lógica misteriosa que no es de este mundo, como decía san Buenaventura refiriéndose a la cruz: «Esta es nuestra lógica». Si uno asume esta dinámica, entonces no deja anestesiar su conciencia.” (V, 174).
La santidad más requerida en un mundo como el actual es una santidad de empuje, pues, como escribe Péguy: «Hemos visto formarse una sociedad nueva, si no una ciudad, después de Jesús, sin Jesús». Ante esta realidad, continúa, muchos cristianos «gruñen, murmullan, se quejan, se lamentan de la maldad de los tiempos»; pero Péguy repite reciamente: «También eran malos los tiempos bajo los romanos; pero vino Jesús, y no perdió sus años en gemir e interpelar a la maldad de los tiempos; no incriminó al mundo, lo salvó».
En esa seguridad, el santo de hoy -con la excelsa osadía de Jesús- no se encoge de convivir en medio de un mundo hecho del pecado que aborrece, como el médico en medio de la enfermedad. Así lo describe este poeta, santo imposible: «El pecador tiende la mano al santo, da la mano al santo, porque el santo da la mano al pecador. Y todos juntos, uno por otro, uno tirando de otro, ascienden hasta Jesús, forman una cadena que sube hasta Jesús, una cadena de dedos inseparables». Ni más ni menos que la tarea de una “Iglesia en salida”, como la propuesta por Francisco.-